Ensayos bárbaros. Jordi Soler
del mercado financiero, un gesto suyo bastaba para hundir o levantar una emisión, pues todos sus colegas seguían su ejemplo. Una vez hundido el valor de los bonos, un minuto antes de que fuera demasiado tarde, Nathan compró, por un precio irrisorio, un paquete enorme de esos bonos cuyo precio, al conocerse la noticia de la derrota de Napoleón, se iría a las nubes.
En aquella época la velocidad de la información era la de los caballos, la del jinete que cabalgaba llevando la noticia, hasta que unos años más tarde, también los Rothschild, comenzaron a desarrollar el ferrocarril, una máquina más veloz que el caballo, que en su momento fue vista con escepticismo e incluso con temor.
El tren democratizó los viajes por tierra pero antes, a pesar de esas bondades que hoy nos parecen tan evidentes, tuvo que vencer la reticencia de la gente que, como pasa cíclicamente desde el principio de los tiempos, recela y hasta teme los nuevos inventos. Pensemos, por ejemplo, en la desconfianza que produce hoy el libro electrónico, que se parece a la que en su tiempo acompañó al teléfono móvil y al microondas, que emitían perniciosas radiaciones. Un temor fundamentado en la desconfianza que producen la ignorancia y la inexperiencia, parecido al que hoy acompaña a los videojuegos de la PlayStation: «Te vas a convertir en asesino serial», «te vas a volver idiota», se le augura, sin mucho fundamento, al niño.
Para atenuar el desconcierto que producían los primeros trenes al pasar por los pueblos europeos, se contrataba un jinete que iba a todo galope en su caballo, quinientos metros por delante de la máquina, avisando a gritos que venía el tren, tocando frenéticamente una trompeta y espantando animales y gente que todavía no asociaba los rieles con la locomotora, y a esta con un porrazo mortal.
A pesar de los gritos y las trompetas de aquellos esforzados jinetes, la prensa de la época arremetía con saña contra el nuevo invento. En Austria, por ejemplo, se aseguraba que el sistema respiratorio humano no resistiría una velocidad continuada de más de quince millas por hora sin averiarse, y que los pasajeros llegarían a su destino sangrando por la nariz, los ojos y las orejas. En Francia los periódicos vaticinaban que las chispas que producía la máquina provocarían incendios devastadores que terminarían transfigurando al país en un desierto; o que a su paso las locomotoras generarían estampidas de ganado y que el hollín que se desprendía del humo marchitaría las flores y provocaría infecciones cutáneas en los niños.
Aquel horror pasó pronto, como pasa cíclicamente con algunos inventos, y unos meses más tarde los trenes circulaban sin jinete por delante, sin pasajeros sangrantes y sin desertizar a su paso los campos. La humanidad digirió a aquel monstruo, y quedó lista para el siguiente miedo.
Con el tren los negocios de los Rothschild adquirieron más velocidad, igual que la información, y que la vida misma, que a partir de entonces se desembarazó de la lentitud de escala humana y comenzó a correr desaforadamente.
En este milenio, el viaje que hacen los periódicos para llegar frente a los ojos del lector ha cambiado radicalmente, ha pasado de la velocidad del tren, de la furgoneta o del avión, a la velocidad de la Red, que es la del instante. Y cuando las noticias no tardan más que un instante en llegar, generan un vacío temporal —ese que ocupaba su desplazamiento— que obliga a producirlas, las haya o no, a la misma velocidad. Y luego hay que sumar las noticias que van montadas en la radio o en la televisión, que ya nacieron así, moviéndose con inaplazable urgencia, a esa velocidad que también se cuela por el móvil, por el ordenador y por la tableta, y que termina contaminando todos los estratos de la vida.
Estamos saturados de noticias veloces, que no siempre son importantes y, quizá, sería mejor no saberlas porque consumen un tiempo, y un espacio, que podríamos aplicar en otra cosa.
¿Y de qué nos sirve a usted y a mí, personas normales que no esperamos noticias urgentes para hundir o levantar el mercado bursátil, tanta velocidad? ¿A qué viene tanta prisa?
En la película El discreto encanto de la burguesía, del genial Luis Buñuel, un escuadrón militar departe en el comedor de una familia, en una casa campestre; charlan animadamente mientras les van sirviendo la comida. De pronto, llega un mensaje de la comandancia que los obliga a levantarse precipitadamente de la mesa y salir al campo a batirse a tiros con el enemigo. Ignorando la velocidad que acaba de imponerles la comandancia, el jefe del escuadrón ordena a sus soldados que regresen a su sitio en la mesa, y pide a uno de ellos que cuente lo que soñó la noche anterior. El soldado, que por lo visto posee una excepcional riqueza onírica, comienza a narrar despaciosamente su sueño y la velocidad se interrumpe, se impone la calma, se establece un territorio en el que los soldados se refugian de la precipitación y de la prisa.
Un paisaje, un acontecimiento, una experiencia vividos a toda velocidad, son distintos si se viven con lentitud: se encuentra uno con esa experiencia como si fuera la primera vez. Para conseguir esto basta con seguir los pasos del personaje de Buñuel, bajarse de la vida veloz y abrazar la vida lenta.
La lentitud. El desplazamiento a escala humana nos permite practicar la arqueología interior, hacer un viaje hacia dentro en busca de astillas y fragmentos que nos conduzcan hasta un descubrimiento crucial que termine reorientándonos la vida; un descubrimiento que difícilmente vendrá del exterior. No sé si será exagerado decir que tanta velocidad nos impide conocernos.
La vida lenta. Hacer largas caminatas mientras se ensaya esa arqueología interior, conversar sin prisa y de manera arborescente, contar historias alrededor del fuego, observar con mucha atención, durante mucho tiempo, cómo se mueve la hoja de un árbol, o de qué forma pasa el viento sobre la hierba, porque ahí está la verdadera información, la verdadera noticia que es el misterio del mundo.
La vida sin cuerpo
En su viaje poético entre la carne y el espíritu, Jaime Gil de Biedma llegó a una interesante ecuación a la hora de jerarquizar los elementos del amor: «Que sus misterios, como dijo el poeta, son del alma, pero un cuerpo es el libro en que se leen». La idea no es original pero es bellísima, y tiene que ver con esa otra idea de raigambre presocrática que dice que el cuerpo también piensa, que el pensamiento tiene una dimensión física y que dividirnos en cuerpo y alma es una arbitrariedad pues somos, en realidad, una unidad que siente y piensa y que, abusando de los versos del poeta, el cuerpo es el libro en que se leen, no solo los misterios del amor, sino cualquier capítulo de la historia personal de cada uno.
La idea no es original, como digo, hasta el gran Bob Dylan la dice, a su manera, en una de sus canciones: «Si no crees que este dulce paraíso tiene un precio, recuérdame que te enseñe mis cicatrices». Pensando en esto, y en aquel momento de la leyenda de Edipo Rey, que está en la misma frecuencia de la canción de Dylan, en que los personajes confirman su identidad observando las cicatrices de su cuerpo (Edipo quiere decir, en griego, «que tiene los tobillos perforados»), asistí antes de la pausa del verano a la Copa Barcelona, un torneo infantil de baloncesto en el que jugaba un equipo mexicano, de Oaxaca, contra uno francés, de Toulouse. Era un partido internacional, que jugaban niños de doce y trece años, en un polideportivo junto al mar, que tenía la particularidad de que la mayoría de los mexicanos jugaba sin zapatos, descalzos, frente a los niños franceses que iban equipados con unas Nike, diseñadas por especialistas en la dinámica del pie humano, específicamente para jugar al baloncesto. Contra todo pronóstico los niños del equipo mexicano ganaron el partido. ¿Cuál es el valor de ese calzado ultra sofisticado, diseñado específicamente para jugar al baloncesto, si te gana el partido un equipo de niños descalzos?
Entre el pie descalzo de un equipo y el Nike del otro, hay un recorrido en el que deberíamos reflexionar: de tanto perfeccionar el zapato nos hemos olvidado del pie.
Los niños mexicanos pertenecen a una comunidad paupérrima de Oaxaca, son un equipo que gana todos los torneos internacionales, incluso en Estados Unidos que es la cuna del baloncesto, y van descalzos porque así aprendieron a jugar, los zapatos son un estorbo para ellos, son una prótesis que les resta velocidad, elasticidad y agarre en el momento de disputarse la pelota.
Esto no es, desde luego, una invitación a que nos quitemos los zapatos y nos echemos a andar descalzos por el mundo, más bien se trata de ver, en esos pies descalzos, lo que hemos perdido de vista al entregarnos al aditamento que nos