Morbus Dei: Bajo el signo des Aries. Matthias Bauer

Morbus Dei: Bajo el signo des Aries - Matthias  Bauer


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que la noche anterior había estado a punto de desgarrarlo en Deutsch-Altenburg se había transformado en ansia. Sin embargo, esa desazón se fue debilitando a medida que recorrían millas y ahora casi había cedido paso a una serenidad inesperada. Johann sabía que estaba en el buen camino. Sabía que volvería a tener a Elisabeth en sus brazos al cabo de pocos días.

      Y cuanto más la añoraba, más le costaba imaginarse cómo podía soportar el prusiano la pérdida de Josefa.

      –¿Acaso no tengo razón, Johann? – preguntó el prusiano.

      Johann volvió a la realidad.

      – Pues claro – contestó, sin saber a qué se refería.

      – Ya veremos si eres tan bueno – dijo Hans, que sacó una baraja de cartas manoseadas y la colocó ruidosamente sobre la mesa—. ¡Jugamos al Sesenta y seis, caballeros! El que pierda la mano paga un kreuzer[2] y, cuando tengamos suficientes, pedimos otra ronda.

      Johann se levantó.

      – Yo me voy a dormir.

      El prusiano lo agarró del brazo:

      – Vamos, el que cabalga como un húsar también puede perder un par de manos, ¿no?

      Johann suspiró.

      Y volvió a sentarse con sus camaradas.

      XII

      Un trueno arrancó a Elisabeth de un sueño sin pesadillas. Somnolienta, miró a su alrededor. Los demás prisioneros también estaban tendidos sobre el heno medio podrido, algunos acurrucados muy juntos. Un suave ronquido era lo único que se oía en la oscuridad, iluminada tan sólo por unas lámparas de aceite colgadas del techo. Justo las necesarias para que los guardias pudieran comprobar que todo seguía en orden cuando hacían la ronda.

      Sobre el tejado del establo en ruinas empezaron a caer las primeras gotas de lluvia, pocas y aisladas al principio, pero cada vez más intensas. Y crearon una melodía que recordaba el sonido de las canicas de barro al golpear contra un suelo de piedra.

      Elisabeth se incorporó y miró por una rendija de la pared de tablas. Vio la silueta negra de un mercenario que montaba guardia. El hombre murmuró una maldición, se subió el cuello del abrigo y se caló el sombrero.

      Johann aún no había llegado.

      Confía en él.

      ¿Y si le había ocurrido algo?

      Imposible.

      ¿Y si no llegaba nunca?

      Elisabeth apretó la mano contra la rendija. Cuanto más se desesperaba, más fuerte apretaba, hasta que un dolor punzante acabó con aquella espiral de dudas y miedo. Apartó instintivamente la mano, se había clavado una astilla en el pulgar.

      Se la extrajo con cuidado y se chupó el dedo. El sabor a hierro de la sangre desvió sus pensamientos hacia su propio cuerpo. Y hacia la responsabilidad que llevaba dentro.

      Hacia lo único que en aquel momento le quedaba de Johann.

      ¿Tal vez había llegado la hora de esperar menos y actuar más?

      Volvió a mirar por la rendija. La lluvia era cada vez más intensa y cubría la noche con un manto nebuloso.

      – Me encanta la lluvia. – Una voz masculina arrancó a Elisabeth de sus pensamientos.

      La joven se sobresaltó como si la hubieran sorprendido mirando algo prohibido.

      – No quería asustarte – dijo Alain, al tiempo que se sentaba a su lado.

      – Y no lo has hecho – respondió ella con brusquedad.

      – El mundo se renueva con la lluvia; y nada es como antes. Todo es más intenso: los colores, los olores. La vida.

      – Con la condición de que se tenga libertad para disfrutar de esos cambios – dijo Elisabeth.

      – Sí, con esa condición – repitió Alain, pensativo.

      –¿Adónde? – preguntó Elisabeth en voz baja, y se acercó a Alain, cuyo rostro iluminaba débilmente una lámpara de aceite.

      –¿Adónde qué?

      –¿Adónde nos llevan?

      – No lo sé. Sólo nos dijeron que os escoltaríamos hacia al sur – contestó Alain.

      Elisabeth le creyó.

      – Pero tú ya no eres uno de ellos – le susurró—. Ahora eres uno de nosotros. Lo que nos ocurra a nosotros, te ocurrirá a ti también.

      – Pero aún soy francés… – Alain se interrumpió, acababa de comprender que la frase era ridícula.

      – Como si fueras el rey de Francia. Tienes la enfermedad y eres como nosotros.

      Alain bajó la mirada.

      – Y como tal – continuó Elisabeth—, compartirás nuestro destino.

      – Si quisieran mataros…, «matarnos», ya lo habrían hecho.

      – Puede que tengas razón. Pero hay cosas peores que la muerte.

      Alain calló.

      Elisabeth esperó, pero el mercenario no había picado el anzuelo.

      Ponle otro cebo.

      – Piensa que pronto sabrás lo que significa tener esta enfermedad…

      –¿A qué te refieres?

      – El sol te quemará la piel blanca y las ramificaciones negras se extenderán por todo tu cuerpo, quizá también por la cara. Es posible que soportes la luz del día, pero también es posible que sólo puedas salir al amparo de la noche. La gente te evitará, en el mejor de los casos, pero probablemente te echarán de malos modos o incluso irán a por ti, porque no entenderán tu condición. Y algún día te…

      – Ya basta – la interrumpió Alain—, puedo imaginarlo. Pero tú no pareces tan afectada como pronosticas.

      – La enfermedad no se manifiesta del mismo modo en todos los infectados, aunque no sé por qué. Lo único que sé es que no pienso doblegarme.

      –¿Y qué vas a hacer? La desobediencia…

      – Sólo se puede culpar de desobediencia a los que están obligados a obedecer – susurró Elisabeth, saboreando su triunfo. El muchacho había picado el anzuelo—. Nosotros somos prisioneros. Y los prisioneros no le deben obediencia a nadie, salvo a sí mismos.

      –¿Quieres huir? – preguntó Alain.

      – No, no quiero – replicó ella—. Tengo que hacerlo.

      XIII

      – Lo juro ante Dios Todopoderoso.

      El teniente Wolff levantó la mano de la Biblia, un ejemplar con cubiertas de cuero bellamente ornadas.

      El edecán de Sovino se apresuró a retirar el libro sagrado, como si tuviera miedo de que pudiera ensuciarse, y volvió a envolverlo en terciopelo rojo.

      – Que Dios os bendiga – dijo Antonio Sovino, al tiempo que le hacía la señal de la cruz.

      Estaban en el revellín, delante de la Kärntnertor, la puerta que unía el glacis con la muralla. La Guardia Negra formaba en semicírculo detrás de Sovino y su edecán, y trece jinetes montados en corceles blancos andaluces esperaban detrás de Wolff. Todos eran hombres aguerridos, que el teniente había seleccionado cuidadosamente. Vestían guerreras de color gris claro y sólo llevaban el equipo imprescindible. Cada uno de ellos iba armado con un sable y un mosquetón de chispa.

      – Que Dios os proteja en el camino de la perversión que hay en el mundo – le dijo Sovino a Wolff.

      – Bueno, si me bendice uno de sus siervos más fieles… – respondió secamente el teniente.

      Sovino vaciló un instante, luego sonrió y dio un paso


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<p>2</p>

Moneda de uso legal en los estados alemanes del sur, Austria y Suiza antes de la unificación de Alemania. Setenta y dos kreuzer constituían un florín de oro (N de la T).