Ensayos bárbaros. Jordi Soler

Ensayos bárbaros - Jordi Soler


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Como puede intuirse, ese viaje de Thomas Mann con El Quijote bajo el brazo, era un poco poner los pies en polvorosa.

      El barco que lo lleva a Nueva York hace una escala en Inglaterra, en Southampton, después de un trayecto de mar inquieta que hace a Mann preguntarse sobre la conveniencia de escribir cada día durante el viaje, «la costumbre de hacer estilo por la mañana después del desayuno, aun en circunstancias tan adversas». En cuanto el barco inicia su gran travesía, ya sin escalas, por el Océano Atlántico, los pasajeros se encuentran con un anuncio, en la pizarra donde normalmente se anuncia el menú, que los invita a reunirse, sobre las once de la mañana, en la zona de los botes salvavidas. Ahí un marinero les explica el protocolo de emergencia, qué lancha le toca, según el número de camarote, a cada quién, y qué asiento le ha sido asignado. El protocolo recuerda al de los aviones, que antes de despegar escenifica una azafata, mostrando a los pasajeros las salidas de emergencia y la manera en que hay que colocarse la mascarilla de oxígeno, en caso de que la cabina se despresurice. La diferencia de protocolos entre el barco de 1934 y el avión del siglo XXI es la velocidad: la rapidez con la que se desplaza el avión impone su velocidad a la tripulación y a los pasajeros, todo hay que hacerlo rápidamente, las instrucciones para gestionar un accidente, pero también las comidas, que están perfectamente cronometradas, con sus platitos y sus vasitos muy pequeños para que se coma y se beba sin demora, y lo mismo pasa con el baño que es un cubículo mínimo que invita a hacerlo todo rápidamente. La velocidad requiere de un diseño aerodinámico que exige apretarlo todo en el mínimo espacio posible, justamente lo contrario de lo que sucedía en el barco de Thomas Mann, en 1934, donde los pasajeros comían dilatadamente, en grandes mesas, con platos de porcelana y grandes copas de cristal donde bebían vino de una botella normal, no de esas deprimentes miniaturas, hijas de la era de la velocidad, en las que nos dan el vino en los aviones. Después de comer, en ese barco, los pasajeros podían hacer la siesta, acostados en su cama o en un camastro, o deambular por la cubierta recibiendo la brisa fresca del mar en la cara, y toda esa amplitud estaba relacionada con la gran cantidad de tiempo que duraba el viaje. El tiempo se dilata en el barco mientras que en el avión se comprime, en una escandalosa proporción: 10 días en uno se reducen a 1/3 de día en el otro.

      «La travesía de un barco por el horizonte es algo bello y orgulloso; un movimiento más digno y decidido que el correr de los trenes», escribe Thomas Mann en su diario, y su referencia a los trenes, como ejemplo de transporte veloz, nos da una idea de lo que podría opinar el escritor del vuelo Madrid-México de Iberia en clase turista. Al hilo de ese movimiento «digno y decidido» con que va avanzando el barco, el escritor se asombra de la inmensidad del mar y, sobre todo, de que durante varios días de navegación, no han visto, ni siquiera a lo lejos, otro barco; parece que van solos pero él sabe bien que el océano está cuadriculado de rutas marítimas, lo que sucede es que el margen que tiene cada embarcación para navegar es enorme, «hay demasiado sitio» y en el mar «el espacio tiene algo de cósmico».

      Además de la pizarra del menú, que sirvió para convocarlos a la explicación del protocolo de emergencia, hay otra en la que se va ajustando el horario, que cambia a medida que el barco se acerca al continente americano. «Cada día la pizarra negra nos advierte que debemos retrasar nuestros relojes de media hora hasta cuarenta minutos. Ayer fueron treinta y nueve», cuenta Thomas Mann, y después nos dice que hay que ajustar el reloj a medianoche, aunque él y su mujer manejan esa convención según el ánimo que tengan: si sienten que la noche se hace demasiado larga, a las 11:20 adelantan el reloj para que, súbitamente, sean las 12:00. Estos amables y paulatinos adelantos del reloj permitían al pasajero viajar unido orgánicamente al tiempo y, cuando desembarcaba en el muelle de Nueva York, lo hacía a tiempo, es decir, que la hora del puerto y la del cuerpo eran exactamente la misma, no había desfase temporal. La experiencia era radicalmente distinta de la que tiene el pasajero del avión, que retrocede ocho horas de golpe y se baja en la terminal con el cuerpo a las doce del día y el reloj local a las ocho de la noche, un fenómeno que aunque es experimentado por miles de personas todos los días, no tiene nada de normal.

      Thomas Mann nos cuenta en su diario de viaje, con gran ilusión, de la noche en que se viste de smoking para asistir a una función de cine, en uno de los salones del barco; nos habla, con mucho asombro, del raro privilegio que significa ver una película en alta mar, de la enorme pantalla y del «aparato maravilloso, proyector de la imagen y emisor del sonido», y añade «a grado tal de progreso ha llegado la linterna mágica de nuestros años pueriles». Ahora visualícese usted, apretujado en su asiento de avión, mirando una película en la pantallita que tiene a quince centímetros de los ojos, engarrotado después de nueve horas de vuelo y soportando la pirotecnia dispéptica que le disparó el pollo de la cena, mientras Thomas Mann nos cuenta su experiencia: «vestidos de smoking, sentados en nuestras butacas entre la tácita elegancia oscilante del salón, ante doradas mesitas, bebemos nuestro té, fumamos nuestros cigarrillos y contemplamos las sombras animadas y parlantes». Además de las comidas con vino, vajilla y orquesta, de las siestas y de los paseos por la cubierta, y de las funciones de cine que daban a los pasajeros la ilusión de estar en tierra firme, en el barco se publicaba, cada mañana, un periódico con las noticias del mundo que llegaban por radio y que se redactaban e imprimían ahí mismo. De manera que el escritor, cuando salía de su camarote, recién duchado rumbo al desayuno, recogía el periódico que un marinero le había dejado en la puerta.

      El último día de viaje, cuando ya están cerca de la costa de Estados Unidos, se encuentran, por primera vez, con un barco y Thomas Mann anota una curiosa costumbre marítima; dice que cuando se iban acercando los dos barcos, a una señal que salió del silbato del puente de mando, arriaron sus banderas y que después de pasar uno al lado del otro, ya que se habían distanciado y obedeciendo un nuevo silbatazo, las volvieron a izar.

      El barco llegó a Nueva York una mañana de niebla, lo primero que vieron Thomas Mann y su mujer fue la Estatua de la Libertad, que les pareció un «recuerdo clasista, símbolo ingenuo, tan extraño ya en los días que vivimos». Después el barco apagó los motores y empezó a ser remolcado hacia el atracadero. Mientras se van acercando, el escritor experimenta cierto desasosiego, la ausencia del rumor que producían los motores provoca un extraño silencio, un vacío que le hace pensar en su lectura de Don Quijote, en el sentido que tiene su viaje a Nueva York, y en el ambiente hostil y oscuro que empezaba a adueñarse de su país, aquel mayo de 1934.

      La lentitud

      Los hermanos Rothschild hicieron su inmensa fortuna gracias a la velocidad con que recibían y emitían información. Desde luego que también contaba su endemoniado olfato financiero, su arrojo y su legendario talento para introducirse en los círculos del poder de medio planeta. Pero estas calidades necesitaban de la velocidad para transfigurarse en el imperio que consiguieron forjar.

      La fortuna de los Rothschild tiene su origen en los variados negocios de compra-venta que hacía en Fráncfort el patriarca, Mayer, a mediados del siglo XVIII, pero desde 1810 la familia se dedica casi exclusivamente a comprar y vender dinero.

      Si rastreamos el origen de la crisis económica que padecemos, de esas operaciones financieras instantáneas que en un momento enriquecen a un individuo y ponen en jaque a un país; si tiramos de ese hilo a lo largo de la historia, llegaremos a las primeras operaciones financieras de los Rothschild.

      Pongamos, como ejemplo, la batalla de Waterloo (1815). La bolsa de Londres esperaba con nerviosismo el resultado: si ganaba Napoleón caía el valor de los bonos consolidados ingleses y, si perdía, el precio de estos bonos aumentaba significativamente. Los Rothschild, al tanto del valor que tenía la información en las operaciones financieras y, sobre todo, de que esta tenía que llegar a toda velocidad, implementaron un sistema propio de correos, donde había palomas mensajeras y personas que corrían, o cabalgaban o navegaban de un lugar a otro, con valiosa información en las alforjas. Esto pasaba antes de la invención del telégrafo.

      Nathan Rothschild, el hermano que llevaba los negocios en Inglaterra, fue a plantarse personalmente al puerto de Folkestone, a esperar el velero donde venía uno de sus hombres, que había embarcado en Ostende, con un periódico holandés, de tinta todavía fresca, que llevaba la noticia de que Napoleón había perdido la batalla. Nathan se desplazó a toda velocidad a la bolsa de Londres y, en


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