La traición en la historia de España. Bruno Padín Portela
Sagunto el calificativo de «ciudad más heroica del mundo», en la que «Anibal, el mayor guerrero del siglo, se encontró con el genio de la resistencia». Según Lafuente, de «las ruinas humeantes de Sagunto salió una voz que avisó á las generaciones futuras de cuánto era capaz el heroísmo español»[6]. Lafuente sigue a Apiano (aunque también cita a Polibio, Livio, Plutarco o Floro) en el relato de la última noche, cuando afirma que «sitiadores y sitiados empaparon la tierra abundantemente con su sangre (…) Arrojáronse muchos á las llamas, que consumian alhajas y héroes á un tiempo. Imitábanlos sus mugeres, y algunas hundían antes los puñales en los pechos de sus hijos»[7]. La preferencia por el suicidio colectivo antes que la humillación de verse esclavos o la pérdida de la libertad es, de nuevo, un rasgo común en todos estos episodios.
En efecto, el modelo histórico nacional del XIX que ejemplificamos en esta ocasión a través de Modesto Lafuente descansa fuertemente en los axiomas del siglo XVI, esto es, el esencialismo y el invasionismo. El hecho de que la referencia historiográfica de esa centuria se base tanto en las elaboraciones de la época de Ocampo, Morales o Mariana podría ser, en opinión de Fernando Wulff[8], un indicador de la debilidad teórica del Estado burgués unitario, incapaz de crear nuevas interpretaciones acordes a lo que demandaba la sociedad liberal; aunque en otro trabajo también ha indicado que la creación del Estado liberal exigía, en forma paralela, aunque no idéntica a la construcción de los Estados-nación del XIX, formular una imagen de lo que se podría denominar «la personalidad colectiva»[9].
Lafuente no escondía que los saguntinos, además de ser el «primer ejemplo de aquella fiereza indomable que tantas veces había de distinguir al pueblo español», tenían un «origen griego»[10]. Podría parecer incongruente, entonces, que los depositarios primigenios de las esencias combativas nacionales no fuesen en realidad españoles. Pero eso poco o nada importaba a la hora de glorificar el pasado, puesto que Lafuente consideraba que «por españoles contamos ya á los saguntinos (…) despues de mas de cuatro siglos que vivian en nuestro suelo»[11]. Esta «nacionalización» se explica porque constituían una referencia más antigua que Numancia en la definición de un carácter que convenía retrotraer todo lo posible en el tiempo para acreditar su fortaleza. E. Ferrer señala una diferencia notoria entre las historias ilustradas y las nacionales, ya que en las primeras España absorbería a los cartagineses haciéndolos españoles, es decir, supondría una recepción de ideas extranjeras y una cierta reciprocidad, mientras que en los relatos decimonónicos serían presentados como conquistadores avaros cuyo único fin consistiría en explotar las riquezas patrias, sin aportación alguna a nivel cultural[12].
Al abordar la obra de Rafael Altamira, especialmente su excepcional Historia de España y de la civilización española, es conveniente tener en cuenta algunas consideraciones previas. Perteneció este autor a una generación de intelectuales cuyo principal objetivo fue elaborar una visión de la historia de España basada, como expone Gonzalo Pasamar, en los más rigurosos métodos de investigación inventados en el siglo XIX por historiadores germanos y franceses, que a la postre serían sus principales modelos[13]. Para Altamira la labor que debía desempeñar el historiador era, siguiendo los comentarios de C. P. Boyd[14], doble. Además de ampliar el conocimiento histórico fiable en la línea de la tendencia profesionalizadora que el saber histórico estaba desarrollando, también importaba transmitirlo al pueblo, que hasta ese momento había ignorado su pasado[15]. Fruto de esta pretensión veremos una narración más escueta, sobria, lejos de los discursos elocuentes y los alardes retóricos que adornaban las obras de Mariana o Lafuente. Y es que en el caso de Altamira la cuestión de Sagunto se resume en una lucha en la que «entregados á sus propias fuerzas, se defendieron heroicamente, prefiriendo morir antes que aceptar las condiciones de rendición que fijó Aníbal», añadiendo que, aunque los saguntinos intentaron perecer todos y quemar sus riquezas, Aníbal «cogió muchos prisioneros, que distribuyó entre sus soldados, y gran botín de dinero, vestidos y muebles, parte del cual envió á Cartago»[16].
En el relato de Pedro Bosch Gimpera y Pedro Aguado Bleye, inserto en el segundo volumen de la Historia de España dirigida por Ramón Menéndez Pidal, se comienza, en relación con Sagunto, realizando un breve repaso bibliográfico (se cita a Roesinger, Ukert, Joaquín Costa o Flórez) sobre la veracidad de que hubiesen sido los turdetanos los enemigos de los saguntinos antes de la llegada cartaginesa. En cuanto al asedio, se dice exclusivamente que «Roma asistió tranquilamente al sitio de Sagunto» porque «Sagunto se negó a toda avenencia, y Aníbal ordenó el asalto, sobreviniendo la terrible catástrofe. La matanza, según testimonian los historiadores clásicos, fue espantosa; pero muchos de los habitantes de la ciudad sobrevivieron», dejando Aníbal, antes de emprender la marcha a Italia, encerrados como rehenes a los hijos de los caudillos de aquellas tribus ibéricas en quienes tenía menos confianza, como medio de asegurarse su fidelidad[17].
Cabría preguntarse, no obstante, por qué despertó Sagunto primero, y después Numancia o el norte peninsular, la atención de cartagineses y romanos. O, dicho de otro modo, en base a qué se puede explicar el componente invasionista que jalona buena parte del pasado español. La explicación habitual funde sus orígenes en época visigoda, cuando Isidoro de Sevilla redactó en su Historia Gothorum el célebre Laus Spaniae, que mantuvo una clara vigencia hasta principios del siglo XX. Excede con mucho la finalidad que aquí nos hemos planteado, más modesta, desarrollar un análisis exhaustivo de la magna obra del polígrafo hispalense, aunque sí creemos pertinente citar algún pasaje que nos ayude a evidenciar esta particular querencia de los invasores por el suelo peninsular. Escuchemos a san Isidoro:
Tú eres, oh España, sagrada y madre siempre feliz de príncipes y de pueblos, la más hermosa de todas las tierras que se extienden desde el Occidente hasta la India (…) Con justicia te enriqueció y fue contigo más indulgente la Naturaleza con la abundancia de todas las cosas creadas, tú eres rica en frutos, en uvas copiosa, en cosechas alegre (…) Tú te hallas situada en la región más grata del mundo, ni te abrasas en el ardor tropical del sol, ni te entumecen rigores glaciales, sino que, ceñida por templada zona del cielo, te nutres de felices y blandos céfiros (…) Y por ello, con razón, hace tiempo que la áurea Roma, cabeza de las gentes, te deseó[18].
La impronta isidoriana en los relatos nacionales no iba a pasar desapercibida. De hecho, esta tradición se engarza ya en el discurso histórico español de época medieval y moderna. Quizá el autor que mejor sintetiza esta descripción geográfica que constituía el inicio de la reelaboración mitificada del pasado colectivo, y a la que se le reservaba el comienzo de cada volumen, es Modesto Lafuente, quien define el suelo español como «privilegiado, en que parecen concentrarse todos los climas y todas las temperaturas (…) suministra ademas al hombre cuanto razonablemente pudiera apetecer para su comodidad y regalo», sentenciando que «si algun estado ó imperio pudiera subsistir con sus propios y naturales recursos convenientemente explotados, este estado ó imperio sería España»[19]. No parece importar que la alabanza de Isidoro estuviese dedicada a los godos o que hubiese transcurrido más de un milenio hasta la época liberal, puesto que Lafuente da buena cuenta de su maleabilidad para emplearla en la situación que más convenga a su narración e intereses. El alcance de sus palabras es todavía mayor si tenemos en cuenta que, en tanto que autor