Belarmino y Apolonio. Ramón Pérez de Ayala

Belarmino y Apolonio - Ramón Pérez de Ayala


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inmediata, frecuente en los duólogos íntimos e intensos, don Guillén hubiera trasegado en su cabeza mi pensamiento, dijo:

      —Lo de menos, para usted, es si yo guardo la vigilia o no. Lo importante es que usted, por obra del acaso, ya se lo he dicho antes, me ha sorprendido en mi intimidad de hombre. Todos, frailes, curas y magnates eclesiásticos, por debajo de la estameña, el merino y la púrpura, escondemos un hombre. Homo sum, digo con el pagano.

      Y yo volví a verle, en mi imaginación, con la aureola radiante y los pies enrojecidos.

      —Me ha sorprendido usted despojado de mi ministerio. No como ministro del Señor, sino como criatura del Señor, cuitada e imperfecta como todas ellas. Dentro de unas horas, hablaré ante el rey, mejor dicho, sobre el rey; no varios palmos, los que se alce el púlpito, sobre la testa coronada y ungida, sino infinitos palmos, porque represento la conciencia indeleble y eterna, que está a inaccesible altura por encima de tronos, cetros y soberanías. Pero aquí, en este triste cuartucho y frente a usted, no puedo incorporar la voz de la conciencia, sino que soy una pobre concavidad sombría en donde la voz de la conciencia hace eco.

      Aquello se iba poniendo serio. No sabiendo qué decir, permanecí con la cabeza gacha y los ojos fijos en un punto, que por ventura resultó ser el retrato del relicario.

      —¿Le gusta el marco?—preguntó don Guillén.

      —Miraba el retrato. Conozco a esa mujer—afirmé en seco.

      Don Guillen no se conturbó.

      —Está usted equivocado—dijo—. Será otra fisonomía semejante la que usted conoce. A esa mujer no la puede conocer usted. Ya le dije que es mi hermana y que no existe—y subrayó la palabra hermana y el verbo existir.

      Después de los postres, don Guillén se sirvió una copita de coñac y fustigó la conversación hasta ponerla en un aire de alacridad y humorismo. Era un hombre tan ingenioso como inteligente.

      Al despedirnos me dijo:

      —Estos días no asistiré a la mesa redonda. ¿Quiere usted que comamos juntos, aquí, en mi cuarto? Lo que le va a envidiar a usted doña Emerenciana….

      En aquellas comidas subrepticias y ociosas sobremesas, mi amigo don Guillén me fué contando a retazos su historia, la de Angustias Pinto y la de los padres de ella y él, Belarmino y Apolonio. Después, por mi cuenta, hice averiguaciones tan importantes, que la historia de Caramanzanita y la Pinta pasan a segundo término.

       Índice

      RÚA RUERA, VISTA DESDE DOS LADOS.

       (El lector impaciente de acontecimientos recorra con mirada ligera este capítulo que no es sino el escenario donde se va a desarrollar la acción.)

      De la zona profunda, negra y dormida de la memoria, laguna Estigia de nuestra alma, en donde se han ido sumiendo los afectos y las imágenes de antaño, se levantan, de raro en raro, inesperadamente, viejas voces y viejos rostros familiares, a manera de espectros sin corporeidad. Así como en la noche los lóbregos e inmóviles pantanos respiran niebla blanca y fantasmal, así nuestra interior laguna Estigia deja en libertad sus vaporosos espectros a las horas en que la tiniebla del sueño satura nuestro espíritu. Pero, en ocasiones, las criaturas incorpóreas del más allá de la memoria se alzan a la luz del día.

      Ahora mismo me apercibía yo a describir la Rúa Ruera, de la muy ilustre y veterana ciudad de Pilares, en donde vivía Belarmino Pinto, llamado también monxú Codorniú, zapatero y filósofo bilateral, cuando, al pronto, en el umbral u orilla de mi conciencia, se yergue el espectro de don Amaranto de Fraile, enarbolando un tenedor de peltre, que a mí se me ha figurado tridente de Caronte, ese Neptuno del mar de la eternidad. Como Bruto a la silueta de César en la tragedia shakespeariana, digo a la sombra incorpórea del excelente don Amaranto:

      —¡Speak!¡Speak!

      Y la sombra rompe a hablar, con la propia gracia y penetración que hace tantos años me deleitaban:

      —¿Vas a describir la Rúa Ruera? ¿Vas a describirla, o vas a pintarla?—Advierto dos novedades. Primera, que don Amaranto ahora me trata de tú. Segunda, que la voz se le ha ahilado y suena como la de un eunuco. Prosigue la voz:—Los cíclopes veían el mundo superficialmente, porque sólo tenían un ojo. Los cíclopes, por ver el mundo superficialmente, quisieron asaltar el Olimpo; pero los dioses los precipitaron en el hondo Tártaro.—Don Amaranto siempre con sus mitologías.—El novelista es como un pequeño cíclope, esto es, como un cíclope que no es cíclope. Sólo tiene de cíclope la visión superficial y el empeño sacrílego de ocupar la mansión de los dioses, pues a nada menos aspira el novelista que a crear un breve universo, que no otra cosa pretende ser la novela. El hombre, con ser más mezquino, aventaja al cíclope, a causa de poseer dos ojos con que ve en profundidad el mundo sensible. Ahora bien: describir es como ver con un ojo, paseándolo por la superficie de un plano, porque las imágenes son sucesivas en el tiempo, y no se funden, ni superponen, ni, por lo tanto, adquieren profundidad. En cambio, la visión propia del hombre, que es la visión diafenomenal, como quiera que, por enfocar el objeto con cada ojo desde un lado, lo penetra en ángulo y recibe dos imágenes laterales que se confunden en una imagen central, es una visión en profundidad. El novelista, en cuanto hombre, ve las cosas estereoscópicamente, en profundidad; pero, en cuanto artista, está desprovisto de medios con que reproducir su visión. No puede pintar: únicamente puede describir, enumerar. La misión de ver con mayor profundidad, delicadeza y emoción y enseñar a los otros a ver de la propia suerte, le toca al pintor. La maldición originaria del novelista cífrase en que necesariamente se ha de extender sobre sinnúmero de objetos. El pintor, por el contrario, escoge un solo objeto, o, si toma varios, los agrupa en reducido espacio, los concentra y sensibiliza. El pintor, a la inversa del novelista, no se deja dominar por la vastedad del objeto, sino que lo domina. Que sea el objeto vértice del ángulo de visión del pintor, y no el pintor vértice del ángulo de contemplación del panorama, como lo es el novelista. El pintor que pinta cuadros de más de dos metros cuadrados, es inexorablemente un pintor superficial. La cuestión, para el pintor de grandes dimensiones, es de concepto; de que se dé cuenta que debe ser artísticamente superficial, o de que sea superficial e inartístico sin darse cuenta. Los famosos pintores de frescos, así antiguos como modernos, dándose cuenta de esto, pintaron por largos planos, con tintas monótonas, esquivando la sensación obvia de volumen y profundidad; fueron deliberadamente superficiales.

      Yo interrumpo a la sombra locuaz, de voz de eunuco:

      —En la iglesia vecina ha sonado el Ángelus meridiano. En una hora interrumpiré mi trabajo. Si te escuchase, jamás haría otra cosa que dejarme arrastrar en el curso ocioso de la deleitación discursiva. Dime, en resolución, cómo he de describir la Rúa Ruera, y que te plazca la descripción.

      —No describiéndola. Busca la visión diafenomenal. Inhíbete en tu persona de novelista. Haz que otras dos personas la vean al propio tiempo, desde ángulos laterales contrapuestos. Recuerda si en alguna ocasión te aconteció ser testigo presencial de cómo ese mismo objeto, la Rúa Ruera, suscitó duplicidad de imágenes e impresiones en dos observadores de genio contradictorio; y tú ahora amalgama aquellas imágenes e impresiones.

      —¡Recuerdo, recuerdo…!—exclamo; pero ya la sombra del excelente don Amaranto se ha desvanecido, al hombro el tenedor de peltre, emblema del ascetismo de las casas de huéspedes.

      —Sí; recuerdo que….

      En rigor, ¿qué importa describir o pintar? ¿Qué importa obtener una visión de dos o de tres dimensiones? Lo importante es comunicarse, manifestarse, darse a entender, siquiera sea por alusiones remotas, gestos mudos y palabras volanderas. Mas, porque no me importune nuevamente la silueta magistral e imperiosa del admirable don Amaranto, me doblegaré esta vez a seguir su pauta.

      Recuerdo que, viviendo


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