Belarmino y Apolonio. Ramón Pérez de Ayala
Dios.
—Caprichos de mi padre, que era autor dramático y zapatero, o zapatero y autor dramático, según el orden de prelación que usted prefiera. Todos mis nombres lo son también de famosos dramaturgos de otros tiempos: Pedro Calderón de la Barca, Lope de Vega, Francisco de Rojas Zorrilla….
—De ese Zorrilla, autor del Tenorio, algo oí hablar cuando era niña—interrumpió doña Emerenciana.
—Guillén de Castro—prosiguió el canónigo, sonriendo siempre—,
Eurípides….
Y como sobrevino una pausa, doña Emerenciana saltó:
—¿Eurípides qué?
—Eurípides López y Rodríguez—respondió el canónigo, con espetada sorna esta vez.
—Se ve que era de familia humilde—comentó doña Emerenciana—. Y bien, ¿con cuál de los nombres hemos de llamarle?
—Unos me llaman por uno, otros por otro. Use usted el que prefiera.
—Pues prefiero don Guillén.
—Es el que suelen preferir las señoras—dijo don Guillén, con dejo satírico.
—Por mi parte, si usted me lo permite, le designaré como señor Eurípides; me sabe a república—entró a decir don Celedonio de Obeso, ateo declarado y republicano agresivo; en el fondo, un pedazo de pan, un zoquete.
En la mesa de casa de doña Trina no podía faltar un republicano acreditado. Este don Celedonio era sucesor de aquel jefe del partido republicano de Tarazona, ciudadano de gran desparpajo y barba bipartita, como ubre de cabra.
—Como usted guste—respondió don Guillén espontáneamente.
Antes de concluir la comida, don Guillén se había granjeado la confianza y la simpatía de todos; y a tal extremo llegó la confianza, que don Celedonio se atrevió a dispararle a boca de jarro esta pregunta:
—¿Cree usted en Dios?
—¿Cree usted en la república?—interrogó a su vez don Guillén, sin inmutarse.
—Como republicano que soy.
—Yo, como sacerdote que soy, soy creyente.
—Ninguna persona inteligente cree en Dios.
—Yo he conocido personas inteligentes que me decían: «Ninguna persona inteligente cree en la república.»
—Pues los cristianos primitivos—dijo el señor De Obeso, rebajando el tono y batiéndose en retirada—eran republicanos.
—Eran más; eran anarquistas. Pero, en fin, así como aquellos cristianos, partiendo de la idea de Dios, llegaron a la de república, bien puede usted tomar el viaje de vuelta, y, partiendo de la idea de república, llegar a la de Dios.
—Para ese viaje no necesito alforjas—concluyó don Celedonio; y don
Guillén le rió cordialmente la gracia.
Es de advertir que durante el diálogo anterior don Guillén no había puesto en sus réplicas acritud, ni fuego polémico, ni aire de desdén. Con esto, nuestra simpatía hacia él se robusteció. Al salir del comedor, don Celedonio murmuró a mi oído:
—Es un tío juncal. Así me gustan a mí los presbíteros.
Después de la comida, supe que don Guillén era lectoral en la catedral de Castroforte, y que venía a predicar los sermones de Semana Santa en la capilla del Palacio Real. De seguro era un pico de oro.
El hospedaje de doña Trina lo patronizaban tantos pupilos y huéspedes flotantes, que no bastando para contenerlos el amplio y profundo piso de la calle de Hortaleza, como si dijéramos la metrópoli hospederil, la señora había alquilado otros cuartos, al modo de colonias, en los aledaños y calles contiguas, uno de ellos en la calle de la Reina, que es donde yo tenía mis aposentos. Apunto este pormenor para dar a entender que quienes se alojaban en las colonias gozaban consiguientemente de mayor libertad, especialmente de noche, que los de la metrópoli. En las horas nocturnas, tales calles y callejuelas eran por aquellos tiempos lonja de contratación pública de mercenarios deleites y lugar asiduo de feas prostitutas y chulos marchosos. Antes de llegar a mi vivienda era fuerza que atravesase por entre el multitudinoso ejército de ocupación, recibiendo continuos dardos meretricios y padeciendo asechanzas y requerimientos, así orales como de hecho, puesto que alguna se asía de mi brazo; de manera que, por zafarme de estorbos y reponerme de la fatiga, solía yo algunas veces acogerme a un cafetín, que era donde las individuas vivaqueaban, y allí convidaba a las que más me atosigaban, con que las dejaba mansas, nutridas y satisfechas. Como me inspiraban dolor y lástima, las trataba siempre con benignidad. Convengo en que la prostitución es una grande y hedionda úlcera. Pero, ¿qué culpa tiene la úlcera por pertenecer a un cuerpo corrompido, cuyo es manifestación franca y fatal resultado? Donde todo está prostituido, la prostitución femenina casi es loable, porque es un síntoma claro. Con frecuencia, y ya que estaban apaciguadas, dilatábame largo rato en el cafetín departiendo con las desdichadas, y del coloquio extraía provecho espiritual, puesto que la compasión, a que me movían, es un depurativo del alma; y también observaba los tipos, casi todos estrafalarios, que concurrían en el antro. Atrajo desde el principio mi curiosidad una mujer agraciada, paciente, trigueña, sin adobos ni rosicleres como las otras, que estaba siempre sola e inmóvil en un ángulo, ante sí un vaso de recuelo, que jamás se llevaba a la boca. Se parecía a una virgen de Rafael, algo ajada. Como una noche la mirase largamente, la Piernavieja, la unidad más alharaquienta y ofensiva del ejército de ocupación, conocida por aquel remoquete a causa de renquear un poco, me dijo:
—¿Qué miras; aquella panoli? Es Angustias, la Pinta. Está con el Tirabeque, un golfo y fullero, que la tiene aquí hasta que pasa a recogerla de madrugada.
—Convídala a que venga y tome algo—dije a la Piernavieja.
—¡Eh!—gritó la Renca—. Tú, la Pinta, que este señorito te convida.
La Pinta, ruborizada, se excusó. La Piernavieja insistió en balde.
—Y eso de la Pinta, ¿es mote?—pregunté.
—Quia; es su verdadero nombre. Se llama así, Angustias Pinto. También es capricho conservar la filiación natural en este negocio. Es una simple que no sirve pal caso.
Poco a poco y noche tras noche fuí entablando amistad con la Pinta. Era una mujer dulce, triste y reconcentrada, o, según el tecnicismo de la Piernavieja, una simple que no servía pal caso. Apenas se comunicaba. Una noche me dijo que tenía poco más de treinta años; aparentaba menos de treinta. Otra me declaró el lugar de su nacimiento: la ciudad de Pilares. La noche—bien lo recuerdo—de aquel Martes Santo en que el canónigo encendido y campechano surgió en la casa de huéspedes, la Pinta se mostró sobremanera comunicativa.
—Mi padre era zapatero y otra cosa, que él decía filósofo bilateral. Como he oído, siendo niña, estas palabrejas tantas veces, no se me han borrado de la memoria. Los profesores de la Universidad venían a oírle al cuchitril en donde vivíamos. Mi madre, que tenía mal carácter, decía que mi padre era un zángano, y que los que venían a oírle le tomaban el pelo. Pero mi padre es un santo.
Involuntariamente pensé en don Pedro, Guillén, Eurípides, hijo de un zapatero y autor dramático. Prosiguió la Pinta:
—A mí me perdió un cura.—Estaba con la cabeza baja y el pensamiento en lejanía.
—¡Pillo!—murmuré, a pesar mío.
—No, no era un pillo—corrigió la Pinta, volviéndose a mirarme con gesto dolido—. No era cura todavía; seminarista nada más. Quería casarse conmigo. Nos escapamos. El padre de él le cogió. Mi madre no quiso admitirme en casa. Después, claro está…. Estoy segura que mi novio sigue queriéndome. La cosa fué, ¿sabe usted?, que su padre no podía ver a mi familia. ¿Qué habrá