Monja y casada, vírgen y mártir. Vicente Riva Palacio

Monja y casada, vírgen y mártir - Vicente Riva Palacio


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superficie y reventó luego.

      —Una—dijo Martin, arrojando su aliento contenido.

      Volvió á agitarse el agua y otra burbuja apareció.

      —Dos—dijo Martin.

      Las burbujas continuaban brotando.

      —Tres, cuatro, cinco.

      —Cinco—repitió el Bachiller, mirando con ansiedad que no salia otra,—cinco.

      El agua parecia querer hervir, arrojó una especie de humo y repentinamente se puso roja como si hubiera sido de sangre.

      —¡Jesus!—dijo Martin apartando el rostro espantado.

      —Cinco meses de vida, y morir de mala muerte—dijo con solemnidad la Sarmiento.

      —Es imposible—dijo Martin—os habeis equivocado.

      —Lo desearia, porque tanto veo que os apena, pero temo que no.

      —Cinco meses no mas, y morir.........

      —Asesinado.........

      —¿Asesinado?

      —¿Quereis saber quién le matará?

      Martin reflexionó.

      —¿Podré matarle yo antes?—dijo.

      —No, porque entonces faltaria el pronóstico.

      —Entonces no.

      —Como gusteis.

      Martin inclinó la cabeza, y luego repentinamente dijo:

      —Sí, sí, probad á decirme quién le matará, ¿¿podeis??

      —Haré por conseguirlo.

      La Sarmiento puso sobre la mesa un hornillo y comenzó á meter en él trozos de madera que tenian formas y colores raros, y entre los cuales algunos parecian manos, otras cabezas, otros brazos.

      —¿Qué leña es esa?—preguntó Martin preocupado.

      —Son pedazos de estátuas de santos.

      El Bachiller no estaba para objetar aquella profanacion.

      La bruja encendió en el candil una pajuela de azufre, y la colocó entre la leña: la llama se alzó.

      El humo de la pajuela y el que arrojaba la pintura de la madera que servia de combustible, producian un olor sofocante.

      La bruja colocó sobre el hornillo la vasija con el líquido que habia quedado rojo, y comenzó á decir conjuros dando vueltas en derredor de la mesa.

      Poco tardó el líquido en entrar en ebullicion y exhalar un vapor luminoso: la Sarmiento mató la luz de los candiles.

      Martin creia soñar con el resplandor rojizo de la llama, la casa de la Sarmiento, y los objetos que alcanzaban á alumbrarse tomaban formas fantásticas; parecian animarse y moverse los esqueletos, los animales disecados, todo se agitaba con la vacilante claridad de las llamas, y en medio de todo, la vasija arrojando un vapor luminoso y blanco, en el que Martin nada veia, pero en el que la Sarmiento parecia leer.

      —Ese hombre morirá por mano de un amigo suyo.

      —Pero ¿quién es? ¿Una seña? ¿Un indicio?

      —Es un jóven......... sí, muy jóven......... esta tarde le ha visto......... ahí están......... juntos......... el amigo le da una cosa......... no les veo los rostros......... le da una alhaja, una alhaja de la muger que el muerto ama......... un cintillo....

      —¡Muger!

      —Sí, le da un cintillo......... y ese......... ese es el que lo matará......... su asesino.

      —Mientes, mientes bruja infernal—esclamó el Bachiller precipitándose sobre ella y tomándola de un brazo.—¿Dí que mientes; ó aquí tú serás la que muere.

      —Estais loco,—contestó la Sarmiento sin inmutarse,—¿por qué os he de decir que miento? Vos quisisteis saber la verdad; no os agrada; tanto peor para vos.

      —¿Pero estás cierta de lo que dices?

      —Jamás evocacion ninguna, me ha salido tan clara.

      —Pues sácame de aquí; sácame pronto.

      —¿No quereis saber nada mas? Esta noche estoy de buenas.

      —Nada quiero saber, sácame de aquí.

      —Sea como quereis; pero esperad.

      La Sarmiento volvió á encender la luz que le habia servido para bajar al subterráneo, apagó el fuego del hornillo y colocó todo en su lugar.

      —Vamos—dijo impaciente Martin.

      —Vamos: pero antes juradme que ni en el Santo Oficio, puesto en cuestion de tormento revelareis la existencia de este lugar, ni vuestras relaciones conmigo.

      —Lo juro á Dios.

      —No, no es á Dios á quien debeis jurarlo.

      —¿Pues á quién?

      —Al diablo—dijo la Sarmiento, haciendo una especie de reverencia.

      El Bachiller vaciló:

      —¿Qué hay?—dijo la bruja.

      —Pues lo juro al diablo.

      La vieja tiró de una reata que pendia del techo, y se oyó un rumor como el que produce un carro que rueda en un empedrado.

      —¿Qué es eso? preguntó Martin.

      —Vuestro juramento ha sido recibido.

      A pesar de su valor y de su esceptisismo, Martin se estremeció.

      —Vamos—dijo.

      —Vamos.

      Subieron la escalera del caracol y se encontraron en la casa.

      Con los sordo-mudos habia un nuevo personaje.

      Era un hombre de la raza indígena pura, con su tez cobriza, su pelo negro y lacio, sin barba, y con un escaso bigote.

      Vestia una ropilla ordinaria de velludo, con calzon de escudero y unas medias calzas de venado: estaba envuelto en un tabardo gris y conservaba en su cabeza un sombrero de anchas alas.

      Al sentirse en otra atmósfera, el Bachiller recobró su sangre fria y le pareció como que todo no habia sido sino una pesadilla.

      —Ahuizote—dijo al recien venido—creía que tenias aventura esta noche.

      —Sí—contestó el Ahuizote—un riquillo que queria que lo acompañáramos á sacarnos una muchacha, pero le entró miedo y se arrepintió.

      —¿Y podrás acompañarme?

      —¿A dónde?

      —Vamos á impedir que asesinen á un amigo mio.

      —Te ayudaré—dijo el Ahuizote, parándose.—¿Quién es él?

      —Don Fernando de Quesada—el Oidor.

      —No voy—dijo sentándose otra vez el Ahuizote: yo no defiendo gachupines.

      —Es un amigo.........

      —Aunque.

      —Bien, no vayas; pero recuerda que no es él quien te pide compañía, sino yo. Quedad con Dios, señora Sarmiento.

      —Él guie á su merced, señor Bachiller.

      Martin abrió la puerta.

      —Oye—dijo el Ahuizote.

      —¿Qué cosa?

      —Siempre te acompaño.

      —Vamos.


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