Monja y casada, vírgen y mártir. Vicente Riva Palacio

Monja y casada, vírgen y mártir - Vicente Riva Palacio


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está perfectamente combinado, y D. Alonso de Rivera tendrá que mesarse mañana las barbas. ¿Nádie ha observado nada?

      —No señor.

      El Oidor sacó de la abertura del pecho de su ropilla un enorme reloj de plata que traia pendiente del cuello por una gruesa cadena de oro.

      —Es la una—dijo—me voy: y embozándose en su ferreruelo se dirijió á la puerta sin despedirse de nadie, pero haciendo con los ojos una ligera seña al Bachiller.

      Tomó este su sombrero, y como haciendo cumplidos, acompañó al Oidor y salieron ambos al patio, cuidando de cerrar la puerta.

      Ni el sacristan ni sus acompañantes pusieron atencion en lo que pasaba, y continuaron componiendo su altar.

       Donde se ve quién era el Bachiller, y lo que pasó con el Oidor.

       Índice

      —PARDIEZ, señor Bachiller—dijo el Oidor cuando estuvieron en el patio,—que me habeis hecho venir con una noche, que mas está para dormir que para andarse en aventuras; ¿tanto urge lo que me teneis que decir?

      —A no ser la urgencia tanta, cuidárame muy bien de haber molestado á vuestra señoría; pero á tanto llega la precision, que si una hora más tarda su señoría, hubiera corrido riesgo de llegar tarde.

      —Me alarmais, en verdad.

      —Creo que no hay gran peligro, sino el de no complacer á la dama de vuestro pensamiento.

      —¿Qué hay, pues?

      —Que en esta noche, y como á bocas de las oraciones, recibí una esquela de mi señora Doña Beatriz, que es fuerza lea vuestra señoría.

      —Dádmela.

      —Aquí está—dijo el Bachiller, entregando al Oidor un billete pequeño, y cuidadosamente doblado y perfumado.

      —Por el aroma le conociera, aunque no viese las letras—dijo el Oidor besándole:—¿pero á donde podré imponerme?

      —En el cuarto de la beata que tiene luz, y que está abierto cerca del zaguan.

      Los dos se dirigieron á la puerta de la calle.

      Al ruido de sus pasos, de una pequeña puerta salió la beata con su candil en la mano.

      —Tendreis á bien, le dijo el Oidor, prestarme vuestro candil y permitirme que pase yo solo un momento á vuestro cuarto á leer una carta.

      —Con mucho gusto—contestó la beata, entregándole el candil.

      La beata y el Bachiller quedaron á la puerta, y el Oidor entró al cuarto.

      Encima de una mesa, que tenia por todo adorno un Cristo y una calavera, colocó el Oidor el candil y se quitó el sombrero respetuosamente.

      Desdobló la carta y leyó.

      «Al Bachiller D. Martin de Villavicencio y Salazar.»

      «Avisad á Quesada que es indispensable que me vea esta madrugada á las dos. Dios os guarde.—Beatriz.»

      El Oidor besó la esquela, la dobló cuidadosamente, y metiéndola en la bolsa de sus gregüescos, tomó el candil y el sombrero y salió.

      La beata recibió el candil y se dirigió á abrir.

      —Mil gracias,—dijo el Oidor saliendo seguido del Bachiller.

      —A Dios sean dadas—contestó la beata cerrando.

      —¿Qué me dice su señoría?

      —Nada, sino que es preciso que me vaya yo sin perder tiempo á ver á Beatriz.

      —¿Quiere su señoría que le acompañe?

      El Oidor se volvió como diciendo: ¿de qué podrá servirme éste?—El Bachiller lo comprendió.

      —Mire su señoría—dijo—aunque parezco gente de iglesia, y por tal me ha conocido siempre, no lo soy, que aunque Bachiller no tengo mas órdenes que la de prima tonsura, que casi, casi solo el barbero nos la confiere y no imprime carácter; conozco el manejo de las armas como un soldado, y puede vuestra señoría ocuparme sin el menor escrúpulo, que no será este negocio en el que tenga que ver el Santo Oficio.

      —Pero si yo os llevara en mi compañía tendríais que ir mano sobre mano, porque no os veo llevar arma de ninguna especie.

      —Descuide su señoría, que no me faltará, sobre todo, si como supongo vamos á la casa de mi señora Doña Beatriz en la calle de la Celada.

      —Así es en efecto.

      —Pues iremos, porque yo hasta las cuatro no tengo que venir para acompañar al señor Arzobispo.

      —Pues andando, que el tiempo avanza.

      Quesada y Martin comenzaron á caminar lo mas aprisa que les permitia la oscuridad de la noche, y el pésimo estado de las calles, llenas de lodo, de charcos de agua, y de cerros que se formaban en las esquinas con la basura que arrojaban allí los vecinos de las casas cercanas.

      Así llegaron hasta las tiendas que habia, en donde despues se levantó el Parian, y que ocupaban una parte de la Plaza Mayor.

      —Me permite su señoría un momento,—dijo Martin.

      El Oidor se detuvo, y Martin se dirigió á una de las tiendas y llamó fuertemente.

      —¿Quién va?—dijo desde adentro un hombre.

      —Yo—contestó Martin—abre Zambo.

      —¿Quién es yo?

      —Yo, Garatuza, ábreme pronto.

      A pocos momentos se abrió la puerta.

      —Enciende luz—dijo Martin.

      Se oyó el choque de un eslabon contra la piedra, se vieron las chispas blancas del pedernal, y luego la roja lumbre de la yesca, y luego la azulada luz de una pajuela de azufre, y por último, el claro resplandor de una bujía de cera.

      Un Zambo, cabezon y feo como un condenado, la tenia en la mano.

      —¿Hay una espada?—preguntó Martin.

      —Aquí están tres, las demas salieron porque andan de aventura los muchachos.

      —Dame una pronto.

      El Zambo dió á Martin una espada y una daga pendientes de un talabarte de cuero colorado muy viejo, con hebilla de fierro.

      Martin se ciñó el talabarte, y volvió al lado del Oidor.

      —Estoy á las órdenes de su señoría,—le dijo con una sonrisa maliciosa, y entre abriendo su balandran para mostrar sus armas.

      Pero la noche era oscura, y el Oidor no pudo ver ni la sonrisa ni las armas, y preguntó:

      —¿Ya armado?

      —Ya.

      —Por mi fé, señor Bachiller, que voy descubriendo en vos una alhaja; vámonos.

      —Su señoría me favorece demasiado,—contestó hipócritamente Martin—no soy mas que un hombre precavido.

      Habia cesado la lluvia, el negro toldo de nubes que cubria el cielo comenzaba como á despedazarse, y en medio de su oscuro fondo empezaba á adivinarse la luna anunciada por líneas luminosas é irregulares en la pesada masa que flotaba en el aire.

      La calle de la Celada es la que ahora se llama de Zuleta, y debió el nombre de Celada á un ardid de guerra que, durante el sitio de México por Hernan Cortés, hizo caer prisioneros en manos de los vasallos de Guatimotzin, á seis españoles


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