El libro de las mil noches y una noche. Anonimo
Entonces su hermana, la joven Doniazada, que había oído toda aquella historia conteniendo la respiración, exclamó desde el sitio en que estaba acurrucada: "¡Oh hermana mía! ¡Cuán dulces, cuán gentiles y cuán deliciosas al paladar y sabrosas en su frescura son tus palabras! ¡Y cuán encantador es ese cuento, y cuán admirables sus versos!"
Y Schehrazada le sonrió, y le dijo: "¡Sí, hermana mía! ¿Pero qué es eso comparado con lo que os contaré la noche próxima, si aun estoy viva por merced de Alah y voluntad del rey?"
Y el rey Schahriar dijo para sí: "¡Por Alah!
No la mataré sin haber oído la continuación de su historia, que es una historia maravillosa y sorprendente, por todo extremo".
Después cogió a Schehrazada en brazos. Y pasaron el resto de la noche entrelazados hasta el día.
Luego de lo cual marchó el rey Schahriar a la sala de su justicia; y el diwán se llenó de la multitud y de los visires, emires, chambelanes, guardias y servidores de palacio. Y el gran visir llegó también, llevando debajo del brazo el sudario para su hija Schehrazada, a la cual creía ya muerta. Pero el rey nada le dijo sobre esto, y siguió juzgando, concediendo empleos, destituyendo, gobernando y despachando los asuntos pendientes, y así hasta el fin del día.
Después se levantó el diwán, y el rey entró en su palacio. Y el visir se quedó muy perplejo llegando al límite más extremo del asombro.
Pero cuando llegó la noche, el rey Schahriar fué a buscar a Schehrazada, y no dejó de hacer con ella su cosa acostumbrada.
PERO CUANDO LLEGO LA 112ª NOCHE
Y en cuanto se terminó la cosa, la joven Doniazada se levantó de la alfombra, y dijo a Schehrazada:
"¡Oh hermana mía! te ruego que sigas esa bella historia del hermoso príncipe Diadema y Aziz y Aziza, que al pie de los muros de Constantinia contaba el visir al rey Daul'makán".
Y Schehrazada sonriendo a su hermana Doniazada, le dijo: "¡La contaré de todo corazón y como homenaje debido! ¡Pero no sin que me lo permita este rey bien educado y dotado de buenos modales!"
Entonces el rey Schahriar, que no podía dormir por la impaciencia con que aguardaba el relato, contestó: "¡Puedes hablar!"
Y Schehrazada dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que el príncipe Diadema exclamó: "¡Oh Aziz! ¿Por qué ocultas esa tela?"
Y Aziz respondió:
"¡Oh señor! precisamente por esto no quería mostrarte mis mercancías. ¿Qué haré ahora?" Y lanzó un suspiro con toda su alma. Pero tanto insistió el príncipe Diadema, y tan afables eran sus palabras, que el joven Aziz acabó por decir:
"Sabe, ¡oh mi señor! que la historia de este doble pedazo de tela es bien extraña, y está llena de recuerdos muy dulces para mí.
Pues los encantos de aquellas que entregaron estas dos telas nunca se borrarán de mis ojos. La que me dió la primera tela se llamaba Aziza. ¡En cuanto a la otra, su nombre me es muy amargo de pronunciar en este momento! Porque fué ella con su propia mano la que me hizo lo que soy. Pero como ya he empezado a hablarte de estas cosas, voy a contarte los pormenores. Seguramente te encantarán, y servirán de lección a quienes los oigan con respeto".
Después el joven Aziz sacó el doble pedazo de tela que había ocultado bajo de la rodilla, y lo desdobló sobre la alfombra en donde estaban sentados. Y el príncipe Diadema vio que los dos pedazos eran distintos: en uno estaba bordado, con hilos de oro rojo e hilos de seda de todos colores, una gacela; y en el otro pedazo había también una gacela, pero bordada con hilo de plata, y llevaba al cuello un collar de oro rojo, del cual colgaban tres piedras de crisolito oriental.
Al ver estas gacelas, tan maravillosamente bordadas, exclamó el príncipe: "¡Gloria a Aquel que pone tanto arte en el alma de sus criaturas!"
Y después, dirigiéndose al hermoso joven, prosiguió:
"¡Oh Aziz! te ruego que me cuentes tu historia con Aziza y con la dueña de esta segunda gacela".
Y el hermoso Aziz dijo al príncipe:
"Sabe, ¡oh príncipe Diadema! que mi padre era uno entre los grandes mercaderes, y no tenía más hijos que yo. Pero yo tenía una prima que se había criado conmigo en casa de mi padre, porque el suyo había fallecido.
Pero antes de morir, mi tío había hecho prometer a mi padre y a mi madre que nos casarían cuando llegáramos a la edad conveniente. Así es que nos dejaban juntos; y de este modo llegamos a aficionarnos el uno al otro. Y de noche nos hacían dormir en la misma cama, sin separarnos un momento.
Claro es que nosotros no caímos entonces en los inconvenientes que pudiera tener todo aquello, aunque de todos modos, mi prima era más advertida que yo en tales asuntos, y más instruída y hasta más experta, pues lo conocí más adelante, al pensar en su manera de enlazarme con sus brazos y de apretar los muslos al dormirse junto a mí.
A todo eso, como acabábamos de cumplir la edad requerida, mi padre dijo a mi madre:
"Este año tenemos que casar a nuestro hijo Aziz con su prima Aziza". Y se puso de acuerdo con ella acerca del día en que se redactaría el contrato, y enseguida se puso a hacer los preparativos para la ceremonia; y fué a invitar a los parientes y amigos, diciéndoles: "El viernes próximo después de la oración, vamos a redactar el contrato de matrimonio de Aziz con Aziza". Y mi madre fué a avisar por su cuenta a todas las mujeres que conocía y a sus parientes. Y para recibir a los convidados como es debido, mi madre y las criadas de la casa lavaron cuidadosamente el salón, hicieron brillar los mármoles de su pavimento, y tendieron las alfombras, y adornaron las paredes con hermosas telas y con tapices labrados con oro, que guardaban encerrados en los arcones. En cuanto a mi padre, fué a encargar los pasteles y dulces, y dispuso con todo esmero las grandes bandejas para las bebidas. Y antes de la hora señalada para recibir a los convidados, me envió mi madre al hammam para que me bañase, y vino un esclavo detrás de mí con un traje nuevo, el mejor de entre los trajes nuevos que había de ponerme después de bañarme.
Fui, pues, al hammam, y terminado el baño, me puse el suntuoso traje consabido, que estaba tan poderosamente perfumado, que los transeúntes se detenían para saborear su aroma en el aire.
Y me dirigí hacia la mezquita para asistir a la plegaria que aquel día de viernes había de preceder a la ceremonia, pero por el camino me acordé de un amigo al cual se me había olvidado invitar. Y empecé a andar muy de prisa para no retrasarme, pero con la precipitación acabé por extraviarme por una callejuela que no conocía. Y como estaba humedecido de sudor por el baño caliente y por el traje nuevo, cuya tela era muy rígida, aproveché la frescura de la calleja para descansar en un banco empotrado en la pared. Antes de sentarme saqué del bolsillo un pañuelo bordado de oro, y lo extendí debajo de mí. Y el sudor seguía cayéndome de la frente, por lo muy intenso del calor; y como no tenía nada con que limpiármelo, pues el pañuelo estaba debajo de mí, lo sentí mucho, y este tormento activaba más todavía la transpiración. Y me disponía a levantar el faldón de mi traje nuevo para secarme los goterones que me surcaban las mejillas, cuando vi caer, ligero como la brisa, un pañuelo blanco de seda, cuyo perfume habría curado a un enfermo. Sólo con su vista se refrescó mi alma. Me apresuré a recogerlo, miré hacia arriba para ver de dónde habría caído, y mis ojos se encontraron con los ojos de una joven, la misma que había de darme esta primera gacela bordada. La ví…
En este momento de su narración,
Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 113ª NOCHE
Ella dijo:
La ví, sonriente, asomada en una ventana abierta en el piso alto. No intentaré pintarte su hermosura, porque mi lengua es demasiado torpe para ello. Sabe