La urgencia de ser santos. José Rivera Ramírez

La urgencia de ser santos - José Rivera Ramírez


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porque aquello no tenía raíz, sencillamente. Y cuando vinieron las aguas se hundió.

      –¿Por qué no me secularicé yo ni el otro o el otro?

      –Bueno, no voy a decir que ningún español tenía nada de raíz en Cristo, pero la sustancia de ese deterioro tan absoluto del catolicismo español es sencillamente que no estaba arraigado en Cristo ¡y no hay más historias! ¡no hay más razones! Luego se pueden ver montones de señales... pero la razón es esta y es que, además, está en el evangelio.

      Decía: “ver si estamos nosotros arraigados” ¡Que nos conozcamos!... Que nos demos cuenta ¿Es mi raíz, es mi personalidad la que va creciendo a partir de mi filiación divina o simplemente voy plantándome una serie de costumbres, de costumbres mentales incluso, de hábitos que se deterioran con otros hábitos u otras costumbres y otras maneras? Por eso cambia la moda y cambian las personas también. Y ahí, darnos cuenta de lo fácil que nos es el sustituirnos a nosotros mismos por razonamientos o por lo que sea. El vernos como una unidad. Por ejemplo: uno dice: – “Pues yo estoy predicando y, sin embargo, la gente no me hace caso...” Yo le contesto: –“¿Y a qué llama usted predicar?... El decir palabras no es predicar sin más.

      Jesucristo nos ha enviado a dar testimonio, no a hablar. He puesto siempre este ejemplo: “la verdad es la adecuación moral de la palabra con el hecho” ¡mentira y gorda...! La palabra siempre es un puro signo de la persona que habla. Cuando mi padre estaba escondido y venían los rojos y preguntaban “¿está D. José?” Mi madre para decir la “verdad” ¿tenía que haberles dicho: “está escondido, búsquenle”; luego jugamos como en el lago: frío, frío, coger agua del río, caliente, caliente...? Se dice que no está; ¿se miente? En absoluto; ¿por qué? Porque esa pregunta no tiene... Sencillamente, habla la persona, y la persona habla en su contexto y situación... Entonces, para que yo predique de verdad hace falta que yo sea yo y que yo sea un predicador. Y no basta con decir que lo que digo es verdad y que la gente no me hace caso, porque la gente no tiene por qué hacerme caso, porque [Jesucristo] no me ha enviado a hablar, a razonar, me ha enviado a dar testimonio.

      En la medida que la palabra que estoy diciendo es un testimonio, porque forma parte de la expresión de un testigo, en esta medida, si me rechazan estarán rechazando un testimonio de Jesucristo; pero si están rechazando simplemente una serie de cosas que diga yo, aunque estén muy bien dichas, no están rechazando nada porque [lo que digo] no me está expresando.

      Pues ver este aspecto de radicalidad. Para eso hace falta que me vaya conociendo a mí. Conocimiento propio no es una consecuencia de la tendencia psicologista moderna, es una cosa muy vieja en los autores espirituales: conocer a Dios y conocerse a sí mismo; san Agustín ya lo decía –sólo que lo decía en latín– “Señor que te conozca y que me conozca”. Se trata de conocernos, estar examinando: ¿lo radical de mi personalidad está arraigado en Dios? Radicalidad en cuanto a Dios y radicalidad en cuanto a mí.

      La radicalidad en cuanto a las cosas

      Pero además otra cosa, radicalidad en cuanto a las cosas: en cuanto a qué sentido tienen las cosas en sí, las tareas que vamos a hacer; lo cual naturalmente supone una actitud de acogida, de entendimiento, y partiendo de ese conocimiento, y como consecuencia, una actividad desbordante realmente. Estar atento a las cosas, ver cuál es su realidad y ver qué hay dentro y ver de dónde salen... Hay esta costumbre, ¿por qué la hay? Quiere decir que tenemos que conocer también a las demás personas en su realidad personal, por tanto en su radicalidad. Por una parte, ciertamente, tenemos tendencia a esto, porque tenemos raíz sencillamente, porque realmente nuestra raíz está en el Padre eterno porque nos está engendrando en última hora en el Verbo. Pero también tenemos tendencia a lo otro... Tenemos tendencia a esto porque somos unas personas y tenemos tendencia a la superficialidad porque empezamos de chiquititos a conocer por los sentidos y seguimos conociendo por los sentidos y porque, como nos hemos criado –sin meterme con los padres ni las madres de nadie, ni con los maestros y curas que nos hayan tratado– viendo, oyendo y sorbiendo un ambiente en el cual, lo sensible, aunque no se dijera nunca que era más importante que lo que no se ve, pero de hecho se le estaba dando más importancia en ciertos momentos determinados, pues nos hemos criado con una tendencia a dar importancia a las cosas... superficialidad sencillamente.

      Gracias a Dios, muchas veces hay más hondura de la que parece pero estamos viviendo muy en la superficie, lo cual quiere decir que no estamos viviendo, que nos estamos desgastando. Por eso, la gente, cuando llegan casos que manifiestan, descubren, la radicalidad o toma unas actitudes muy radicales también –se convierte– o, al revés, lleva hasta el extremo los aspectos sensibles; quiero decir que, ante una peste, por ejemplo, hay gente que se convierte y hay gente que le da por aumentar las orgías, sencillamente. Esto pasaba en la guerra igual; los soldados venían a descansar al seminario y uno veía que había dos clases: unos que les daba por lo devoto (“dentro de nada hay un ataque y existe un cincuenta por ciento de [probabilidad de] que nos maten o nos dejen completamente inútiles”), y entonces les daba por la devoción, se confesaban y se preparaban a bien morir por si acaso; pero otros era al revés: [les daba] por emborracharse y por preguntar dónde estaban las casas de prostitución para divertirse más. ¿Por qué? Porque el hombre unas veces reacciona con su radicalidad poniéndose radicalmente bien y otras veces es al revés; reacciona ante los casos extremos. Esto por lo que se ve es normal, bueno, en cierto sentido es anormal, porque debía ser lo primero nada más; es lo que suele suceder... Yo no he estado en otra guerra más que en esta, pero he leído bastante de otras guerras, pestes y cosas por el estilo y veo que pasa eso.

      La interioridad

      El otro aspecto –todos están en relación– es la interioridad. Es muy curioso cómo nosotros estamos continuamente –está en relación con lo anterior– con una serie de cosas que tienen mucha relación precisamente con lo sensible, porque entran por lo menos –aparte que también tienen su sensibilización– en la zona de lo controlable, intelectualmente también razonable, y podemos quedarnos tranquilos. Hay una cosa que leí hace muchísimos años y que me hizo gracia en un libro de Bertot; dije: “pues lleva toda la razón porque a mí me pasa eso”: llegaban los exámenes en el instituto y uno se sentía angustiado porque no sabía nada de la mitad de las asignaturas y entonces... “¡esto no puede ser! ¡esto hay que arreglarlo! ¡hay que empezar a estudiar!” Entonces me cogía los textos –no era el ejemplo que ponía él, pero vamos...– los programas, veía los días que me quedaban, hacía la distribución y esa tarde ya me había quedado tranquilo, como si lo hubiera hecho, ya daba lo mismo, ya no hacía falta estudiar, ya sabía que cada tarde tenía que estudiar tres lecciones de matemáticas, cinco lecciones de física, cuatro de química... Y, una vez que había hecho la distribución, a descansar... porque ya todo está hecho... Luego no estudiabas, claro, pero te habías quedado tranquilo.

      Esto nos viene a pasar igual con la vida cristiana: en cuanto podemos colocar unas cuantas normas: “hay que venir a misa, hay que comulgar...” Si veis la historia de la Iglesia, esto va pasando continuamente ¡es divertidísimo! En cuanto se han establecido unas leyes... ya si se guardan importa menos, pero ya tenemos todo legislado, ya sabemos lo que está bien, lo que está mal, y la interioridad se queda como antes... A mí me resulta extraordinariamente curioso porque me parece que una de las notas que más se resaltan en los evangelios, en las discusiones de Jesucristo con los fariseos, es cabalmente esto. Jesucristo no dice nunca que no haya que hacer ciertas cosas, es más, dice expresamente que éstas no hay que omitirlas, pero claro, hay que partir de la interioridad, porque, por ejemplo, lo que mancha al hombre no es lo que entra de fuera sino lo que sale del corazón.

      Esto no lo niega nadie, pero luego en la práctica lo practicamos muy poco; [basta] estar en una reunión de superiores... En cuanto nos podemos apoyar en unas cuantas normas externas que se guardan bastante bien, ya tenemos la conciencia tranquila. Y claro, resulta que lo característico del evangelio respecto de las interpretaciones generales de la gente piadosa –no digo de la piadosa de verdad, sino de la gente piadosa oficialmente de los judíos, los fariseos por ejemplo– es cabalmente esto: que Jesucristo busca lo interior y ellos se contentan con lo exterior. Pero es que seguimos igual.

      Entonces, pues, examinaros un poco: ¿Qué fuerza tiene en mí la tendencia a lo


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