Ecos del misterio. José Rivera Ramírez
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Portada: Ediciones Trébedes
Nihil obstat. Censor: Francisco María Fernández Jiménez.
Imprimatur. Braulio Rodríguez Plaza. Arzobispo de Toledo. Primado de España. Toledo, 27 de junio de 2018.
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ISBN del libro impreso: 978-84-945948-7-8
ISBN: 978-84-945948-8-5
Edita: Ediciones Trébedes
Printed in Spain.
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José Rivera Ramírez
Ecos del misterio
Cuadernos de estudio sobre estética literaria
Ediciones Trébedes
“Se puede vivir sin pan, sin vino, sin techo, sin amor, sin una dicha temporal, mas no se puede vivir sin el Misterio. La naturaleza humana lo exige”.
L. Bloy.
PRESENTACIÓN
En una época en la que nos dirigimos hacia la barbarie de eliminar toda presencia significativa en nuestras vidas tanto de la filosofía como de la literatura, o hacia su extremo opuesto, según el cual la pretensión científica ahoga también el amplio mundo de las letras1, el presente libro –y los que puedan seguirle– intenta ser una modesta contribución a reafirmar el convencimiento de que, también hoy, el cultivo de la filosofía, así como el de la literatura, es una senda irremplazable en el curso que conduce al conocimiento de nuestro mundo y de la identidad del mismo hombre, así como una vía nada despreciable para el acercamiento al misterio de Dios. En general esto sirve para todos pero, muy en particular, para aquellos que están llamados a ser, en medio de la tormenta, auténticos pastores de almas.
La técnica amenaza, desde hace ya tiempo, con erigirse en el parámetro fundamental de nuestras vidas; la información tiende a convertirse en un espectáculo rentable; la cultura, en comercio de intercambio; la ciencia, en el sucederse atropellado de unas teorías que reemplazan a las anteriores, porque hacen la vida de los hombres más cómoda y confortable; y el arte, al fin, en la eficacia de subvenciones públicas o estatales al servicio de cualquier ideología, cuando no en el ornato, tan superficial como estéril, de una masa que ya no piensa. Muy lejos estamos de aquel ideal romántico, en virtud del cual el arte se presentaba como esa irreprimible fuerza creadora que brota de lo hondo de la vida2.
Don José Rivera, nuestro autor, no era portador, a simple vista, de una figura estilizada, ni modelo de unas formas depuradas; tampoco daba la impresión de ser especialista en el refinado mundo de las artes, reservadas a elitistas grupos de selectos pensadores. Y sin embargo, en sus escritos aflora ese profundo pathos estético de la vida, nunca frívolo ni improvisado, antes bien, cultivado con delicadeza y atención, casi excesiva. Si en Nietzsche el arte –básicamente la tragedia– manifiesta el carácter contradictorio y violento de los elementos, en Rivera expresa la armonía completa de la creación, libera la Verdad que comunica, y acerca a todos el supremo Bien que, en última instancia, es Dios. Sí, para él la Belleza Suma es Dios (Padre), manifestado en su Hijo, Jesucristo. Por eso, la Estética deviene, últimamente, auténtica Teología de la Belleza3.
En su pensamiento nada se confunde, aunque todo se vincula, la literatura y la filosofía, la teología dogmática y la espiritual, la Sagrada Escritura y los textos profanos. En todo rezuma la presencia vivificante del Logos divino y en todo brilla también, a su manera, la hermosura del rostro humano: alma profundamente contemplativa, espíritu asombrosamente reflexivo, don José ha sabido escudriñar lo más recóndito de sus intimidades y nos lo ha ofrecido en las numerosas páginas (son pocas, con todo, las que se conservan) de sus escritos.
Creo que no es la suya una mera preocupación estilista, una afección a la perfección humana por sí misma; tampoco es la nuestra al ofrecer este volumen4. Por los diversos caminos –de la naturaleza y de la gracia– ha reconocido Rivera el misterio de un Dios que, si bien en Cristo nos lo ha dicho todo, continúa difundiendo hoy su mensaje por medio de lo que otros testigos dicen. En cierto sentido, Dios nos habla sin cesar: aunque nada añade a su Palabra divina, la difunde sin parar a través de muchas otras voces humanas. Desde esta perspectiva es como se han de leer los estudios estéticos (fundamentalmente literarios) de don José: no se detiene en lo periférico, ni le seduce lo superficial, sino que contempla lo terreno como eco del misterio, y la reflexión humana le conduce a la acción oculta de la divina gracia. No se conforma con la limitada perfección: su deseo insaciable es de Dios, y la locura de su alma, la santidad.
La amplitud de su inteligencia, tanta como la generosidad de su corazón, hace que se interese por todo lo que dice referencia al hombre, por todo lo que conduce a Dios. Al hacerlo no despoja al cristianismo de su específica novedad sobrenatural, ni abdica de su exigente verdad, asomándose ingenuamente a un buenismo relativista que nos va invadiendo hoy en día. Su preocupación es sacerdotal y por tanto pastoral: la literatura constituye un aspecto de esa verdad por cuanto muestra, de diversos modos, la realidad social, el enigmático problema humano e incluso porque barrunta el misterio de Dios. Con acierto se podrían atribuir a Rivera las palabras con las que Moeller justifica su conocido y extenso estudio literario: “Porque habla de Dios, que se sirve de todo, incluso de las cosas que no son, para salvar el mundo”5.
Don José no se detiene en la obra humana. Rivera no encuentra deleite sino en la Belleza mayúscula de la que toda otra obra artística no es más que un débil resplandor, una pobre participación. Nada espera porque nada busca –como fin último– en el pensamiento filosófico, o en un relato literario por selecto que éste sea, sino cuanto encierran de trasunto de otra realidad mayor en la que, de verdad, consisten. La teoría platónica de la correspondencia de la cosa con su idea originaria o arquetipo don José la eleva al orden sobrenatural6.
En su mente que reflexiona, en su sencilla máquina de escribir que teclea sin cesar, en su pequeña y austera habitación, así como en su riquísima biblioteca, encuentran lugar todo tipo de pensamientos y autores, de temas y materias a estudiar: resulta ciertamente asombroso leer alguno de los párrafos de su diario que recoge el inicio de un día cualquiera de su vida, para comprobar el frenético programa de trabajo y la extensión de su horizonte intelectual. Sírvanos como ejemplo uno entre tantos:
Lo primero, mis lecturas. He leído varios libros enteros y no parva cantidad de páginas sueltas. La obra de Lyonnet y La Potterie, “Teología radical” y “La muerte de Dios”, de Altizer y Hamilton; “Matrimonio y Celibato” de M. Thurian; el libro sobre la virginidad y la Biblia; dos novelas de Simenon –a mí, como a todas las personas inteligentes, me placen las buenas novelas policíacas– dos dramas de Vélez de Guevara, amén del diablo cojuelo; una buena parte del estudio de Spicq sobre Agape en San Juan; estoy acabando el “fray Gerundio”, sabrosísimo y no poco útil para la comparación de edades que tanto me complace... Creo que he leído alguna cosa más que ahora no recuerdo. Lo malo es que de todo ello tendría que apuntar no pocas consecuencias, y, como siempre, desde mañana andaré muy mal de tiempo... (Diario, 7 de mayo de 1968)7.
Semejante panorama podría ser leído con escepticismo, podría parecer exagerado, de no ser porque quienes han gozado, con mayor o menor cercanía, del testimonio directo de su vida, así lo atestiguan. Yo mismo he recibido de diversos modos este benéfico testimonio antes de ingresar al Seminario y, por supuesto, durante mis estudios en él: además de numerosas charlas y predicaciones, amén de alguna entrevista personal, Rivera me impartía el Tratado teológico de Gracia y Virtudes, en el Seminario, cuando