Siddhartha - De Hermann Hesse (EDICIÓN EXTENDIDA). Libros Clasicos
silencioso, miró dentro del cuarto, vio inmóvil al que estaba en pie; su corazón se llenó de enojo, su corazón se llenó de intranquilidad, su corazón se llenó de vacilaciones, se llenó de dolor.
Y en la última hora de la noche, antes que viniera el día, volvió de nuevo, entró en el cuarto, vio en pie al joven, que le pareció grande y como extraño.
—Siddhartha —dijo—, ¿qué esperas?
–Ya lo sabes.
—¿Vas a estarte siempre así, en pie, esperando, hasta que sea de día, hasta que sea mediodía, hasta que sea de noche?
–Estaré en pie, esperando.
–Te cansarás, Siddhartha.
–Me cansaré.
–Tienes que dormir, Siddhartha.
–No dormiré.
–Te morirás, Siddhartha.
–Moriré.
–¿Y prefieres morir antes que obedecer a tu padre?
–Siddhartha siempre ha obedecido a su padre.
–Entonces, ¿renuncias a tu propósito?
–Siddhartha hará lo que su padre le diga.
El primer resplandor del día penetró en la estancia. El brahmán vio que las rodillas de Siddhartha temblaban ligeramente. Pero en el rostro de Siddhartha no vio ningún temblor; sus ojos miraban a lo lejos. Entonces conoció el padre que Siddhartha ya no estaba con él, ni en la patria, que ya le había abandonado.
El padre tocó las espaldas de Siddhartha.
—Irás al bosque —dijo— y serás un samana. Si en el bosque encuentras la felicidad, vuelve y enséñame a ser feliz. Si encuentras la decepción, entonces vuelve y juntos ofrendaremos a los dioses. Ahora ve y besa a tu madre, dile a dónde vas. Para mí aún hay tiempo de ir al río y hacer la primera ablución.
Quitó la mano de encima del hombro de su hijo y salió. Siddhartha se tambaleaba cuando intentó caminar. Se impuso a sus miembros, se inclinó ante su padre y fue junto a su madre para hacer lo que su padre había dicho.
Cuando a los primeros albores del día abandonó la ciudad, todavía silenciosa, lentamente, con sus piernas envaradas, surgió tras la última choza una sombra, que allí estaba agazapada, y se unió al peregrino. Era Govinda.
—Has venido —dijo Siddhartha, y sonrió.
—He venido —dijo Govinda.
En la noche de aquel día llegaron junto a los ascetas, los descarnados samanas, y les ofrecieron acompañamiento y obediencia. Fueron admitidos.
Siddhartha regaló su túnica a un pobre brahmán en la calle. No traía puesto más que un paño a la cadera y un lienzo sucio de tierra y descosido, colgado de los hombros. Comió solo una vez al día, y nunca alimentos cocidos. Ayunó quince días. Ayunó veintiocho días. Le disminuyó la carne en los muslos y en las mejillas. Sueños ardientes flameaban en sus ojos agrandados, en sus dedos secos crecían las uñas, y en el mentón, una barba seca e hirsuta. Su mirada se volvió fría como hielo cuando se encontraba con una mujer; su boca se contraía en una mueca de desprecio cuando pasaba por una ciudad con gentes bien vestidas. Vio negociar a los comerciantes, vio ir de caza a los príncipes, a los doloridos llorar a sus muertos, a las hetairas ofrecerse lascivas, a los médicos afanarse por sus enfermos, a los sacerdotes señalar el día de la siembra, amar a los amantes, a las madres callar a sus hijos; y todo esto no era digno de las miradas de sus ojos, todo era mentira, todo era pestilente, todo olía a engaño, todo falseaba los sentimientos, la dicha y la belleza, y todo era inconfesada putrefacción. El mundo sabía amargo. La vida era sufrimiento.
Había una meta ante Siddhartha, una sola: vaciarse, vaciarse de sed, vaciarse de deseo, vaciarse de sueño, vaciarse de alegría y dolor. Morir para sí mismo, no ser más un yo, encontrar la paz en el corazón vacío, estar abierto al milagro por la introspección: esta era su meta. Cuando todo el yo estuviera vencido y muerto, cuando cada anhelo y cada impulso callara en el corazón, entonces debería despertar el Último, lo más íntimo del ser, que no es ya el Yo, el gran misterio.
Silencioso estaba Siddhartha en pie bajo los perpendiculares rayos del sol, ardiendo de dolores, ardiendo de sed, y así permanecía hasta que ya no sentía dolor ni sed. Silencioso estaba en pie bajo la lluvia; las gotas de agua caían de su pelo sobre los hombros llenos de frío, sobre las heladas caderas y piernas, y así permanecía el penitente hasta que los hombros y las piernas dejaban de sentir frío, hasta que callaban, hasta que quedaban quietos. En silencio, estaba agachado entre los espinos, la sangre brotaba roja de la piel ardiente, el pus, de las úlceras, y Siddhartha permanecía rígido, permanecía inmóvil, hasta que la sangre dejaba de brotar, hasta que nada le punzaba, hasta que nada le quemaba.
Siddhartha estaba sentado muy derecho y aprendía a contener la respiración, aprendía a regularla, aprendía a suprimir el alentar. Aprendía, empezando por la respiración a aquietar los latidos del corazón, a espaciarlos, hasta suprimirlos casi.
Adoctrinado por el más anciano de los samanas, Siddhartha ejercitaba el ensimismamiento, ejercitaba la meditación. Si una garza volaba sobre el bosque de bambúes, Siddhartha tomaba la garza en el alma, volaba sobre el bosque y la montaña, se convertía en garza, comía pescados, pasaba hambres de garza, hablaba con graznidos de garza, moría muerte de garza. Si un chacal aparecía muerto al borde del arenal, el alma de Siddhartha se deslizaba dentro del cadáver, se convertía en un chacal muerto, yacía en la arena, se hinchaba, olía mal, se corrompía, era despedazado por las hienas, era desollado por los buitres, se convertía en esqueleto, se volvía polvo, se esparcía por la campiña.
Y el alma de Siddhartha regresaba, estaba muerta, estaba corrompida, estaba esparcida como el polvo, había gustado la turbia embriaguez de los remolinos, atormentado por una nueva sed como un cazador en el puesto; esperaba conocer dónde terminaría el remolino, dónde estaba el fin de las causas, dónde empezaba la eternidad sin dolores. Mataba sus sentidos, mataba sus recuerdos, se salía de su yo para introducirse en mil formas extrañas: era animal, carroña, piedra, árbol, agua, y al despertar se volvía a encontrar a sí mismo; luciera el sol o la luna, volvía a ser un yo, giraba en remolinos, sentía sed, vencía la sed, volvía a sentir sed otra vez.
Mucho aprendió Siddhartha entre los samanas; aprendió a andar muchos caminos fuera de su yo. Recorrió el camino del ensimismamiento por el dolor, por el voluntario sufrir, y venciendo al dolor, al hambre, a la sed, a la fatiga. Recorrió el camino del ensimismamiento por la meditación, por el vacío del pensamiento de los sentidos de toda imagen. Aprendió a andar estos y otros caminos, perdió mil veces su yo, permaneció horas y días hundido en el No–Yo. Pero aunque estos caminos partían del yo, su meta estaba siempre en el mismo Yo. Si Siddhartha huyó mil veces de su Yo, si permanecía en la nada, en la bestia, en la piedra, el regreso era inevitable, insoslayable la hora en que se volvían a encontrar, bajo el resplandor del sol o de la luna, a la sombra o bajo la lluvia, Siddhartha y su yo, y volvía a sentir el tormento del remolino impuesto.
Junto a él vivía Govinda, su sombra; seguía su mismo camino, se imponía los mismos trabajos. Raramente hablaban entre sí más de lo que exigían sus tareas y servicio. A veces iban juntos por las aldeas, mendigando el alimento para sí y sus maestros.
—¿Qué te parece, Govinda? —solía preguntar Siddhartha durante estas correrías implorando la caridad—. ¿Crees que vamos por buen camino? ¿Habremos de alcanzar la meta?
Respondía Govinda:
—Hemos aprendido mucho, y seguiremos aprendiendo. Tú llegarás a ser un gran samana, Siddhartha. Todo lo has aprendido en seguida, los viejos samanas te admiran con frecuencia. Llegarás a ser