Ensayos bárbaros. Jordi Soler
los veinte años de edad, un enorme almacén donde vendía de todo, desde un termómetro hasta un caballo.
Es probable que aquel muchacho espabilado haya sido también el inventor del supermercado.
Desde aquel negocio, digamos, convencional, P.T. vislumbró que el dinero de verdad estaba en el mundo del espectáculo y, para llegar hasta él, dedicó siete años a cabildear, a establecer alianzas y complicidades, con el objetivo de conseguir el permiso para establecer un misterioso negocio que, originalmente, prohibía la ley del Estado de Nueva York. Como no había dificultad que lo detuviera, y en todo caso estas le servían de acicate, en 1836 consiguió inaugurar un teatro poliédrico, escorado hacia el circo y el bar, que tenía el desasosegante nombre de Gran teatro musical y científico Barnum.
Dentro de aquel teatro, que ocupaba todo un edificio, actuaba y se exhibía una delirante troupe compuesta por gigantes y enanos, mujeres barbudas y negros albinos, un grupo actoral que a un empresario de este siglo nuestro le hubiera costado la clausura del lugar, pero no a P.T. Barnum que en esos años estaba inventando el show business; era pionero de un negocio que nadie había tenido tiempo de tipificar, y podía darse el lujo de exhibir dos piezas, increíblemente fraudulentas, que acabaron haciéndolo muy rico: la momia, falsa, de una mujer-pez, de nombre artístico La Sirena Fiji, y una mujer paralítica y ciega, de ochenta años, a la que la publicidad del espectáculo achacaba ciento sesenta y el dudoso pedigrí de haber sido la enfermera de George Washington.
Esto que cuento aquí es de verdad, y aunque hoy puede parecernos una chapuza colosal y, en el caso específico de la viejecita, una canallada que raya en el delito, la gente de Nueva York acudía en masa a ver eso, y todo lo que presentaba P.T. Barnum.
Pero lo verdaderamente escalofriante de la biografía de este empresario era su divisa, la idea sobre la que fundamentó su imperio: «Cada segundo nace un nuevo idiota».
P.T. Barnum no tenía ni escrúpulos ni vergüenza, era un empresario muy convincente y su propuesta resultaba atractiva; la gente se acercaba a su negocio sin oponer resistencia, se dejaba llevar y muy pocos dudaban de la veracidad de la enfermera o de la autenticidad de la Sirena Fiji. ¿Cómo podía ser toda esa gente tan ingenua, y P.T. Barnum tan descarado? Seguramente porque así está estructurada la sociedad, hay listos que viven de una gran masa de personas que creen en ellos, en lo que dicen y en lo que hacen y proponen.
Creer es más fácil que no creer, implica menos tiempo y menos esfuerzo, sobre todo en esta época donde la información copa todos los espacios públicos y domésticos, y todo lo que hace el ciudadano es dejarla entrar, y permitir que influya en su punto de vista y en sus decisiones. En ese mar de datos, desprovistos de su contexto, que bulle cada minuto en las pantallas del ordenador o del teléfono móvil o de la televisión, se nos dice un montón de cosas en las que hay que creer, o no, como si se tratara de un dogma de fe, porque van avaladas y amplificadas por un medio de comunicación serio, o por una institución solemne como la banca o el Estado.
La credulidad de esa gran masa que consume información cada minuto es una de las piezas clave de la crisis económica. Desde luego que la banca abusó de su clientela, pero también la clientela tiene la responsabilidad de haber creído, de haber tenido fe en el banco en lugar de reflexionar sobre la conveniencia de obtener dinero tan fácilmente. La banca nos vendió a la sirena Fiji, y a la enfermera del presidente Washington, a esta gran masa de idiotas, que nacemos cada segundo, y que tan bien tenía identificada el listo de P.T. Barnum.
Es verdad que el eje del poder mundial se ha corrido hacia el Este y que la geopolítica tiene nuevos e inquietantes elementos; sin embargo el orden mundial que estableció P.T. Barnum sigue intacto: unos cuantos listos siguen viviendo a costa de una multitud de idiotas.
Cada día recibimos información para creyentes, datos que apelan más a la fe que a la ciencia, en todos los campos y disciplinas de la existencia. Se nos informa de las bondades indiscutibles de la comida orgánica, sin presentarnos nunca un análisis riguroso, con pruebas, resultados y estadísticas, para que podamos reflexionar y decidir, y con base en esa misma credulidad, en esa ausencia flagrante de contexto y de relato, se nos habla, con menos sensatez que autoridad, de lo nefastos, o no, que resultan para la infancia los juegos electrónicos; de la importancia, o no, de amamantar a los niños, hasta los tres, seis u ocho meses; también se nos informa, por escrito o en una tertulia radiofónica, de lo perjudicial que resulta la cercanía del teléfono móvil para ciertos órganos vitales, y se nos vende como rigurosamente ciertos, aunque no lo sean, los ingredientes que aparecen en el empaque del cereal, o de la bollería industrial o de los refrescos, y de paso se nos habla de las propiedades cancerígenas que adquiere el agua recalentada por el sol dentro de un botellín de plástico convencional. Sobre este último caso hay un debate serio en Estados Unidos cuyo resultado son unas botellas de plástico anticancerígenas, que inventó el P.T. Barnum de turno, y que cuestan diez veces más que un botellín de agua normal.
Todo esto es información para creyentes, datos que no resisten el análisis y que circulan por esa franja gris, donde nada es mentira ni verdad, en la que los listos se mueven como peces en el agua.
Los creyentes servimos a todos los niveles y nuestra credulidad resulta especialmente gravosa en un momento crítico como este, en el que los idiotas que nacemos cada segundo tendríamos que ser absolutamente escépticos ante esa información abstracta, y convenientemente opaca, que se nos administra todos los días como, por ejemplo, los indicadores económicos, las cifras del rescate financiero, el ahorro que suponen los recortes, la batalla etérea contra la corrupción y los funcionarios corruptos, las medidas que se están tomando para paliar la crisis y los años que nos va a tomar recuperarnos. Los ciudadanos requerimos más datos que nos permitan entender lo que está pasando, porque estos temas tan graves no podemos enfrentarlos con la tranquilidad y la ingenuidad de los creyentes.
El viaje de Thomas Mann
El escritor Thomas Mann desconfiaba de esa idea, muy generalizada, de que los libros que se leen durante un viaje tienen que ser «tonterías para matar el tiempo», textos ligeros y superficiales. «No comprendo por qué una ocasión tan solemne y seria como un viaje es una razón para ser menos exigente en las costumbres espirituales». Esto lo escribió en un curioso diario, que fue anotando a bordo de un barco que lo llevaba a Nueva York, desde un puerto holandés. Como el viaje hasta el continente americano duraba nueve o diez días, el pasajero tenía tiempo de leer varios libros en alta mar, echado en un camastro de la cubierta y protegiéndose de la humedad de la intemperie con una manta sobre los hombros. La primera entrada de este diario está fechada el 19 de mayo de 1934 y desde las primeras líneas nos cuenta que el libro que ha elegido para ese viaje es Don Quijote, nada de tonterías para matar el tiempo. El diario que escribió Mann durante su viaje en barco se titula A bordo con Don Quijote, y más allá de lo que, con su apabullante lucidez, nos dice de su lectura de Cervantes, lo que nos cuenta es un viaje entre Europa y América hecho a una velocidad que permitía a los pasajeros desplazarse a, digámoslo así, escala humana, sin cambios bruscos de horario ni cabinas presurizadas. Aunque el diario está escrito en 1934, años antes de que hubiera vuelos comerciales entre los dos continentes, Mann ya se quejaba de «esa manía de los récords con que los colosos atraviesan en cuatro o seis días las lejanías inmensas que hay entre nosotros». Los colosos que batían récords eran también barcos, que iban al doble de velocidad. Las reflexiones que sobre su viaje va haciendo el escritor nos hacen ver lo mucho que ha cambiado, en ochenta años, no solo la forma de viajar sino, y sobre todo, la idea de viaje. Hoy el desplazamiento de un país a otro es un trámite inevitable que se cumple a toda velocidad, ese viaje que a Mann le tomaba diez días hoy se hace en unas cuantas horas. Goethe, otro alemán, se empeñaba en observar los fenómenos de manera natural, no quería aumentar artificialmente esta capacidad con telescopios o microscopios, y lo mismo pensaba Mann de los viajes, del desplazamiento de un continente a otro porque, decía, el tiempo está orgánicamente unido al cuerpo. Cuando Thomas Mann hace ese viaje a Nueva York, ya estaba, a pesar de ser Premio Nobel, señalado por el Nacionalsocialismo alemán, la Universidad de Bonn le había retirado, «a causa de la excomunión nacional», su doctorado Honoris Causa y ya había pronunciado su célebre conferencia, «Un llamamiento a la razón», donde calificaba al nazismo que ya subía como la