Belarmino y Apolonio. Ramón Pérez de Ayala
Caramanzana?
—Es su verdadero apellido. El padre se llamaba Apolonio Caramanzana. Le habrá oído usted mentar. ¡Ah!, era el mejor zapatero de España. Iban a hacerse el calzado con él hasta los señores de Bilbao y de Barcelona. Además, componía dramas.
Aquella noche salí bastante preocupado del cafetín. Me acosté y tardé en dormirme. Oí en la habitación de al lado un carraspeo seguido de un poderoso suspiro. Era la voz de don Guillén. Se me ocurrió una idea diabólica: «Si yo mañana por la noche trajese a la Pinta y la hiciese entrar en la habitación de don Guillén». Me dormí dando vueltas a aquella idea.
Al día siguiente, día de vigilia, don Guillén no se sentó a la mesa.
—¿Qué le sucede al señor Caramanzana?—inquirió la viuda vejancona, que ya se había enterado del apellido del canónigo.
—No come hoy, porque está algo delicado del estómago—respondió
Fidel—. ¿No vió usted el color arrebatado que tiene?
—Será pirosis—entró a decir don Celedonio—.Todo el clero y las órdenes regulares padecen de pirosis, a causa del abuso de las comidas suculentas y de las bebidas alcohólicas.
—Calle usted, herejote—amonestó doña Emerenciana, amenazando con el abanico.
—Y a propósito, Fidel; no habrás olvidado mi encarguito. Le habrás dicho a la señora que yo no me someto a esa asquerosa farsa de la vigilia, y en estos santos días de Semana Santa quiero comer carne y pescado. Yo promiscuo, o promiscúo, que no sé a ciencia cierta cómo se pronuncia—dijo don Celedonio.
—¡Jesús, María y José! ¡Qué Judas Iscariote! Más vale que don Guillén no haya acudido a la mesa, porque le abochornaría esa abominación.
A todo esto, Fidel, el mozo, se reía cazurramente.
Terminada la comida, salí de la metrópoli y me encaminé a mi colonia. Como cosa de veinte pasos delante de mí iba Fidel, conduciendo una gran bandeja, cubierta con un mantelillo. Nos juntamos en el pasillo adonde daba mi habitación.
—Psss…—bisbiseó Fidel, requiriéndome con cabezadas a que me acercase más—. Levante usted el mantelillo.
Levanté una punta. Descubrí abundancia de guisos y viandas, entre otras, un opulento trozo de roastbeef.
—Es la comida de don Guillén—indicó el camarero—. Si no promiscua, o promiscúa, que yo tampoco sé cómo se pronuncia, al menos come de carne.
En esto, se abrió la puerta de don Guillén, y él mismo, en persona, destacó por obscuro sobre el cuadro de grisácea luz, sorprendiéndome en vergonzosa y vergonzante fisgonería. Estaba vestido de paisano, revuelta la pelambre, que, embebiendo el claror, le hacía halo en torno a la cabeza. Llevaba zapatillas de marroquín rojo. Estos dos pormenores me hirieron como notas agudas en los segundos de suspensión y silencio a que nos indujo la sorpresa: la aureola radiante y los pies sangrientos.
—Pasen ustedes; pase usted—particularizó, dirigiéndose a mí. Obedecí, no recobrado aún de la sensación humillante—. Siéntese usted—me instó. Quise disculparme y salir. El canónigo añadió, con tono que yo interpreté como implorante:
—¿No me concederá usted el favor, si se lo ruego, de hacerme un poco de compañía?
La súplica y el acento me repusieron en mi equilibrio habitual. Me senté junto a una mesa con unos libros, unos papeles, unas cachimbas, unos lentes, y presidiendo todos aquellos utensilios y accesorios de la faena intelectual, encerrado en un marquito de plata repujada, como relicario, una fotografía de mujer, que me incliné a mirar discretamente. Parecía una virgen niña de Rafael, de las de su época umbriana.
—Pon aquí la comida, Fidel. ¿Has traído vino? Llévatelo. Tengo yo vino algo mejor.—Y torciendo la cabeza hacia mi lado:—¿Qué mira usted, el marco? Es un relicario del siglo XV, una joya.
—No; miraba el retrato.
—Es una hermana mía que desapareció.
—¿Que desapareció?
—Que se perdió en la sombra.
—¡Ah! Se murió…—indiqué de manera dubitativa, empujándole a que se clarease.
—Hace algunos años.—Y después de una pausa:—Tomará usted una copita de coñac.
Sacó una botella de coñac viejo y otra de bon vino, de un maletín de piel de cerdo, elegante prenda de mundano antes que de clérigo. Se sentó a comer. Cuanto más le miraba, menos me parecía un cura y más un hombre de mundo.
—Por obra del acaso—dijo, a tiempo que comía despacio—, me ha sorprendido usted en mi intimidad de hombre. Si hace unos momentos, al hallarle a usted….
—Fisgando—interrumpí—; pero a instancias del mozo, y sin presumir de qué se trataba.
—¿Qué importa? Digo que si entonces me hubiera retirado, creería usted que yo era un cura sinvergüenza y falsario. Yo no podía dejarle ir sin ofrecerle alguna explicación.
—Yo era el que debía….
—Usted, ¿por qué? Usted, a lo sumo, incurría en un exceso de curiosidad. Yo, en opinión de las personas timoratas, estoy cometiendo un grave pecado.
—Yo no soy timorato.
—Pero debo darle una explicación. Así como en el Estado hay delitos artificiales, en la Iglesia hay pecados artificiales. Son delitos y pecados artificiales los actos que no lastiman ni menoscaban la justicia o el dogma (ejes, respectivamente, del Estado y de la Iglesia), pero que contravienen y desobedecen ciertas disposiciones disciplinarias, accidentales, pasajeras. Una de esas disposiciones pasajeras es la obligación de comer de vigilia cuatro días de la Semana Santa. Quizá al Papa actual, o al que le suceda, se le ocurrirá amenguar, tal vez suprimir, esta obligación. El Estado es una comunidad material que se mantiene por la mutua conveniencia, y la Iglesia una comunidad espiritual que se sustenta por el mutuo amor. Por lo tanto, el espíritu de disciplina de la Iglesia es de naturaleza distinta del espíritu de disciplina del Estado. En el Estado, el espíritu de disciplina pertenece al orden de los sentimientos interesados, pues sin disciplina no cabe conveniencia mutua. En la Iglesia, el espíritu de disciplina se engendra en el ámbito de los afectos generosos; es la voluntad de sacrificio. No de otra suerte que los amantes, por certificarse del amor recíproco, ponen el amor del otro a prueba, por medio de ordenamientos y exigencias caprichosas, por aquello de que obedecer es amar, así la Iglesia impone a sus fieles algunas obligaciones disciplinarias, por espolear a los tibios a que ejerciten y muestren el amor. Para las personas de bien afirmada fe y claro sentido, sean clérigos, sean seglares, huelgan estas obligaciones disciplinarias; lo esencial es el dogma. El Estado concede de buen grado la libertad de ideas (el pensamiento no delinque), pero no transige con la libertad de acciones, porque romperían la disciplina. La Iglesia es intransigente en materia de ideas y tolerante en materia de acciones: sólo el pensamiento peca. Todos los pecados, por monstruosos que sean, reciben absolución en el confesonario; pero la más mínima duda del confeso en materia de fe nos impide absolverlo. Ahora bien: como todo esto es de sentido común, debe permanecer en secreto para los que no tienen sentido común, sean clérigos, sean seglares. ¿Comprende usted?
—Comprendo, comprendo—asentí. Y, en efecto, había comprendido lo que me había dicho, nada difícil de comprender; pero a él no le comprendía. ¿Qué era aquel hombre que ante mí estaba, deglutiendo y raciocinando al propio tiempo, masticando y discurriendo, con tanta frialdad, escrúpulo y elegancia, vestido como un hombre de sociedad, sin una insinuación sensible del estado eclesiástico a que pertenecía, y que, de vez en vez, según hablaba, se asía con la mirada al retrato de una mujer a quien él mismo había empujado a la anónima sima prostibularia? ¿Qué era aquel hombre? ¿Un hedonista? ¿Un incrédulo? ¿Un hipócrita y un sofista, para consigo mismo y los demás? ¿Un desengañado? ¿Un atormentado? Lo que menos me