Toda la sangre. Bernardo Esquinca

Toda la sangre - Bernardo Esquinca


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física derrochara tal cantidad de energía. Sabía muy bien que esas explosiones de ánimo eran las que mantenían funcionando tanto a la revista como al cuerpo de su director.

      –Basta de pendejadas –fue lo primero que dijo–. Te pedí que localizaras a Quintana y que ambos se concentraran en el caso del Templo Mayor.

      –Pero…

      –¡Nada de peros! Voy a sacar, cueste lo que cueste, una edición especial dedicada a lo que La Prensa llama hoy “un asesino obsesionado con las ruinas prehispánicas”.

      –¿Pasó algo además de lo de Tlatelolco?

      Santoyo cogió un periódico de su escritorio y se lo arrojó a Casasola.

      –¡El mismo día! Y nosotros no traemos nada, ni siquiera lo del Templo Mayor. ¡Estamos terriblemente atrasados!

      Casasola leyó la noticia del hallazgo del cuchillo de obsidiana. En ese momento, le vinieron a la cabeza escenas del sueño que tuvo la otra noche. En la mesa de los periodistas muertos había uno de esos objetos. Verduzco mencionó en clave lo de Tlatelolco, pero, ¿por qué no dijo nada sobre el arma? Recordó una frase que le fue dicha en un sueño más antiguo: “No podemos darte tanta información”. Él tenía que estar atento a las señales…

      –¡No te quedes ahí como idiota! –tronó Santoyo, sacándolo de sus pensamientos–. ¡Dime algo!

      Casasola le devolvió el periódico, intimidado. Nunca había visto a su jefe tan molesto.

      –Entonces es verdad –dijo, aún perplejo–. Estamos lidiando con un asesino ritual…

      –¿Qué dijiste? –Santoyo pareció calmarse por un momento.

      –Asesino ritual –repitió Casasola, casi con culpa–. Pero no es mi ide…

      –¡Me gusta! –lo interrumpió Santoyo, emocionado–. ¿Ya lo ves? Cuando te concentras tienes ideas brillantes. “El caso del Asesino ritual.” ¡Tiene punch! ¡Ahora sal a la calle y tráeme información fresca!

      Casasola pensó en decir algo más, pero optó por despedirse con una inclinación de la cabeza. Se dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta.

      Antes de que la atravesara, Santoyo le dijo:

      –Y ya olvídate de ese pinche disfraz. En este momento los vagabundos me importan un pito partido por la mitad.

      Cuando entró a su departamento, lo primero que Casasola hizo fue abrir las ventanas y regar las plantas. Fue un acto reflejo. La realidad era que sus pertenencias le parecían ajenas e incluso absurdas; miró el enorme florero de cristal en el que había metido varios palos de bambú y se preguntó por qué demonios tenía ese adorno. Igualmente su colección de máscaras de luchadores que colgaban de un perchero le pareció una estupidez. Pero lo que resultaba un auténtico artefacto venido de otro mundo era su laptop, que aguardaba con la tapa abierta sobre el escritorio de su estudio. Casasola sacó su libreta de la bolsa del abrigo y la hojeó, antes de colocarla a un lado de la computadora. Su bitácora del inframundo. Estaba llena de notas y también de manchas de comida y mugre. Sabía que sus días de infiltrado en las calles habían terminado, pero tenía material suficiente para un reportaje. Encendió el boiler y después se contempló en el espejo de la habitación, uno de esos espejos de cuerpo completo que sólo usan las mujeres y que suelen colocar detrás de la puerta; no era suyo, se trataba de uno de tantos vestigios que había dejado Olga, su ex esposa. Observó su disfraz y sólo hasta entonces tuvo plena conciencia de lo ridículo que se veía. “Por eso a los monstruos no les gustan los espejos”, pensó. Pero él no era eso, los monstruos siempre tenían algo de romántico, y él tan sólo era un remedo de vagabundo. Minutos después, se recortó la barba frente al espejo del baño y luego entró en la regadera. Mientras el agua caliente y el jabón se llevaban la suciedad de su cuerpo, provocando un remolino espeso y negro en la coladera, Casasola recordó un relato de Chuck Palahniuk, “Vacaciones en el arroyo”. Contaba la historia de un grupo de ricos que se disfrazaban de indigentes y pasaban temporadas en la calle para romper la monotonía y el aburrimiento. ¿Sería eso lo que lo inspiró a hacer su pantomima? Los vagabundos-millonarios de Palahniuk encontraban la felicidad en la indigencia, porque después de pasar días en la miseria redescubrían los placeres del jacuzzi y los restaurantes caros. Pero para él era diferente. Tras haber compartido los refugios y las sobras de comida con los desposeídos, regresar a la comodidad de su hogar lo hacía sentir como un traidor. La culpa lo invadió y terminó su baño con agua fría. Culpa católica, hubiera dicho Olga. Se dio cuenta de que, durante el mes que estuvo en la calle, prácticamente no pensó en ella, pero ahora que volvía al departamento en el que vivieron juntos, su voz reaparecía puntualmente en sus oídos. Era algo muy parecido al apuntador que utilizaban los conductores de televisión. Y Casasola comprendió el regalo que le había dado la indigencia: librarse por un tiempo de los persistentes ecos de su ex esposa.

      Salió de la regadera y fue directamente al estudio. En uno de los estantes estaba el libro de Palahniuk. Lo abrió y descubrió un subrayado: “No hay nada más fácil que no prestar atención a la gente sin hogar. Puede que seas Jane Fonda o Robert Redford, pero si estás empujando un carrito de la compra por alguna avenida a mediodía, vestido con tres capas de ropa sucia y murmurando palabrotas por lo bajo, nadie se va a fijar en ti”. Ése era, sin duda, el privilegio de los menesterosos. Mientras se ponía los pantalones de mezclilla y una playera limpia, Casasola comenzó a sentir nostalgia por su invisibilidad perdida.

      Santoyo decidió ir a buscar a Quintana a su casa. Tenía un mal presentimiento. Era muy extraño que no le hubiera mandado la nota el domingo por la noche, antes del cierre. Quintana podía perderse días en las cantinas, pero siempre le entregaba algo. “Borracho pero no pendejo”, era su lema. Subió a un taxi y se bajó en la calle José María Marroquí, entre las calles Artículo 123 e Independencia. Allí estaba el edificio Guanajuato, donde vivía Quintana. Era un edificio viejo y enorme, que daba vuelta hasta la calle de Dolores. Santoyo sabía que lo había construido el mismo arquitecto de la Torre Latino. Pero eso a Quintana no le importaba. Pasaba muy poco tiempo ahí porque en ese lugar habían vivido también su ex mujer y su hijo. “Lo único bueno de la Torre Latino es el bar Miralto”, solía decirle Quintana. “Hacen buenos martinis. Y da un placer especial emborracharse en las alturas, mientras abajo las hormigas humanas entran y salen de sus oficinas cargando sus migajas.” En una ocasión, Santoyo le dio un sermón de por qué la Torre Latino era uno de los emblemas de la ciudad, y de cómo ese edificio se levantaba con una elegancia y dignidad poco usual en la arquitectura moderna de la misma. Había resistido, incluso, dos de los peores terremotos sin inmutarse. Pero Quintana se mostró inconmovible. “La única otra cosa que vale la pena de la Torre Latino –agregó– son los suicidas que de vez en cuando asoman por sus ventanas. No todos se arrojan al vacío, como la mujer que retrató Metinides y que después fue rescatada por los bomberos. Pero verlos parados al borde del abismo, con las cabelleras ondeando en el viento, hace pensar que la auténtica libertad es una posibilidad al alcance de la mano.”

      Santoyo tenía llaves del departamento. Quintana se las dio porque sabía que algún día las podría necesitar. Y ese día había llegado. Pero antes de subir, tocó en una cortina de metal que se encontraba a un lado de la entrada del edificio. Una pequeña puerta se abrió y se asomó un hombre tan viejo como el edificio mismo. Era Pajarito, quien tenía en ese local cerrado una cantina clandestina. Cabía la posibilidad de que Quintana se hubiera refugiado ahí; era, por mucho, su tugurio favorito del Centro. Pero en cuanto entró, se decepcionó. Entre las mesas apretujadas y rodeadas de montones de basura no estaba Quintana. Pajarito le dijo que tenía varios días sin verlo, y le ofreció una cerveza. Santoyo la rechazó y salió de ahí con un hueco en el estómago. Se lo provocaba el temor de lo que pudiera encontrar arriba, pero también pensar en las jornadas que Quintana había pasado en ese agujero oscuro y polvoriento, más parecido a un búnker que a una cantina. Ahí no se bebía para pasar un buen rato, sino para desaparecer. Como de costumbre, el elevador no servía. Subió por las escaleras de granito hasta el tercer piso y después enfiló por un largo pasillo. Metió la llave y giró la chapa. Antes de empujar la puerta, se detuvo unos segundos.


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