Morbus Dei: Bajo el signo des Aries. Matthias Bauer
cómo lo resiste el caballo de Markus.
Todos volvieron la cabeza y vieron la sonrisa de pillo del gigante, que los seguía al trote a lomos de un caballo que parecía avanzar sin esfuerzo.
– Tienes razón – respondió Johann, que buscó con la mirada un sitio para descansar—. A mí también me iría bien un buen trago de vino y algo de comer.
Hans se les acercó.
– Y no lo olvidéis: dos partidas más del Sesenta y seis y acabamos la ronda. ¿No es así, mi teniente? – dijo, desafiando con la mirada al prusiano.
– Hoy voy a dar tal paliza que creerás que tienes la peste bubónica, muchacho – gruñó el prusiano.
– No habléis de la peste, que empieza a picarme todo – dijo Karl, al tiempo que se rascaba el brazo.
– Yo probaría con agua – le aconsejó Hans muy serio—. Eso es mugre, amigo mío, no la peste.
Los hombres se rieron con ganas y olvidaron por un momento el motivo de su viaje.
Al poco rato divisaron a lo lejos un edificio bajo, con tejado de caña y un cartel destartalado en el que habían pintado una jarra de vino.
–¡Hora de comer! – exclamó contento Karl, y espoleó al caballo.
Poco después, un grupo de unos doce hombres, uniformados con casacas de vuelta, cuello y solapa amarilla, pasaba por delante de la posada.
XIX
Crónica del mercado de Melk
Anno Dómini de 1704
In nomine SS. Trinitatis
Desde que acabó el invierno, los trabajos que el arquitecto Jakob Prandtauer dirige en el monasterio avanzan a buen paso, según informa nuestro ilustre abad Berthold Dietmayr. Dentro de unos años se habrá hecho realidad el sueño de que, una vez concluida la obra, el convento se verá desde muy lejos, y saludará e impresionará a peregrinos, ciudadanos y caminantes.
Estos días hemos recibido visitas ilustres. Antonio Maria Sovino, el enviado del Santo Padre de Roma, y su Guardia Negra se han alojado en nuestra humilde morada, donde les hemos ofrecido cama y comida.
Durante los días que duró su estancia, no faltaron las súplicas de nuestros ciudadanos, puesto que todos estaban autorizados a presentar ruegos. Gracias a la apertura de nuestros tiempos, los representantes de Roma hicieron oídos sordos a la envidia y la malevolencia. De ese modo quedó demostrado que los métodos que se practican hoy en día difieren de los empleados durante la Inquisición.
Lamentablemente, el padre Sovino fue testigo de una terrible tragedia cuando la granja de una familia de protestantes, los Werner Schramb, fue pasto de las llamas junto con la casa de la servidumbre y los establos, y todos perecieron. El incendio se desató anteayer, después de la medianoche, y todavía ilumina el cielo.
El padre Sovino pudo al menos celebrar una misa por el descanso eterno de sus almas.
XX
Desde que la caravana partió al amanecer, un viento muy fuerte azotaba los toldos y hacía que golpearan ruidosamente contra los barrotes de hierro de la jaula humana. La temperatura había bajado y unas nubes de tormenta tapaban el sol. Elisabeth se protegía el vientre instintivamente con las manos, mientras miraba fuera por un desgarro abierto en el toldo y observaba cómo se agitaban las ramas de los abetos.
La belleza del paisaje, de la que había disfrutado en los últimos días, puesto que la distraía de la desolación de su cautiverio, se transformó de repente en una amenaza.
Los mercenarios se echaron sobre los hombros un manto de cuero basto, que les llegaba hasta las caderas y protegía las armas, y se ataron bien el sombrero debajo de la barbilla.
– Me apunto – susurró Alain.
Elisabeth lo miró.
–¿Estás seguro? ¿Crees que lo conseguiremos?
– No.
– Yo tampoco. Pero lo intentaremos de todos modos.
En ese preciso momento, un rayo deslumbrante rasgó las nubes de tormenta, y al poco se oyó un trueno estremecedor. En la jaula humana, los niños se asustaron y se echaron a llorar. Las madres los abrazaron.
Luego, la lluvia descargó con tanta fuerza que dio la impresión de que Dios había enviado un segundo diluvio a la Tierra. En el suelo cubierto de paja se formaron regueros de agua y Elisabeth se subió el vestido para que no se le mojara.
Sin embargo, el ruido que provocaba el azote de la lluvia ofreció a los prisioneros la posibilidad de hablar en voz baja, cosa que normalmente les impedían los guardias golpeando los barrotes en cuanto los oían. Por un momento, Elisabeth creyó que volverían a ser ellos mismos, a preocuparse por el prójimo. Pero las conversaciones pronto se extinguieron y todos se rindieron de nuevo a la monotonía de la marcha.
–¿También llueve así en tu tierra? – le preguntó a Alain.
– Sí, el clima de Châteaudun es muy parecido al de aquí. —El muchacho francés se quedó callado un momento y, cuando volvió a hablar, su voz estaba cargada de añoranza—. Pero no hay nada más hermoso que el momento en que, cuando acaba la tormenta, los primeros rayos de sol iluminan los ripios azules de nuestro château.
–¿Un château?
– Un gran palacio – le aclaró Alain con orgullo— que se alza sobre una roca y desde allí vigila el valle del Loira. Hará unos veinte años, el rey Luis XIV pasó una temporada en él. Y no era la primera vez.
– Vaya – replicó Elisabeth, no muy impresionada.
– Parece que no te impone mucho respeto la autoridad – dijo Alain, molesto.
– Como mi amiga Josefa dijo un día, los reyes también se sientan para hacer aguas mayores.
Esa respuesta sorprendió tanto a Alain que le dio un ataque de tos. Los dos callaron unos instantes.
– En cierto modo, tienes razón – dijo finalmente Alain—. Pero el respeto por la autoridad es la base de la civilización.
– A mí me enseñaron a respetar a todo el mundo, fuera a pie o a caballo – dijo Elisabeth, bajando la voz—. Y a ayudar a los necesitados.
Los recuerdos se agolparon en su mente.
Alguien llamaba a la puerta.
Una discusión en casa.
Un extraño tendido en la nieve, más muerto que vivo.
Johann.
Días cuidándolo.
Noches velándolo.
La perseverancia de un anciano.
Abuelo.
Y la desgracia que se precipitó como una avalancha sobre ella y el pueblo, y sepultó todo lo que le importaba.
Una desgracia que ella sembró después en Viena. Recordó los días en el distrito en cuarentena, a los enfermos y también los gritos roncos de los rabiosos en los sótanos, que se oían por todas partes y no cesaban nunca. Recordó a hombres, mujeres y niños tapados con mantos, algunos salían de día, otros sólo de noche. Y recordó las horas terribles en las que murió Josefa y los soldados limpiaron el barrio.
Le pareció oír las palabras de la mujer que apareció como un fantasma en la niebla, con su hijo en brazos.
¿No lo oís? Los soldados nos arrean como al ganado.
¿Dónde están?
Por todas partes.
Luego, la huida al muelle, la última imagen, siempre la misma, el carruaje con puertas negras que se abrían y se la tragaban, que la separaban de Johann y de su dicha.
Johann.
Los ojos se le llenaron