Monja y casada, vírgen y mártir. Vicente Riva Palacio
D. Fernando: ¿conoceis á D. Pedro de Mejía, el hermano de Blanca, de mi ahijada de confirmacion?
—Le conozco, Doña Beatriz.
—¿Y qué pensais de él?
—Es un hombre fabulosamente rico, aunque con el peligro de que su hermana al cumplir veinte años, ó al casarse, le quite la mitad del capital, segun la disposicion de su padre al morir, pero ademas de eso, D. Pedro es el hombre mas orgulloso, mas déspota y mas codicioso que ha llegado de España.
—Pues bien, esta tarde ha estado D. Pedro de Mejía con mi hermano D. Alonso de Rivera, y le ha pedido solemnemente mi mano.
—¡Qué todo el poder de Dios me valga!—exclamó D. Fernando levantándose pálido de furor.
—Sosegaos D. Fernando que bien sabeis que os amo y antes consentiria en tomar el velo, que ser esposa de otro hombre que no fueseis vos.
—Oh gracias Doña Beatriz, gracias—esclamó D. Fernando, llevando á sus lábios la mano de la jóven—gracias, solo por vos he temblado, por lo demás, nada me importa que todos se opongan, soy fuerte y poderoso, y os llevaré al altar mal que les pese.
—Mi hermano dió á D. Pedro su palabra de que se haria la boda, aunque yo me opusiera, sabe mi hermano que os amo, D. Fernando, y he aquí porque se empeña en ella, cree que sois su enemigo, por el afan con que habeis procurado que se lleve á efecto la fundacion que hizo mi difunto tio,—que en paz descanse—D. Juan Luis de Rivera, de un convento de carmelitas descalzas......
—Pero Beatriz, vos sabeis muy bien que habeis sido la que exijió de mi amor que se llevara á cabo la voluntad de vuestro tio......
—Sí, D. Fernando, mi hermano D. Alonso no tiene razon: yo os he suplicado que se fundase ese convento, porque en su lecho de muerte, y cuando ya las sombras de la eternidad pasaban sobre la frente de mi tio, me llamó á su lado y me hizo jurar por Dios, por sus Santos, por la memoria de mi madre, y por él, que nos habia recojido desde niños, que nos legaba un inmenso caudal, me hizo jurar que yo haria cuanto fuese de mi parte para que se cumpliera su última voluntad: desde entonces, cada vez que olvidaba el encargo, la imágen de mi tio, aparecia en mis sueños recordándome mi juramento, y ya lo veis, no vivo, ni estaré tranquila, mientras ese convento no se funde, y no desaparezca esa sombra que me persigue......
Doña Beatriz con una especie de terror, estrechó la mano de D. Fernando, acercándose á él y sus ojos vagaron recorriendo toda la estancia.
—Calmaos, Doña Beatriz, calmaos, que yo os juro sobre la salvacion de mi alma que hoy al romper el dia, se dirá en las casas que deben servir para el convento la primera misa......
—No jureis con tal temeridad, D. Fernando, porque si bien el señor Arzobispo ha ganado á mi hermano el pleito, gracias á los papeles que yo os entregué, y que vos le llevásteis, todavía costará muy grande trabajo conquistar la posesion de las casas. Vos, D. Fernando, aun no conoceis bien el carácter de mi hermano D. Alonso; preferiria los perjuicios de un pleito que durara diez años, á entregar contra su voluntad esas casas.
—Doña Beatriz, os he jurado que hoy al romper el dia se dirá la primera misa allí, y ahora os invito á que vayais á oirla......
—¿Será posible?
—Ya lo vereis: vuestra conciencia quedará tranquila, y yo feliz por haberos servido.
—Iré á la misa.
—¿Os espero?
—Esperadme, ¿á qué hora?
—A las cinco.
—Iré: ahora retiraos, D. Fernando, que es tarde, y fiad en mí; os amo, y antes tomaré el velo que ser de otro hombre, os lo juro, como juré á mi tio por Dios, por los Santos, y por la memoria de mi madre, y ya sabeis como cumplo yo mis juramentos.
—¡Oh, sí, Doña Beatriz!
—Oídme, que esto es ante todo para lo que os he mandado llamar: va á desatarse contra nosotros, y sobre todo, contra vos, una persecucion horrible. Mejía es poderoso y mi hermano D. Alonso tambien: nada omitirán para quitaros del medio: calumnias, acusaciones ante el rey, tentativas de asesinato, todo, todo lo pondrán en juego: velad, D. Fernando, velad porque os llevais vuestra alma y la mia; mi vida y vuestra vida. Adios.
—Adios, adios señora.
Don Fernando besó la mano de Beatriz y se retiraba; pero la jóven lo atrajo suavemente y clavó sus frescos labios en la boca de aquel hombre que se sintió desfallecido de placer.
Era el primer beso de amor, de aquellos dos séres que entraban en la senda de la desgracia.
Don Fernando salió, el esclavo mudo é inmóbil esperaba, y sin preguntar nada, sin recibir órden ninguna, encaminó al Oidor hasta la puerta escusada de la casa.
Doña Beatriz miró á D. Fernando hasta que volvió á cerrar la puerta de la estancia, entonces cayó de rodillas esclamando:
—Dios mio, Dios mio, protejedle.
Don Fernando salió á la calle en el momento en que Martin salvaba su vida reconocido por los truanes, gracias al grito de contraseña que ellos tenian entre sí, y que habia lanzado por casualidad.
Los cuatro formaban un grupo en medio de la calle, y como habia despejado algo el cielo, débiles los rayos de la luna permitian mirar aquel grupo de hombres, que tenian aún los estoques en la mano.
La puerta no hacia ruido y el Oidor salió sin ser notado, y se recató para observar. Los hombres hablaban bajo, pero sin embargo él percibia la conversacion.
—Quédome—decia Martin—porque guardo aquí la espalda á persona de tal calidad, y tales dotes, que servirla es honor que, sin buscar la recompensa, por sí solo basta á dejar satisfecho á un hombre como yo.
—Por mis barbas—contestaba uno de los truanes—que debe ser el mismo Arzobispo en persona.
—Quién sea, ni yo os lo diré, ni vosotros debeis preguntármelo, que regla nuestra es no meternos en los negocios de los demás, sino para ayudarles.
—Tiene razon el señor Bachiller, vámonos—dijo irónicamente otro—vámonos—y á curarse los que han salido mal en este encuentro, que por obra de Dios no tuvo mayores resultados; adios, adios,—se dijeron todos, y los hombres se dirigieron calle abajo y se oyó el cerrarse de una ventana de la casa de las damas de alegre vida, que habian estado pendientes del fin de la querella.
Martin se volvia á su puesto cuando se encontró con Don Fernando, que lo esperaba inmóbil como una estátua.
—Veo—le dijo á Martin,—qué hombre sois para cumplir con vuestras promesas, y que se os puede fiar el sermon.
—¡Qué quiere su señoría! Son lances que nadie alcanza á evitar.
—Vamos.
—¿Hácia á dónde ordena su señoría?
—A la capilla que se dispone para la misa de hoy.
—Entonces, con el permiso de usía me quedo en el Arzobispado.
Volvieron á tomar el mismo camino que habian traido: al pasar por las tiendas de la plaza Martin dejó la espada y llegaron hasta la puerta del palacio del Arzobispo.
—Me quedo, si usía me lo permite—dijo Martin.
—Contad conmigo—contestó el Oidor, estrechándole la mano,—como siempre.
El Oidor siguió, y Martin llamó á la puerta del palacio.
Le abrieron, tomó el aire manso y contrito de un San Luis Gonzaga, y se dirigió á la estancia del Arzobispo.
El prelado estaba ya en pié, completamente vestido, y se paseaba impaciente.
—¿Ya es hora?—preguntó al ver á