Toda la sangre. Bernardo Esquinca

Toda la sangre - Bernardo Esquinca


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rata entrara y pidiera una bebida, se la servirían sin dudar. Casasola ordenó dos cervezas y aceptó el caldo fangoso que le ofrecieron de botana. Por un instante pensó que los camarones se movían en su interior, pero decidió ignorarlo: en verdad necesitaba meterse algo al estómago. Le dio una cucharada y, mientras tragaba aquella sustancia pantanosa, echó una mirada a los maniquíes de toreros que reposaban en enormes vitrinas sobre las paredes: empolvados y desvaídos; más que maniquíes, parecían trofeos de cetrería. Aquel lugar era tétrico, y sin embargo tenía su clientela fiel; en ese momento había un grupo de chicas, borrachas y coquetas que no paraban de arrojar monedas a la rocola y lanzar gritos de emoción cada vez que una canción comenzaba.

      Quintana vació media cerveza de un trago. Lo observó detenidamente y, mientras hacía un gesto negativo con la cabeza, dijo:

      –Qué disfraz más ridículo. Sólo te falta un letrero sobre la cabeza que diga “soy indigente”.

      Casasola también contempló a su interlocutor antes de contestarle. Todo en él era redondo, comenzando por los chinos de su cabello; el resto de su cuerpo, sin embargo, parecía ensanchado por el alcohol: su nariz abultada, los gruesos dedos de sus manos y, sobre todo, su enorme barriga. Pero no mencionó nada de eso.

      –Búrlate, cabrón. Tú tienes la parte fácil: estás en las cantinas emborrachándote, mientras yo ando en la calle, mendigando.

      –No mames. Tampoco te mandaron a Irak sin fusil. Pero bueno, Santoyo sabrá lo que hace contigo. ¿Para qué me buscaste?

      Casasola sacó un recorte de periódico de la bolsa de su pantalón y se lo extendió.

      –Arrojaron tres corazones humanos en el Templo Mayor. Santoyo cree que se trata de un asesino serial.

      Quintana leyó la nota mientras terminaba el resto de su cerveza.

      –Mierda, de lo que me pierdo por andar de pedo.

      –Yo te apoyaré desde las sombras. Pero tú debes llevar el caso, son tus temas.

      Quintana dejó la botella vacía sobre la mesa. Sus ojos no se despegaban del pedazo de periódico y brillaban, excitados.

      –Ya sé cómo lo llamaremos: “El caso del Asesino ritual”.

      Casasola le dio una cucharada más al caldo de camarón, y descubrió con asombro que se lo había terminado. Un mes en la indigencia transformaba cualquier guiso sospechoso en cocina gourmet.

      –Buen título. Si no fueras tan borracho, serías el mejor.

      –Eso no importa. ¿Sabes qué es lo único que importa? No tener miedo a morir y ser parte de las estadísticas. La gran mayoría de los habitantes de esta ciudad viven atemorizados y, además, se la pasan quejándose de todo. Padecen la urbe. ¿Por qué no se largan entonces? La única manera de disfrutar esta ciudad es no teniendo miedo. Nuestros lectores lo saben, y por eso nos siguen con atención. Saben que el siguiente corazón sacrificado puede ser el de ellos, pero no por eso van a atrincherarse en Coyoacán o la Condesa. Los lectores de nota roja son los únicos que conocen el verdadero rostro de la ciudad. Por eso se les menosprecia…

      –Yo soy de los que tienen miedo, lo confieso.

      Quintana hizo una seña al mesero y pidió otra ronda.

      –Al menos no tienes miedo al ridículo. Y eso ya es ganancia.

      PERIODISTAS MUERTOS (I)

      Reconoció el cuarto en penumbra y las sombras que se reunían en torno a la mesa circular. No era la primera vez que soñaba con ellos, aunque tenía tiempo que no lo visitaban. Vestidos de traje, solemnes y crípticos, así eran los miembros del Consejo de Periodistas Muertos de Nota Roja. Incluso así se comportaba Verduzco, su añorado amigo, quien en vida había sido mucho más directo y burlón. “¿En verdad la muerte nos cambia tanto?”, pensó Casasola. No podía saberlo con certeza –a estas alturas le quedaba claro que los muertos evitaban hablar de la muerte–, y por otra parte, no tenía prisa por averiguarlo. Como siempre, había algo en el centro de la mesa. En esta ocasión se trataba de un cuchillo de obsidiana manchado de sangre.

      –Bienvenido –dijo Verduzco, rompiendo el silencio–. Tenemos un mensaje para ti.

      –¿Cómo estás? –pregunto Casasola, y en seguida se arrepintió. Rompía el protocolo, y su pregunta era estúpida.

      –Tienes que dirigirte al antiguo mercado –dijo Verduzco, ignorando sus palabras–. El más viejo de todos.

      –¿Cuál? –interrogó Casasola, y se molestó consigo mismo, porque estaba malgastando el tiempo: los periodistas muertos nunca respondían a una pregunta directa, y sus comunicaciones solían ser muy breves.

      Las sombras crecieron a su alrededor, envolviendo a los hombres trajeados. Antes de desaparecer, dijeron al unísono:

      –Ella es la chica. No la dejes escapar.

      3

      Sintió que los ojos se le cocían y despertó sobresaltado. Casasola estaba en una banca de la Alameda y un rayo de sol le daba directamente sobre la cara. La espalda le dolía, como todas las mañanas desde que dormía en la calle, pero había algo más. Su cráneo parecía crecer y estirar el cuero cabelludo más allá de sus límites, y tenía la boca seca y pastosa. Poco a poco fue recordando las últimas horas: estuvo emborrachándose con Quintana en La Faena hasta que se hizo de noche y el lugar cerró, y después compraron una pachita de tequila barato y continuaron bebiendo en las calles. En algún momento pasó una patrulla cerca de ellos, pero como los tomaron por dos vagabundos, los dejaron en paz. Al menos en actitud, Quintana no estaba lejos de la indigencia, y tras varios días de borrachera consecutiva, su aspecto podía competir con el disfraz de Casasola. En qué momento llegaron a la Alameda y cuándo se marchó Quintana, no lo tenía claro. De pronto, las imágenes del sueño vinieron a su mente, las palabras de Verduzco y los periodistas muertos. Casasola se levantó de la banca y comenzó a dar pasos lastimosos en dirección al Palacio de Bellas Artes. Un grupo de turistas pasó a su lado, cubriéndolo de miradas compasivas. Por un instante se sintió orgulloso de sí mismo y comprendió: para pasar por un auténtico menesteroso tendría que emborracharse a diario. “En la cruda todos somos indigentes”, pensó, “porque la cruda destruye el cuerpo y el alma.” Continuó avanzando y vio el reloj de la Torre Latino: eran las 7:45 de la mañana. Sabía que tenía que ir a algún lado pero, ¿a dónde? El mercado más viejo. ¿Sería La Merced? ¿Tepito? ¿El tianguis de La Lagunilla? Recordó las palabras de Quintana: “El Asesino ritual”. Y una idea vino a su mente: podría tratarse de Tlatelolco, el lugar en el que estuvo el mercado de la antigua Tenochtitlan. Ahora había ahí unos multifamiliares, pero también ruinas prehispánicas. Estaba cerca. Apretó el paso hacia el Eje Central y se subió a un trolebús. Los pasajeros lo miraron con desagrado y se apartaron de él. Casasola se sintió como Moisés separando las aguas; comenzó a disfrutar de su condición de pordiosero y del poder que le concedía. Ahora era un intocable.

      Minutos después se bajó en el Centro Cultural Universitario. De inmediato vio el cerco policiaco, justo a la entrada del recinto arqueológico. Se acercó hasta donde pudo. Vio cómo los peritos sacaban un cadáver de las ruinas circulares del templo de Quetzalcóatl, y lo metían en una bolsa negra. El cuerpo no tenía cabeza. Y estaba despellejado. La escena era irreal. No por su violencia, sino por su contexto. A su derecha, Casasola podía contemplar la extraña perspectiva de la Plaza de las Tres Culturas: el resto de la zona arqueológica, después la iglesia de Santiago, construida tras la Conquista con las mismas piedras rojizas de las pirámides, y más atrás, la mole gris del multifamiliar Chihuahua. Mientras el cuerpo era introducido en una camioneta del Semefo, Casasola pensó que la Ciudad de México era eso: capas sobre capas, un palimpsesto interminable del que se podía extraer cualquier cosa, incluso cadáveres frescos.

      Una mujer rubia y de tez blanca se paró a su lado, sacándolo de sus reflexiones. Le enseñó una credencial al policía que estaba al otro lado de la cinta amarilla y le dijo que era


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