Revolución y guerra. Tulio Halperin Donghi
que no podrían hacerse oír en la diputación local del consulado.[40] En Tucumán, son dos prósperos comerciantes –Huergo y Monteagudo– quienes han asentado con el cabildo (sobre cuyos miembros tienen sólido ascendiente) la percepción del impuesto de sisa sobre los aguardientes importados de las comarcas andinas; la diestra utilización de las ventajas que esta situación les confiere frente a los demás importadores –juntamente, si hemos de creer a los denunciantes, con un empleo adecuado de la intimidación– les permite monopolizar no sólo la importación sino también la venta del licor, abriendo tienda propia y arruinando a los pequeños tenderos que no pueden mantenerse contra quienes debieran ser sus proveedores.[41] En San Juan, el camino buscado por el fiel ejecutor Pedro del Carril es más decididamente expoliatorio: fija a su voluntad impuestos a los comerciantes rivales; instalado en el cargo desde 1792 lo renuncia en 1804 en su cuñado Francisco de la Rosa; también el diputado del consulado, José Godoy Oro, es su cuñado y –al decir de sus adversarios– lo favorece.[42]
Estos episodios no son una cosa nueva en la historia de las Indias españolas: la inventiva desplegada para acrecentar provechos abusando de la propia posición jurídica y social fue en ellas desde muy temprano uno de los rasgos más alarmantes de los grupos hegemónicos. También está muy cercana a la situación tradicional la importancia decisiva que la utilización del poder político tiene en estos planes de rápido enriquecimiento mediante métodos más afines a la rapiña que a la especulación. Estos rasgos arcaicos corresponden muy bien al carácter menos dinámico que la realidad del Interior revela cada vez más claramente en ese fin de siglo. En el Litoral, por el contrario, ya antes de la revolución las innovaciones económicas comienzan a cambiar lentamente los datos de las relaciones sociales.
Se ha señalado ya una de las razones por las cuales la división entre españoles y castas no tenía en el Litoral la relevancia que conservaba en el Interior: aquí los españoles conformaban la mayoría de la población, los indios faltaban casi por completo (por lo menos en las ciudades) y casi todos los africanos estaban separados del resto por el régimen de esclavitud. Aun faltando –o funcionando muy defectuosamente– la división según castas, la sociedad urbana del Litoral se diferencia menos de lo que cabría esperar de la del Interior: encontramos también en ella un sector alto de dignatarios y grandes comerciantes, muy ligados por otra parte entre sí; hallamos sectores intermedios igualmente vinculados a la vida administrativa y mercantil en situación dependiente… Hasta aquí el esquema repite el vigente en más de un centro urbano del Interior. La diferenciación comienza a ser sensible –por lo menos para la más importante de las ciudades del Litoral, Buenos Aires– a través de la incidencia numérica de ese sector dependiente, que excede en mucho lo habitual en el Interior. Otra diferencia, también sensible sobre todo en Buenos Aires, está dada por la presencia de un abundante sector medio independiente formado por artesanos. En este aspecto la diferencia no sólo está dada por la mayor gravitación numérica: también la situación del grupo artesanal dentro de la sociedad urbana es distinta que en el Interior. En esta última región el artesanado no produce sino en mínima parte para el mercado local; sus actividades, orientadas hacia un mercado consumidor más amplio, se concentran en una gama relativamente reducida de productos, y dependen en mayor medida que en Buenos Aires de la benevolencia de los comercializadores: estos, que controlan el acceso a los mercados remotos, hacen además adelantos que son imprescindibles para cerrar el hiato entre la producción y la adquisición por el consumidor. Por una y otra vía la independencia de este sector artesanal es duramente cercenada. En Buenos Aires –gracias a la existencia de un mercado local más vasto y de exigencias más diferenciadas– el sector artesanal puede subsistir mediante el contacto directo con su público consumidor; no sólo es entonces más amplio que cuanto se conoce en el Interior, su independencia es también menos ilusoria.
Igualmente es mayor la complejidad real de los sectores altos: sin duda los caracteres cada vez más especulativos que la coyuntura impone al comercio en Buenos Aires exigen la benevolencia del poder político; esta benevolencia, en algunos casos debida a afinidades de origen muy variado, en otros comprada directamente, no implica que los lazos entre sectores económicamente dominantes y altas dignidades administrativas deban alcanzar intensidad comparable a los conocidos en las ciudades del Interior. Beneficiado a partir de 1777 de la política general de la corona, el alto comercio de Buenos Aires necesita menos que el del Interior ese complemento de poder que el ejercicio directo del poder político-administrativo aporta.
La alta clase comercial porteña encuentra un modo de afirmar su presencia en otro plano menos dependiente de la estructura administrativa: los hijos de los comerciantes ricos se vuelcan a las carreras liberales con una frecuencia ya señalada como rasgo notable por los observadores contemporáneos,[43] y en primer término a las del foro: las remotas Charcas y Santiago de Chile, después la más cercana Córdoba, acogen a esos hijos de familia deseosos no sólo de acrecentar la riqueza heredada; alguno de ellos destinado luego a larga nombradía –Manuel Belgrano– completará esos estudios indianos con otros en Salamanca.
Pero las borlas doctorales no sólo atraen a los hijos de las clases altas; también los de los grupos intermedios aspiran a ellas, como un instrumento muy eficaz de ascenso; en la Buenos Aires de los últimos tiempos virreinales la posesión de un título académico se ha transformado en el signo acaso más indiscutido de la incorporación a los grupos dirigentes. Reveladora de esta estimación es la manera despectiva que un letrado surgido de una familia de modestos funcionarios de la corona, Mariano Moreno, cree posible utilizar para referirse a Bernardino Rivadavia que, por su parte, es hijo de uno de los hombres más ricos de Buenos Aires por cuyo influjo comienza ya a ocupar un lugar entre los dignatarios del cabildo, pero que no es doctor…
Resulta también original en Buenos Aires la estructura de los sectores bajos: la proporción de esclavos entre los que se dedican a las actividades propias de ese sector es abrumadoramente alta. La gravitación de la esclavitud se hace sentir también sobre los sectores medios artesanales; pone en constante crisis a la organización gremial, que ya antes de la revolución pierde relevancia. La presencia de esa vasta masa esclava contribuye sin duda a mantener un sector marginal de blancos pobres y sin oficio; este rasgo, común a las ciudades del Litoral y del Interior, acaso es aún más acusado en las primeras. Pese a una más dinámica vida económica, las ciudades litorales aparecen ciertamente como menos capaces de asegurar trabajo para toda su población; en esta región marcada por el predominio de la ganadería la población urbana es, en términos relativos y absolutos, demasiado abundante; el hecho, bien conocido, es condenado por nuestros economistas ilustrados como un desperdicio de fuerza de trabajo y por observadores peninsulares igualmente sagaces como un peligro potencial para el orden político colonial.
En el Litoral, la población urbana no vinculada con la nueva economía de mercado no logra –tal como ocurre en el Interior– desarrollar actividades al margen de esta; es inútil buscar aquí por ejemplo tejeduría doméstica. La plebe sin oficio, consumidora en escala mínima, no es productora. El hecho es encontrado justamente alarmante, pero resulta difícil corregirlo. Al lado del desprestigio de las posiciones subalternas dentro de los oficios –identificadas con la mano de obra esclava– pesa la relativa facilidad de la vida, que permite subsistir de expedientes si se renuncia a satisfacer necesidades que no sean las elementales.
Esa abundancia de pobres ociosos –característica de Buenos Aires y de casi todos los centros urbanos del Litoral– se continúa en una mala vida relativamente densa, que se teme sobre todo podría ampliarse en tiempos de crisis: el temor a esa plebe urbana, por el momento más indisciplinada que levantisca, está detrás de más de una de las medidas precaucionales del cabildo. Esta plebe es ubicada al margen de la gente decente; esta línea de separación en el Litoral se aparta más resueltamente de la que opone los linajes europeos a los indígenas y africanos.
Si el sistema de casta funciona mal en el Litoral, las diferenciaciones sociales están sin embargo menos afectadas de lo que podría esperarse por los cambios económicos que comienzan; la sociedad urbana