Ecos del misterio. José Rivera Ramírez
gracia sabe realizar cuando encuentra una materia humana disponible a la que in-formar, con no otra forma divina que su Espíritu. En eso consistió su vida y en eso consiste la de todo hombre llamado a la santidad: en dejar que la gracia “reviente” la naturaleza, la penetre y la transforme, la ilumine y la conduzca hasta su configuración total con Cristo. Este es el itinerario biográfico de don José Rivera, esta su radical y existencial preocupación: “Saber a Cristo –escribe en su Diario– es eterno quehacer; amistad esponsal con El es eterno quehacer. Por tanto no me ocupa ni menos me preocupa la cantidad de saber y de amor que alcanzo en la tierra en tal o cual año. Una sola cosa importa: estar en marcha por esos caminos, que son el Camino sin más…”8. Cristo es su criterio y su norma, su amor y la medida de su propia sabiduría: en cualquier rama del saber, en todas y cada una de las disciplinas más variadas, descubre el misterio personal de un Dios que se nos dona en Cristo Jesús. Todo converge en Él, y a Él lo conoce no sólo en los libros sino, fundamentalmente, por su propia vivencia en la intimidad.
Sus Cuadernos de Estudio son cuadernos de trabajo personal, resultado de muchas e intensas horas (sobre todo nocturnas) de lectura y de un pausado análisis meditativo, reflexivo y crítico de esas mismas lecturas. Su pensamiento es como un torbellino, un volcán abrasador: ilumina toda vez que quema, compromete e incomoda a quien se acerca, aunque temeroso y por curiosidad, pues arrebata de la indiferencia; pero excita y acrecienta el entusiasmo en quien, decidido, se entrega sin reservas a seguirlo. Sorprende no sólo en su estilo libre, espontáneo y directo, sino más aún en la riqueza y variedad de sus contenidos; como ya hemos observado, la dilatación de su interés es, sencillamente, extraordinaria: le interesan pensadores de todo tipo, artistas de lo más variado, místicos de todos los tiempos, materias aparentemente sin punto alguno de conexión. Nada le resulta ajeno ni le estorba, nada le parece una pérdida de tiempo si contribuye, de alguna manera, al conocimiento mayor del mundo y del hombre, al conocimiento de sí mismo y, por supuesto, a la difusión de la gloria de Dios.
Ciertamente, la cultura literaria (por no decir la espiritual) de Rivera es espectacular: poseía una biblioteca asombrosa, repleta de abundantes libros de las diversas ramas del saber y en las lenguas más variadas. Pese a adquirirlos con dificultad, pero con gran deseo, no tenía apegado su corazón a ninguno de ellos. La virtud de la pobreza y la confianza en la divina providencia pasa por el total desprendimiento de cualquier posesión, por intelectual y conveniente que esta sea. Don José estudió; estudió mucho y bien: horas y horas de abnegada reflexión, consciente de su irrenunciable necesidad para mejor llevar adelante la misión pastoral. Y lo hace uniendo la universalidad del saber con su profundidad en el análisis, uniendo la avidez por leer siempre más con la sencillez de no presumir de nada como propio, pues sabe bien que “todo es gracia”. La hondura de sus escritos corresponde a la densidad de sus predicaciones: esquemas desarrollados con rigor, durante horas, sin tener un papel delante. Ello habla bien de su asimilación personal: la unidad de lo que estudia y de cuanto lleva a la vida. No se acerca a la Verdad (Cristo) para presumir de nada: se sumerge en ella para, perdiéndose, dejarse transformar por completo.
Su modo de proceder nos lo expone él mismo en una de las páginas de su Diario. Prefiero dejarle hablar a él antes que perjudicar la claridad con la que nos describe su manera de trabajar:
En cuanto al modo: el defecto principal, ya enunciado, es la multiplicación y, como consecuencia, el apresuramiento. Los alicientes del asunto nuevo, que se presenta perentorio, me impiden la debida atención al casi terminado, y me apartan de él, en los momentos en que debería producir más consecuencias. Medito demasiado poco. Conozco de sobra, por la experiencia riquísima de mi prolongada vida intelectual, esos momentos, aparentemente vacuos, en que la mente semeja vagar sin rumbo, indeterminada; en que la imaginación va de un lado para otro como vagabunda. Y sé bien, empero, que son los instantes que preceden al descubrimiento del tesoro. La verdad no se conquista, digan cuanto quieran; es don divino, aunque se trate de verdades naturales en sí mismas. El requisito es la humilde esperanza. Son los períodos infértiles los que preparan misteriosamente la gozosa cosecha exuberante. El hallazgo debe ofrecerse como tal, sin relación con mis propias capacidades positivas; puro regalo. Así no produce jamás soberbia, así uno piensa que cualquiera puede llegar a la sabiduría, como es verdad, sólo con la esperanza, bien que Dios quiere ciertamente otorgar a todos. Pues la vida humana es no más que humildad amorosa - más todavía que amor humilde. Ontológicamente el hombre es pura potencia pasiva obediencial (…)
Dios me libre, durante el nuevo año, de la impaciencia. Que cada idea naciente en mi intelecto sea hija mía de verdad, hija de mi cabeza y de mi corazón, fruto de caricias prolongadas, de horas de intimidad con la verdad, contemplada, saboreada, llorada, gozada, nunca abandonada, hasta que, en cuanto depende de mí, no sea madura, crecida, instalada en la casa paterna de la Verdad total y absoluta. Nunca hija de mente lujuriante, que, en arrebato instantáneo, viola sin cariño el misterio. Eso no es filiación personal. Todas las ideas, que puedo observar han fructificado en otros, han sido engendradas en mí, a fuerza de tiempo y de amor. No iniciar sendas nuevas en este período que se abre hoy. No tener prisa. Y no comprar tampoco libros nuevos, a no ser sobre los asuntos en estudio, o algunas obras de consulta, que son valiosas para cualquier negocio intelectual.
Así pues: continuidad, siguiendo los temas ya en laboreo - sosiego y reflexión lenta en los ratos en singular.
Pero hay todavía otra nota que añadir. La lectura de los poetas, que estimo de altísimo valor teológico, debe ser pausada en otro sentido. Hay una eficiencia peculiar en la prolongación del contacto. Vivir unos meses en compañía de Calderón es la mejor manera de recibir sus posibles influjos. Aquí no se requiere tanto la reflexión –que sólo debe realizarse al final, en momentos de síntesis– como la lectura de todas, o al menos la mayoría, de sus producciones. El ataque parcial a determinados aspectos del pensamiento del autor. Anotaciones sueltas sin importancia aparente. Copias o versiones de poemas, o trozos de sus dramas o novelas... Todo ello engendra un conocimiento personal, vivo, enriquecedor, del autor y a través de él, y simultáneamente, inmediatamente, del Padre que le otorgó el estilo poético” (Diario, 1 de enero de 1969).
Semejante método de trabajar, que implica la lectura sosegada (incluso subrayando las ideas preferidas), la anotación repetida de lo que le llama la atención y su posterior meditación, rumiando todo ello con numerosos exámenes y aplicaciones a la realidad contemporánea o a la propia vida, hacen de este testimonio escrito que presentamos no una obra de mera erudición (que podría haberlo sido perfectamente por muchos motivos), sino una invitación a ejercer el propio pensamiento.
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El tema común de estos escritos de Rivera es la estética en general, o más bien la poesía, la literatura en particular. Aunque más escasas, también se encuentran referencias a otras manifestaciones artísticas. Porque no es ajeno a D. José el valor formativo del arte y la importancia de la belleza en la vida del hombre y del futuro sacerdote.
Como leemos en una de las obras del padre Lobato, “la búsqueda de la belleza, la capacidad de detectar y gustar lo bello, son rasgos propios de la condición humana”9. En realidad no ha existido ni pueblo ni individuo alguno que no haya sentido en su espíritu el estupor ante la obra de arte, el escalofrío de la hermosura o el terror y el rechazo ante lo feo. La experiencia estética, por deteriorada que esté, constituye uno de los caminos más profundos de la intimidad humana que discurre hacia la búsqueda de su sentido, así como hacia la elevación frente al misterio.
Al igual que los otros trascendentales del ente –la unidad, verdad y bondad– tampoco resulta fácil definir lo que es la belleza en sí misma. Son difíciles las cosas bellas, que decía Platón10. Es tal vez más práctico hacerlo por los efectos que provoca en el sujeto que la experimenta: es lo que hace santo Tomás al decir que es “hermoso aquello cuya contemplación agrada”11. Se trata de una perfección que acompaña al ser, a todo ser, y que se identifica con él. No quiere decir que sean sinónimos, sin más, pues tanto la verdad, como la bondad o la belleza “añaden” –explicitando– al concepto de ente un matiz que no viene indicado, o puesto de manifiesto, cuando se considera al ente simplemente como tal: aquí lo que está en juego es la vivencia de que todo ente, además de ser –y por el hecho de serlo–, produce cierto agrado