Monja y casada, vírgen y mártir. Vicente Riva Palacio

Monja y casada, vírgen y mártir - Vicente Riva Palacio


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      Y Don Pedro se acostó vestido sobre su cama.

      La víctima y el verdugo bajo el mismo techo no podian conciliar el sueño; el dolor y la ambicion devoraban aquellos dos corazones tan diferentes entre sí.

       Lo que hablaron el Oidor y el Bachiller y quién era el herido.

       Índice

      —PERMÍTAME su señoría—decia Martin—que le haga una pregunta, no por mera indiscreta curiosidad, sino por saber cuál es su opinion en materia para mí tan delicada.

      —¿Y cuál es?

      —Dígame usía, ¿se puede creer en las brujas y en sus profecías?

      —En tan apurado trance me poneis, que yo á mí mismo no sabria qué contestarme; pero supuesto que el Santo Oficio las persigue y las condena á la hoguera, de existir deben, que de lo contrario ni tal cuidado se tomaria el Tribunal de la Fé, ni nosotros presenciariamos esas ejecuciones.

      —¿Pero qué opina usía de lo que ellas predicen?

      —Que por diabólicas artes se inspiran, y mas pueden ser engaños y astucias del demonio cuanto digan, que verdades hijas de Dios, y en todo caso mas vale no tener con ellas tratos ni averiguaciones, que eso solo es gran pecado; ¿pero por qué me haceis semejante pregunta? Supongo, señor Bachiller, que no hablaréis con tales personas.

      —Líbreme Dios; como cuestion de doctrina háme ocurrido ayer, y me tranquiliza el parecer de usía; pero hablando de otra cosa, usía sospecha de dónde haya partido el golpe de esta noche.

      —A no sospecharlo, la librea que viste el hombre que está abajo herido, me lo diera á conocer muy claro. Ese hombre es de la servidumbre de Don Pedro de Mejía que pretende la mano de Doña Beatriz, y es amigo íntimo de Don Alonso de Rivera enemigo mio, por el asunto de la fundacion del Convento de Santa Teresa.

      —¿Quereis que veamos si ese hombre ha vuelto á sus sentidos para examinarlo?

      —Sí tal; y si así fuese, hacedle subir.

      Martin bajó á ver al herido, y el Oidor se desciñó la espada y se sentó á esperar.

      El Bachiller volvió con el herido, no había sufrido mas que una pasajera congestion á resultas del puñetazo que descargó Teodoro sobre su frente.

      El hombre entró á la estancia en que le aguardaba el Oidor, todavía atarantado, y sin hacerse bien cargo de lo que habia pasado.

      —Venid acá, amigo—le dijo Don Fernando con dulzura.

      El hombre se acercó.

      —Quereis decirme, pero hablad con franqueza, ¿quién sois, y qué motivo os impulsó para buscar mi muerte, cuando yo ni os conozco, y vos quizá apenas me conoceis?

      —Señor,—contestó el hombre—aunque tengo la librea de lacayo, me llamo Tirol, y soy el mayordomo de la casa de mi señor Don Pedro de Mejía.

      —Bien, ¿y qué causa os movió para pretender asesinarme?

      —No me culpe su señoría, debo muy distinguidos favores á mi amo hace muchos años, como el pan de su casa, y fuí mandado.

      —¿Y no comprendéis que despues de lo que ha pasado, puedo mandaros matar, no solo impunemente sino con justicia?

      —¡Señor!—dijo arrodillándose cobardemente Tirol.

      —Alzad, que solo delante de Dios y de su Magestad debeis estar así; alzad, que nada os haré, pero referidme lo que ha pasado.

      —Casi nada sé—dijo Tirol levantándose—esta tarde, mi señor Don Pedro y Don Alonso de Rivera me llamaron y me ordenaron que tomara dos hombres de la casa, que fueran de toda confianza, y que hoy en la noche al salir, como lo tiene usía de costumbre del Arzobispado, lo atacase y le matase sin misericordia.

      —¿Y estábais dispuesto á cumplirlo?

      —Señor.........

      —¿La verdad?

      —Señor, por Dios.........

      —Contestad.

      —La verdad......... sí señor.........

      —Bien, ¿y cómo sabíais que estaba yo en el Arzobispado hoy en la noche?

      —Uno de los hombres que me acompañaban se apostó en la acera de enfrente hasta ver entrar á usía, y entonces me dió aviso.

      —¿Y despues?

      —Despues venimos á ocultarnos entre el material de la nueva iglesia, hasta que usía pasó.

      —¿Y luego?

      —Ya eso lo sabe usía; al quererlo atacar, de entre nosotros mismos salió un hombre á quien no habíamos visto, y ya no sé mas, sino que sentí un golpe terrible en la cabeza y perdí el sentido.

      —¿Conoceis á ese hombre?

      —No señor.

      —Bien, quedaos aquí esta noche, y mañana temprano regresad á la casa de vuestro amo y llevadle esta carta; nada teneis ya que temer, os perdono el mal que habeis intentado contra mí.

      El oidor escribió una carta á Don Pedro, que decía así:

      —«Os devuelvo á vuestro mayordomo, cuidad de emplear para otra vez hombres mas útiles. Os besa la mano

      Fernando de Quesada.»

      Tirol besó la mano del Oidor, y recibió la carta que se guardó en el pecho.

      —Señor Bachiller—dijo por lo bajo Don Fernando á Martin—hacedme la gracia de que dén habitación á este hombre para que pase la noche, mañana temprano que se vaya para su casa, y traedme á Teodoro sin que se miren ambos.

      El Bachiller volvió á salir seguido de Tirol.

      El Oidor abrió un armario y sacó de él una bolsa grande de seda que figuraba una piña amarilla con hojas verdes en el cuello, y largos cordones para cerrarla que remataban en pequeñas piñitas formadas de cuentas de vidrio de colores.

      Colocó la bolsa sobre la mesa y volvió á sentarse.

      Teodoro conducido por el Bachiller entró al aposento.

      —Me envía á llamar su señoría—dijo Teodoro cruzando sobre el pecho sus brazos y haciendo una profunda reverencia.

      —Sí, te debo en esta noche la vida, y quisiera mostrarte mi agradecimiento.

      —Bastante es ya mi recompensa con haber conseguido eso; además, yo lo hice conforme á las órdenes de mi ama.

      —Yo no estoy satisfecho con eso; yo te doy en nombre de Doña Beatriz tu libertad; además en esta bolsa hay una gran cantidad de monedas de oro, que por ser escasas en México tienen muy alto valor, tómala para que vivas feliz.

      Teodoro se arrodilló á los piés del Oidor y le besó la mano, pero no tomó la bolsa que éste le alargaba.

      —Por toda mi vida—dijo—grabaré las palabras de su señoría en mi corazón, pero por ningún dinero dejaré de ser el esclavo de mi señora Doña Beatriz; si ella me despidiera, el negro Teodoro se moriria de tristeza.

      —Bien—contestó el Oidor—comprendo tu lealtad y tu cariño para con Doña Beatriz; es un ángel á quien es preciso amar, pero al menos toma este dinero.

      —Perdóneme su señoría, quiero tener solo la recompensa del placer por haberle servido de algo; además.. señor......... yo........ soy muy rico.

      —¡Muy rico!—esclamó el Bachiller


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