Morbus Dei: Bajo el signo des Aries. Matthias Bauer
dio media vuelta y se dirigió hacia la Kärntnertor con sus hombres.
El teniente los siguió con la mirada; luego contempló la sólida fortificación que protegía la ciudad de Viena. Una sensación de angustia se adueñó de él, como si aquélla fuera la última vez que vería su ciudad natal. Y a sus amantes.
Carraspeó para quitarse de la cabeza esos pensamientos y subió a su caballo blanco.
–¡Dios con nosotros! – gritó a sus hombres, y cruzó al galope el puente que se extendía sobre el glacis.
Sus hombres lo siguieron.
XIV
Desde que partieron al despuntar el día, Johann se esforzaba por dejar que fuera su montura la que determinara la velocidad de la marcha. Era consciente de que el día anterior se había excedido. Si uno de los caballos se desplomaba, les costaría mucho sustituirlo. No por el precio, puesto que el conde Von Binden les había entregado una generosa suma, sino por la falta de oferta.
Ya habían dejado atrás las localidades de Gottendorf, Rohrau y Prukh. Ese día habían cabalgado por campos y bosques, sin encontrar una sola ciudad en millas. Además, el suelo reblandecido dificultaba el avance, la tormenta del día anterior no se había alejado hasta pasada la medianoche.
Al llegar a Traskirch preguntaron por primera vez por la caravana, pero no obtuvieron resultados. Cada vez que alguien negaba con la cabeza o se encogía de hombros, la inquietud de Johann aumentaba. ¿Habría confiado Von Binden en un inútil que no le había contado más que mentiras? ¿Y si Gamelin había tomado el camino de Santiago en dirección a Salzburgo y cada vez estaba más lejos?
El corazón le latía con fuerza.
¿Y si habían descubierto al francés y la población local había cortado con él por lo sano? ¿Y con los enfermos? Y, aunque no hubiera ocurrido nada de eso, ¿sobreviviría Elisabeth la tortura del viaje?
Los bufidos de su caballo lo devolvieron a la realidad. Miró hacia delante. El camino desembocaba en una carretera ancha que conducía hacia el sur.
El camino de Santiago.
Cuando llegaron, Johann y sus compañeros espolearon a los caballos y cabalgaron hacia el sol del mediodía.
Johann no daba crédito a sus oídos. Se inclinó desde el caballo y miró al viejo aldeano a los ojos como si quisiera escrutarle el alma.
– Así que en los últimos días no ha pasado ninguna caravana por aquí —dijo con prudencia—. ¿Estás completamente seguro?
El campesino asintió con la cabeza y dirigió una mirada huraña a la granja calcinada, en cuyas puertas aún se veían desdibujadas unas cruces de San Andrés trazadas con cal.
El abad Bernardin solía decir que la verdad no podía comprarse, pero que a veces era posible sacarla de su escondite con una moneda.
Johann sacó un florín de la faltriquera y jugueteó con él entre los dedos. La mirada del aldeano se iluminó como si se le hubiera aparecido la Virgen. Se llevó la mano a la nariz, se la limpió en el pantalón y luego se la pasó por el pelo revuelto.
– Ahora que lo decís, señor – dijo con seguridad, mientras se erguía tanto como le permitía la espalda, maltratada por el trabajo de labranza—, es verdad que pasaron unos carros por aquí. Eran tres, si no recuerdo mal. Dos estaban cubiertos por un toldo y en el otro transportaban provisiones. En cabeza iba un elegante carruaje negro. Qué suerte para vos que me haya acordado, ¿verdad? – El aldeano alargó temerosamente una mano hacia Johann.
– Sí, ha sido una suerte para los dos. – Johann se tragó el rencor que sentía contra aquel labrador ambicioso y se esforzó por ocultar la alegría por la buena noticia; de otro modo, aún le costaría más dinero.
Sacó otro florín de la faltriquera. El campesino estiró la mano para cogerla, pero Johann la puso fuera de su alcance y arqueó una ceja.
– Hace tres días, señor – añadió el aldeano—, cuatro como mucho. Pasaron la noche en esa granja marcada por la peste y salieron al romper el alba. En esa dirección. – El hombre señaló hacia el sur y volvió a estirar la mano.
Johann le puso el florín en la palma cuarteada. Un albañil tenía que trabajar cuatro días para ganar ese dinero.
– Dios os lo pague – murmuró el aldeano, que dio un paso atrás y bajó la cabeza como si se dispusiera a rezar una oración para que tuviera un buen viaje.
Johann silbó en dirección a sus amigos. El prusiano, Hans y Karl, y también Markus, no estaban muy lejos y se acercaron al trote. Johann les hizo una señal afirmativa con la cabeza.
– Los tenemos – dijo, señalando la dirección que le había indicado el campesino.
–¿Y a qué esperamos? – dijo Hans, y espoleó a su caballo.
XV
La jaula humana sufría más sacudidas que en los últimos días. «O el camino ha empeorado mucho o hemos tomado otra ruta», pensó Elisabeth. Y puesto que, por lo que podía ver a través de un pequeño desgarro en el toldo, la vegetación por la que avanzaban cada vez más lentamente era mucho más tupida, tenía que ser lo segundo.
Eso significaba que a Johann le costaría aún más encontrarla.
Elisabeth no había pronunciado una sola palabra en todo el día. Estaba demasiado tensa, se esforzaba por poner en orden sus pensamientos y atar cabos sueltos. Pero, a medida que pasaban las horas, cada vez quedaban menos.
Y ahora, al ver tantos árboles y arbustos tupidos, supo lo que tenía que hacer.
Miró a Alain, que dormitaba a su lado.
–¿Alain? – susurró.
No recibió respuesta.
Elisabeth le dio un codazo sin contemplaciones.
– Alain, ¿estás despierto?
– Ahora sí. —El mercenario francés abrió los ojos, somnoliento, y su semblante se ensombreció al darse cuenta de donde estaba—. ¿Ya hemos llegado a Versalles?
–¿Cómo dices? – Elisabeth no lo entendió.
–¿Qué quieres?
–¿Qué llevas en la bolsa de cuero? – le preguntó en voz muy baja, al tiempo que le señalaba el cinturón, que apenas se distinguía en la oscuridad.
Alain no dijo nada.
– En la bolsa de cuero – repitió Elisabeth—. ¿Qué llevas ahí dentro?
Alain se miró el cinturón y palpó la bolsa que colgaba de él.
– Pedernal y yesca. ¿Por qué?
Elisabeth sonrió, pero no respondió a su pregunta.
– En el carro de las provisiones, ¿hay barriles de pólvora?
Alain no sabía adónde quería ir a parar Elisabeth, pero tenía muy claro que no cejaría hasta el final.
– Pues claro que hay barriles de pólvora – susurró—. Son los pequeños, los que van tapados con cuero. Siempre son los primeros que descargan y los últimos que cargan. – Alain cerró los ojos con la esperanza de que Elisabeth lo dejara tranquilo.
–¿Y las lámparas de aceite que cuelgan de noche para vigilarnos?
– También las llevan en el carromato – suspiró Alain.
– Muy bien. Ya podemos intentarlo.
Alain mostró su acuerdo con un gruñido.
Al cabo de un instante, abrió los ojos.
–¿Qué es lo que podemos intentar?
– Esta noche te lo cuento – susurró Elisabeth en tono de misterio.
El valle era cada vez más estrecho, las pendientes más inclinadas y las rocas más escarpadas. El sol se esforzaba