Revolución y guerra. Tulio Halperin Donghi

Revolución y guerra - Tulio Halperin Donghi


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región de prosperidad más antigua, donde los negros han sido buscados desde el siglo XV para colmar el vacío demográfico provocado por el derrumbe de la población indígena, asistimos a un momento más avanzado del proceso que sólo ha comenzado a vivirse en el Litoral. En uno y otro sector es evidente que la existencia de la esclavitud no es suficiente para arrinconar a los africanos en los niveles sociales y de actividad a los cuales fueron destinados.

      No por eso ingresan los negros, mediante la emancipación, a una sociedad abierta a nuevos ascensos. Por el contrario, una vez libres son incorporados a una estructura social que se juzga, de acuerdo con la expresión llena de sentido que se aplicaba a sí misma, dividida en castas… Por una parte estaban los españoles, descendientes de la sangre pura de los conquistadores; por otra los indios, descendientes de los pobladores prehispánicos. Los unos y los otros se hallaban exentos por derecho de las limitaciones a que estaban sometidas las demás castas (aunque su estatuto jurídico era diferente, ya que los españoles no pagaban el tributo, del que en la metrópoli sólo se eximían los nobles, y su situación real lo era aún más). El resto (negros libres, mestizos, mulatos, zambos, clasificados en infinitas gradaciones por una conciencia colectiva cada vez más sensible a las diferencias de sangre, que llegó a distinguir no menos de treinta y dos grados intermedios entre la sangre española y la indígena) vive sometido a limitaciones jurídicas de gravedad variable; en escuelas, conventos, cuerpos militares, la diferenciación de casta se hace sentir duramente: los descendientes de los conquistadores entienden pertinente reservarse los oficios de República.

      Esta se confundía con la condición de hidalgo. Fundamentalmente en el campo jurídico hemos visto ya cómo todos los españoles de Indias estaban exentos del tributo, y esa exención era en la metrópoli el signo mismo de la hidalguía; del mismo modo que en Vizcaya, en las Indias se creyó posible deducir que todos los eximidos eran en efecto de condición hidalga. He aquí un aspecto de lo que se ha llamado la democratización de la sociedad española en Indias (otro es la extrema popularización, y aun desvalorización del título de don). Pero esa democratización es ambigua: crea un sector socialmente alto más extenso que el de la metrópoli, pero no disminuye la distancia social entre este sector y los restantes. En Hispanoamérica, con más éxito que en la metrópoli, una concepción de la nobleza apoyada sobre todo en la noción de pureza de sangre se contrapone a la que reserva la condición de nobles a un número de linajes cuyos miembros tienen en la economía y en la sociedad funciones precisas.

      Esta línea divisoria, teóricamente la más importante dentro de la sociedad virreinal, no parece amenazada por la presión ascendente de los que legalmente son considerados indios. Sin duda la división de las zonas rurales en pueblos de indios y de españoles –que se mantiene desde Jujuy hasta Córdoba y Cuyo–, aunque rica en consecuencias jurídicas, corresponde bastante mal a la repartición étnica de la población campesina; en casi todos los casos reproduce aún menos adecuadamente diferencias culturales: salvo en el extremo norte, los pueblos de indios, habitados por mestizos como sus vecinos los de españoles, conservan muy poco del legado prehispánico (el empleo corriente de lenguas indígenas –el quichua en Santiago del Estero, el guaraní en Corrientes y el norte de Entre Ríos– no debe engañar en cuanto a esto). De todos modos, la diferenciación se mantiene muy viva en la conciencia colectiva; varias décadas después de la supresión por la revolución de las diferencias de casta, el párroco de Santa María, en Catamarca, anota de modo casi clandestino, marginalmente y con lápiz, la casta a la que pertenecen los párvulos a los que bautiza; en La Rioja, en la segunda década revolucionaria, el viajero inglés French distingue escrupulosamente los pueblos de españoles y de indios que atraviesa; en la década del sesenta, en la misma Rioja, el caudillo federal Chumbita es considerado por todos como indio, como la mayor parte de sus secuaces, provenientes en efecto de los antiguos pueblos de indios del Famatina.

      Sin duda ya en el siglo XVIII la organización de los pueblos de indios ha entrado en crisis; dicha crisis ha dejado en los archivos huellas más perceptibles que la vivida por las zonas rurales del Interior pobladas por quienes eran legalmente españoles: aquí la presión transformadora se oponía a un régimen jurídico que intentaba mantener a las poblaciones indígenas semiaisladas dentro del sistema económico virreinal, conservarles –con intención en parte tutelar– una estructura comunitaria que correspondía también ella muy mal a las apetencias que el nacimiento de la nueva economía estaba logrando despertar aun en los rincones más apartados del virreinato.

      Pero


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