Revolución y guerra. Tulio Halperin Donghi
una superioridad económica y funcional. La ambigüedad de la situación se tornaba particularmente intensa en el Interior, donde la diferenciación de castas asumía una más firme vigencia independientemente de las diferencias económicas (en el Litoral servía sobre todo para justificar a estas). El grupo integrado por los nobles, los que se llamaban a sí mismos gente decente, incluía un vasto sector semiindigente que afectaba su prestigio, cuyo mantenimiento en situaciones decorosas era juzgado una necesidad social y tendía a ser asegurado por el poder público y los cuerpos eclesiásticos (por ejemplo, mediante la institución por los cabildos de dotes para que las niñas “pobres, pero decentes” pudiesen encontrar marido, mediante la exención por los conventos de dote para esas mismas niñas que prefiriesen la vida monástica, y aun mediante otros recursos menos evidentemente orientados hacia ese fin, que por otra parte iban a perdurar en la etapa independiente, como la asignación de puestos públicos a un nivel modesto y otros modos de caridad mal disimulada, como la distribución de beneficios de loterías).
Pero la suerte de los pobres decentes era particularmente dura. Por respeto a sí mismos los más prósperos de entre los nobles trataban de evitar que una excesiva indigencia empujara a aquellos a confundirse con las castas, pero no iban más allá; dentro de la gente decente se daba de este modo otra división no institucionalizada y basada en puras diferencias económicas: para defenderla cuando se la veía amenazada se recurría preferentemente a su identificación con la que separaba al grupo noble del vago océano de las castas; contra los pobres decentes que, superada su pobreza, aspiraban a otros signos de superioridad social, se esgrimía la falta de una auténtica pureza de sangre; esta acusación, frente a la cual en rigor era vulnerable casi todo el grupo jurídicamente español, se tornaba particularmente peligrosa para aquellos cuyo ascenso demasiado rápido provocaba irritaciones entre los ubicados desde más antiguo en el nivel superior. Incluso cuando las consecuencias jurídicas de la falta de pureza de sangre hayan desaparecido, la acusación seguirá esgrimiéndose: así en Tucumán contra el gobernador Heredia, que pese a pertenecer a uno de los más acaudalados linajes de la provincia será el indio Heredia; en Santiago del Estero contra los sucesores de los Taboada, cuya sangre africana es denunciada por los que permanecen adictos a los caudillos caídos.
En los tiempos coloniales estas acusaciones tenían consecuencias jurídicas que si bien en casi ningún caso llegaban a concretarse (la justicia solía poner toda su lentitud en resolver las impugnaciones sobre las declaratorias de nobleza) se veían suplidas por la resistencia de la gente decente, solidaria y agresiva contra las presiones de abajo. Los ejemplos son muy numerosos: muchachas mulatas de Córdoba, de familia rica, que son brutalmente castigadas por usar vestiduras demasiado suntuosas para su casta; alguna otra que se transforma en la piedra de escándalo de su convento, en Buenos Aires; sus hermanas de religión se dividen en bandos, entre quienes quieren conservarla y las que –denunciando una impureza de sangre por otra parte discutible– exigen su expulsión; aspirantes a estudiantes de la universidad cordobesa amenazados de exclusión por ese mismo motivo…[39]
A pesar de esa barrera interna, la solidaridad de la gente decente en el Interior es muy intensa; aun los marginales dentro del grupo mantienen frente a él una solidaridad que el rencor hace intermitente pero no logra quebrar: el más ilustre de los hijos del grupo de pobres decentes, el sanjuanino Sarmiento, arrastrará durante toda su vida, a lo largo de una carrera que culminará en la presidencia de la nueva república, la ambigüedad de sus reacciones frente a quienes sólo a medias lo reconocen como suyo, cuyos defectos no ignora, a los que aborrece, a los que a pesar de todo sigue considerando como indicados para gobernar su provincia y el país entero.
Aun dejando de lado su franja pobre, la gente decente formaba un grupo escasamente homogéneo; cerrado –por lo menos en la intención– a las presiones ascendentes, se muestra en cambio muy abierto a nuevas incorporaciones de peninsulares y aun de extranjeros, que cumplían por hipótesis el requisito de pureza de sangre y, por otra parte, se ubicaban desde su llegada por encima del sector indigente. Esta apertura merece ser subrayada; hemos visto ya cómo, incluso en Salta –probablemente desde el siglo XVII la región del Interior en que se daba una clase alta más poderosa– la composición de esta varió radicalmente en la segunda mitad del siglo siguiente con la incorporación masiva de burócratas y comerciantes llegados de la Península, cómo algunos de estos últimos comenzaron su trayectoria salteña siendo empleados de la administración regia. Aun aquí, donde la hegemonía de la gente decente tiene fuertes bases económicas locales, su dependencia del sistema administrativo virreinal es visible; en otras zonas menos prósperas del Interior el monopolio de los oficios de república tiene un papel todavía más importante en el mantenimiento de esa hegemonía. Consecuencia necesaria: la hegemonía de la gente decente, allí donde sus bases económicas locales son endebles, depende sobre todo de la solidez del orden administrativo heredado de la colonia; no es de extrañar que resista mal a las crisis revolucionarias. Otra consecuencia: el signo divisorio entre las clases, superpuesto al que proporcionan las diferencias de sangre, está dado menos por la riqueza que por la instrucción. Es peligroso aplicar al Interior argentino en la primera etapa independiente esa clave interpretativa válida sin duda para la Europa del siglo XIX, que traduce la exigencia de mantener el poder político en manos de los más ilustrados en la pretensión de reservarlo a los ricos; en ese Interior en que la vieja riqueza ha sido desde el comienzo escasa, en que la revolución y el comercio libre golpean duramente las estructuras económicas heredadas, en que los sectores llamados a una nueva prosperidad suelen ser abrumadoramente rústicos, en que el poder político sigue al militar y este se afinca en las milicias rurales, en ese Interior la exigencia de una vida política dominada por los instruidos es más bien una nueva formulación de las pretensiones de esa gente decente asegurada en su hegemonía en tiempos coloniales por la existencia de un aparato administrativo y eclesiástico de bases más que locales, y deseosa de volver a ella luego de las tormentas revolucionarias.
Pero esa divergencia entre las jerarquías sociales heredadas y las diferencias económicas vigentes sólo se afirmará de modo decisivo luego de la revolución; antes de 1810, si bien no es posible identificar al grupo de la gente decente con el sector económicamente dominante, este tiene el predominio dentro de aquel. En este grupo hegemónico –minoría dentro de esa minoría que es la gente decente– las raíces locales del poder y las derivadas de su vinculación con el aparato administrativo y eclesiástico se complementan en grado variable, según lugares y situaciones: hemos visto ya cómo en Salta (y del mismo modo en Córdoba, donde sin embargo el aumento de gravitación aportado por el monopolio de los oficios de república es más decisivo) la base del poderío de este sector se encuentra en la tierra (gran propiedad en la entera campaña de Salta; estancias grandes del norte de Córdoba); en Cuyo, en Tucumán, sin que este elemento deje de gravitar, es fundamentalmente la riqueza comercial la que se complementa con la participación en el poder administrativo local. Esta última no sólo concede prestigio, no sólo da una consagración visible a las preeminencias que la riqueza otorga; facilita su acrecentamiento, y la corrupción, multiplicada por las dificultades de controlar desde tan lejos el funcionamiento del aparato administrativo, deja de ser un rasgo anecdótico y exige ser considerada en un plano no exclusivamente moral: sin duda ha facilitado a la vez el enriquecimiento de los funcionarios peninsulares, y su rápida incorporación a los sectores localmente dominantes, con los que debía entrar de inmediato en un complejo juego de complicidades.
También para los preeminentes lugareños la participación en el aparato administrativo concede sus ventajas. Cuando, desde fines del siglo XVIII, el Interior es invadido por esa misma actitud más impaciente en la búsqueda de la riqueza –que en el Litoral se manifiesta en aventureras empresas comerciales y especulativas–, esa ansiedad se satisface de modo diferente, mostrando perfectamente hasta qué punto es aquí decisiva la participación en el poder político-administrativo. Los papeles del consulado están llenos de testimonios de esa nueva actitud y sus curiosas consecuencias, sobre todo a través de las lamentaciones de sus víctimas. Pongamos algunos ejemplos: en Salta, es una familia vieja e ilustre –los Saravia– la que propone dotar a la ciudad de una fuente; la generosa oferta esconde mal una segunda intención: a cambio de ello debe concedérsele el monopolio de introducción de coca altoperuana. Los mercaderes de Salta apoyan la solicitud,