Siddhartha - De Hermann Hesse (EDICIÓN EXTENDIDA). Libros Clasicos
hasta ahora entre los samanas, ¡oh Govinda!, lo hubiera podido aprender pronto y con facilidad. En cualquier taberna de barrio de burdeles, entre carreteros y jugadores de dados, hubiera podido aprenderlo, amigo mío.
Hablaba Govinda:
—Siddhartha se burla de mí. ¿Cómo hubieras podido aprender ensimismamiento, el contener la respiración, la insensibilidad ante el hambre y el dolor, entre aquellos miserables?
Y Siddhartha decía en voz baja, como si hablara para sí:
—¿Qué es el ensimismamiento? ¿Qué es el abandono del cuerpo? ¿Qué es el ayuno? ¿Qué la contención del aliento? Es la huida del yo, es un breve alejarse del tormento del ser Yo, es un corto embotamiento frente al dolor y la falta de sentido de la vida. La misma huida, el mismo breve embotamiento encuentra el boyero en el mesón cuando bebe su vino de arroz o la leche de coco fermentada. Entonces no siente ya su Yo, ya no siente el dolor de la vida, entonces encuentra un breve embotamiento. Encuentra, dormitando sobre su taza de vino de arroz, lo mismo que Siddhartha y Govinda encuentran cuando se evaden de sus cuerpos, tras largos ejercicios, y permanecen el No–Yo. Así es, ¡oh Govinda!
Habló Govinda:
–Eso dices, ¡oh amigo!; pero sabe que Siddhartha no es ningún boyero, ni un samana, un bebedor. Cierto que el que bebe encuentra fácilmente el embotamiento, cierto que con facilidad halla la evasión y el descanso; pero vuelve pronto del sortilegio y vuelve a encontrarlo todo como antes, no se ha hecho más sabio, no ha adquirido conocimientos, no ha subido más alto ni un peldaño.
Y Siddhartha habló con una sonrisa:
–No lo sé, no he sido nunca bebedor. Pero que yo, Siddhartha, en mis ejercicios y éxtasis solo encuentro breves embotamientos y que estoy tan lejos de la sabiduría y de la liberación como cuando era niño en el vientre de la madre, eso lo sé bien, Govinda, eso lo sé muy bien.
Y otra vez, cuando Siddhartha y Govinda salieron del bosque para pedir por las aldeas algo de comer para sus hermanos y maestros, empezó Siddhartha a hablar, y dijo:
—¿Estaremos, ¡oh Govinda!, en el buen camino? ¿Nos vamos acercando al conocimiento? ¿Nos acercamos a la redención? ¿O no estaremos quizá caminando en círculo, nosotros, que pensábamos salir de él?
Habló Govinda:
—Mucho hemos aprendido, Siddhartha; mucho nos queda por aprender. No caminamos en círculo, vamos hacia arriba, el círculo es una espiral, hemos subido ya muchos escalones.
Respondió Siddhartha:
—¿Qué edad crees tú que tendrá nuestro samana más anciano, nuestro venerado maestro?
Habló Govinda:
—Quizá tenga sesenta años.
Y Siddhartha:
—Tiene sesenta años y no ha alcanzado el Nirvana. Tendrá setenta y ochenta, y tú y yo seremos igual de viejos y seguiremos ejercitándonos, seguiremos ayunando y meditando.
Pero no alcanzaremos el Nirvana, ni él ni nosotros. ¡Oh Govinda!, creo que ninguno de todos los samanas que hay alcanzará quizá el Nirvana. Encontramos consuelos, encontramos embotamientos, aprendemos habilidades con las que nos engañamos. Pero lo esencial, la senda de las sendas no la encontramos.
—¡No pronuncies —dijo Govinda— tan terribles palabras, Siddhartha! ¿Cómo es posible que, entre tantos hombres sabios, entre tantos brahmanes, entre tantos severos y venerables samanas, entre tantos hombres sabios, santos e introvertidos, ninguno encuentre el Camino de los Cantinos?
Pero Siddhartha respondió con una voz que tenía tanto de triste como de irónica:
—Pronto, Govinda, tu amigo dejará esta senda de los samanas, por la que tanto ha caminado contigo. Padezco sed, ¡oh Govinda!, y en este largo camino del samana no ha menguado en nada mi sed. Siempre he tenido sed de conocimientos, siempre he estado lleno de interrogaciones. He preguntado a los brahmanes, año tras año, y he preguntado a los Vedas, año tras año. Quizá, ¡oh Govinda!, hubiera sido tan bueno, tan prudente, tan sano, haber preguntado al rinoceronte o al chimpancé. He empleado mucho tiempo y todavía no he llegado al fin para aprender esto, ¡oh Govinda!: ¡qué nada se puede aprender! Yo creo que no hay esa cosa que nosotros llamamos "aprender". Hay solo, ¡oh mi amigo!, una ciencia que está por todas partes, que es Atman; está en mí y en ti y en cada ser. Y de esta forma empiezo a creer que esta ciencia no tiene enemigos más encarnizados que los sabios y los instruidos.
Entonces, Govinda se paró en el camino, levantó la mano y habló:
—¡No atormentes, Siddhartha, a tu amigo con semejantes palabras! En verdad que ellas angustian mi corazón. Y piensa solamente en qué queda la santidad de la oración, la dignidad de los brahmanes, la religiosidad de los samanas, si fuera como dices, que no hay nada que aprender. ¿Qué sería, entonces, ¡oh Siddhartha!, de lo que en la tierra tenemos por santo, por venerable y más preciado?
Y Govinda recitó para sí un verso de una Upanishada:
Quien meditando, con el alma purificada, se hunde en Atman, no puede describir con palabras el gozo de su corazón.
Pero Siddhartha callaba. Reflexionaba sobre las palabras que Govinda le había dirigido, y pensaba cada frase hasta el fin.
"Sí —decía para sí, con la cabeza humillada—, ¿qué queda de todo lo que nos parecía santo? ¿Qué queda? ¿Qué se conserva?" Y movió la cabeza.
Una vez, cuando ambos jóvenes llevaban viviendo unos tres años con los samanas y habían tomado parte en todas sus prácticas, llegó hasta ellos por diversos caminos y rodeos una noticia, un rumor, una leyenda: había aparecido uno, llamado Gotama, el Sublime, el Buda, el cual había vencido en sí el dolor del mundo y había sujetado la rueda de las reencarnaciones. Recorría los campos enseñando a las gentes, rodeado de jóvenes, sin poseer nada, sin patria, sin mujer, envuelto en el manto amarillo de los ascetas, pero con la frente radiante, como un bienaventurado, y los brahmanes y los príncipes se inclinaban ante él y se convertían en discípulos suyos.
Esta leyenda, este rumor, esta fábula, resonaba por todas partes, exhalaba su aroma aquí y allá; en las ciudades hablaban de él los brahmanes; en el bosque, los samanas; cada vez penetraba más el nombre de Gotama, el Buda; en los oídos de los jóvenes, para bien y para mal, en alabanzas y en injurias.
Como cuando en una comarca reina la peste y se difunde la nueva de que hay un hombre, un sabio, un perito, cuya palabra y aliento basta para librar a cualquiera de la epidemia, e igual que este rumor atraviesa todo el país y todos hablan de ello, muchos creen, muchos dudan, pero muchos también son los que se ponen al punto en camino para ir en busca del Sabio, del Salvador, así recorrió la región aquella nueva, aquella perfumada leyenda de Gotama, el Buda, el Sabio de la descendencia de Sakya. Según los creyentes, poseía los más altos conocimientos, recordaba su encarnación anterior, había alcanzado el Nirvana y ya no volvería a entrar en el círculo ni se hundiría en la turbia corriente de la transmigración. Se decían de él cosas increíbles y maravillosas: que había hecho milagros, que había vencido al demonio, que había hablado con los dioses.
Pero sus enemigos y los incrédulos decían que este tal Gotama era un embaucador, que pasaba los días en una vida de delicias, que despreciaba los sacrificios, que carecía de instrucción y no conocía ni los ejercicios ni la mortificación.
Dulcemente sonaba la leyenda de Buda; estas nuevas exhalaban cierto encanto. El mundo estaba enfermo, la vida era difícil de soportar, y ved que aquí parece brotar una fuente, aquí parece oírse la llamada de un mensajero llena de consuelo, dulce, llena de nobles promesas. Por todas partes donde resonaba el rumor de Buda, por toda la India, escuchaban los jóvenes, sentían añoranza, alentaban esperanzas, y entre los hijos de los brahmanes de las ciudades y aldeas cualquier