Toda la sangre. Bernardo Esquinca
solía encontrárseles con los ojos abiertos, pues la muerte los sorprendía antes de que pudieran bajar los párpados. Sacó su celular y marcó el número de emergencias.
6
La terraza tenía una vista magnífica. Desde ella se apreciaban el Templo Mayor, la Catedral y el Zócalo, y también el ajetreo de las personas que colmaban las calles como insectos. Incluso llegaba el rumor de los tambores de los concheros, los infatigables danzantes que rendían tributo al pasado prehispánico y que solían situarse en las cuatro esquinas de Catedral. Había un sol radiante e incluso algunas nubes colgaban en el horizonte, pero Casasola no podía despegar los ojos de Elisa. Tenía que hacer un gran esfuerzo para mantener la mirada en su rostro y no bajarla hacia el escote del vestido, donde asomaba una constelación de pecas que se abultaba en el nacimiento de los senos. Imaginó esas manchas llegando hasta los pezones y entonces no pudo controlar sus ojos; sus pupilas descendieron y lo que vio lo perturbó aún más: una gota brillante de sudor escurriendo por el canal donde se unían los pechos… un acueducto que alimentaría su insomnio. ¿Cuántos años tendría? Le calculó los mismos que él: treinta y nueve. Casasola intentó concentrarse de nuevo. Había localizado a Elisa en el directorio del INAH y le pidió una entrevista; ella accedió de mala gana, le dijo que sólo tenía una hora durante la comida y lo citó en el restaurante de la librería Porrúa. Casasola consultó su reloj y comprobó que ya habían transcurrido cuarenta y cinco minutos.
–Te dije que tenía prisa, pero no es necesario que te atragantes.
Casasola acaba de meterse a la boca un buen trozo de chile relleno de chicharrón. Pero no comía así debido a la prisa, sino al hecho de estar ante su primera comida decente en un mes. Se pasó la servilleta por la boca y le dio un trago a su cerveza.
–Perdona. Es que moría de hambre. Ya tienes que irte, ¿cierto?
Elisa tomó su copa de vino y observó que aún le quedaba la mitad.
–Primero me acabo ésta. Después tendré que dejarte. Pero me quedo tranquila: estás en buena compañía –dijo, refiriéndose al plato de Casasola. Él pidió antes un robalo con huitlacoche y salsa verde, que no lo dejó satisfecho, y después ordenó el chile.
–No cené ni desayuné. Así es la vida de los reporteros…
Ella también había comido, con muy buen diente, una pechuga de pollo rellena de queso de cabra con salsa de chipotle. A Casasola eso le agradó: en algún lugar leyó que las personas con apetito se comportaban igual respecto al sexo, y que, por lo tanto, había que desconfiar de quienes comían con frugalidad.
–Con todo lo que te he dicho, pensarás que estoy loca, ¿verdad? –dijo ella, retomando el tema de la entrevista. Cuando llegó al restaurante estaba tensa, pero el vino la fue relajando, y ahora un agradable rubor asomaba en sus mejillas.
–Para nada. Te busqué porque vi tus comentarios en el periódico. Tu teoría tiene lógica: alguien está reviviendo los sacrificios aztecas en un siniestro performance.
–¿Y por qué la policía no lo quiere admitir?
–Llevo poco en la nota roja; como te contaba, antes fui periodista cultural. Pero me parece que las autoridades propician información ambigua porque eso les da mayor control sobre las personas. Mientras menos se sepa sobre lo que realmente ocurre en la ciudad, ellos llevan las de ganar.
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