Ecos del misterio. José Rivera Ramírez
en la belleza podemos admitir jerarquía o gradación; lo que importa es que lo bello incorpora al ser, al hecho de conocerlo y de quererlo, un agrado o gusto complaciente que resulta de ese mismo conocimiento y apetencia.
En ese disfrute, que conlleva la percepción de la belleza, intervienen, pues, por un lado el conocimiento –ya sensible, ya intelectual– del objeto en consideración y, por otro, la voluntad o el apetito, que secunda dicha contemplación. Pero la belleza no es ese placer, sin más, sino aquello que lo provoca y que hace que su contemplación sea agradable al espíritu del hombre. Es importante subrayar, y más en tiempos tan relativistas como los nuestros, que tanto la belleza, como la verdad y la bondad son propiedades del ser y que residen primeramente en él: no es el sujeto humano quien crea la verdad, la bondad o la belleza de las cosas, sino el que las descubre cuando considera un objeto cualquiera, siempre anterior en su ser a que nosotros lo conozcamos. Las cosas son primero, las cosas son bellas y por eso satisfacen nuestro espíritu, pero no al revés; las cosas son verdaderas y por eso sacian nuestra sed de conocer la verdad, pero no al revés; las cosas son buenas, y como tales se nos muestran, y así proporcionan descanso a nuestra sed de felicidad. Es primero en el ser de cada cosa donde residen sus propiedades trascendentales, y no en el sujeto que descubre el ser.
Dicho esto conviene recordar –y no contradice sino que complementa lo anterior– que el sujeto importa, y mucho, pues de no existir espíritu alguno que conoce y ama, tampoco podríamos entender lo que la verdad, la bondad o la belleza significan. La afirmación es del mismo santo Tomás: de no haber alma humana ni sus facultades, hablaríamos de entes o de cosas sin más. Si hablamos de verdad o de belleza es por relación a un sujeto, para quien la realidad se muestra cognoscible y apetecible, bella y digna de disfrute estético. Santo Tomás añade en su reflexión la siguiente consideración: en el supuesto irreal de que no hubiera alma humana alguna, las cosas seguirían siendo buenas, verdaderas y bellas por relación al sujeto divino que las conoce y ama; pero si, por una hipótesis todavía más irreal, tampoco existiera Dios, tendríamos que hablar de cosas que son simplemente, pero ni buenas ni bellas. Este tipo de propiedades trascendentales, que lo son del ser, implican siempre un modo de relación o conveniencia de un ente con los demás12.
Resulta sumamente sugerente la idea tomista en un mundo como el nuestro, en el que después de eliminar la referencia a un Dios trascendente, se cuestiona también la capacidad racional del sujeto ante afirmaciones universales y absolutamente necesarias; del mismo modo que no pocos pensadores abandonan la pretensión de una verdad definitiva, no son pocos los artistas que lo hacen respecto de la idea de una belleza que transcienda los gustos y las modas pasajeras.
Para evitar todo riesgo de subjetivismo, de relativismo infundado, santo Tomás cifra en tres rasgos las propiedades fundamentales de la belleza:
a.- la armonía o proporción del objeto en sí mismo y en relación a lo que le rodea. Propiamente tiene que ver con la armonía o consonancia material de un orden de tipo matemático. Pero en sentido análogo la proporción que origina la belleza resulta de la unidad que tienen entre sí las diversas sustancias. Así la belleza cósmica, o la de las cualidades de un mismo sujeto, incluye esta dimensión de medida adecuada según las distintas partes de un mismo ser. Acompañan a la armonía la simetría, la armonía o el ritmo poético y musical, elementos todos ellos que nos hablan de la belleza de una cosa. Además de indicar la carencia de defectos, la armonía pone de manifiesto la conveniente disposición de las partes para aquel que se deleita en su contemplación.
b.- la integridad o el acabamiento, en relación con aquellas perfecciones que le son exigidas por su forma sustancial. Es decir, que íntegro es lo que no tiene defecto ni le falta nada de cuanto pertenece a la naturaleza propia. No basta ciertamente con estar completo para ser bello: la grandeza acompaña la integridad dando al acabamiento una magnitud adecuada, la exigida por la propia naturaleza. Por eso no se trata de características únicamente exteriores sino, antes bien, apuntan al interior de la cosa misma. Íntegro, pues, es lo perfecto, y perfecto lo que contiene toda la riqueza correspondiente según la esencia.
c.- la claridad, es decir, la inteligibilidad tanto material como espiritual del objeto considerado. La claridad tiene que ver en primer lugar con el sentido de la vista, pues es claro lo que, contemplado a la luz, resulta atractivo por su color. Pero también se refiere al sentido de la inteligencia, pues un concepto puede ser claro al entendimiento cuando se presenta con mayor evidencia para su comprensión. Claros son los hombres cuando se expresan, pero claros son los objetos cuando se manifiestan de manera luminosa: su inteligibilidad, residente en su formalidad, hace de las cosas que sean más o menos inteligibles y por tanto, más o menos claras, más o menos bellas. Cuanto más perfecto es un ser, más inteligible su forma y también más bella resulta al espíritu que la contempla. La forma hace manifiesto al ser, y la belleza es la manifestación esplendorosa de la forma13.
En definitiva, la belleza tiene que ver con la perfección del objeto y ésta con la plenitud de la propia naturaleza o esencia correspondiente. Cada ente refleja, pues, de un modo diverso la belleza que, últimamente, corresponde sólo a Dios. Según el modo de ser, según la propia esencia natural así será la belleza requerida a las cosas; cuanto más perfecto un ente, más bello será: y recordemos que la perfección no dice solamente relación a la actualidad, al poseer el ser en acto y acabado, sino también a la capacidad operativa y a la consecución del propio fin. Si el ente es bueno por ser, por haber alcanzado su fin, incluso por difundir su propia bondad, podríamos decir, análogamente, que un ente es bello por ser, por portar el brillo de la propia perfección y también por irradiar de alguna manera su propia belleza y perfección a los demás.
Los elementos anteriormente citados se implican mutuamente, se distinguen pero ni se dan separados ni se confunden entre sí. Sólo un análisis, con hondura, de la belleza de una obra sabe descubrir y poner de manifiesto cada uno de estos aspectos, reconociendo, en el fondo, su dimensión metafísica u ontológica: más allá de criterios subjetivos o de esquemas culturales acerca de lo estético, lo que comentamos sirve para acentuar el carácter más profundo del ser de las cosas. Y sólo el olvido de la dimensión auténticamente metafísica, propia de nuestro tiempo, explica el predominio relativista de las razones opinables y de los criterios subjetivos en lo tocante a la belleza, pero aplicable también a la bondad moral o a la verdad científica.
Dado que los entes materiales o compuestos de materia acarrean la limitación propia de ésta, la belleza que les corresponde es también limitada. No hay un ente que contenga en sí toda la belleza posible: nos encontramos cosas que son bellas en un aspecto pero no en otro o, en el mejor de los casos, cosas que contienen un inmenso conjunto de cualidades pero en grado inferior al que muestra el objeto más próximo. La belleza, como toda otra perfección, también tiene que ver con la consecución de los fines propios: por eso a fines más nobles, más trascendentes, corresponde una belleza más alta. La hermosura de las cosas materiales o corporales es infinitamente inferior a la belleza de las realidades espirituales o morales; y la de estas, inferior a la de Dios. Si una obra de caridad es más hermosa que cualquier pintura realizada sobre lienzo o un fragmento de madera, cualquier objeto feo, por desagradable que sea, no tiene comparación alguna, en su horror, con la acción moralmente mala más insignificante: sólo el pecado encarna, realmente, la fealdad, como la santidad la belleza más sublime.
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Las verdades hasta aquí expuestas se desprenden del análisis metafísico del ser y de sus propiedades. Pero esto no significa que todos estén en condiciones de entender. Así como es necesaria una instrucción que ayude a descubrir el ser y a penetrar en su valor, así se requiere una cierta formación, y no pequeña, para conocer y profundizar los entresijos de la verdad, de la bondad y, también, de la belleza. Debe haber una proporción entre las potencias cognoscitivas y apetitivas del sujeto y los objetos que realmente lo son. Es necesaria una cierta educación estética, como lo es una educación cognitiva o moral. Aunque vivimos inmersos en un ambiente y en una cultura relativista, donde prima lo subjetivo o la moda pasajera, objeto de consumo, se impone la urgencia de una tarea educativa que nos enseñe a ver, a mirar disfrutando con una belleza que nos seduce, pero que nos trasciende. A veces tenemos el peligro de detenernos en alguno de los aspectos aislados que constituyen la belleza de las cosas, desatendiendo los demás; otras,