Amor en cuatro continentes. Demetrio Infante Figueroa
la magnitud del fenómeno. En el año 1660 la ciudad tenía una población de 12.000 habitantes, la que se incrementó sucesivamente a 28.000 en 1800, a 87.000 en 1850 y a 215.000 en 1900. En los primeros años del siglo XX era la tercera ciudad del país en cuanto a tamaño y se decía que era la más rica.
Dentro de la estampida económica y social descrita existía un pequeño grupo de mineros que no ingresaron a la actividad debido a este estallido carbonífero. Ellos estaban desde antes allí. Pertenecían a familias que durante generaciones habían laborado en el carbón en la zona del North-East cuando aún la industria no adquiría la relevancia que tuvo posteriormente. Eran orgullosos descendientes de otros mineros, los que a su vez procedían de ancestros cuya única meta en la vida era introducirse diariamente a las profundidades de la tierra para robarle el oro negro. No poseían otro objetivo que convertirse en mineros del carbón y cumplir luego con la tradición familiar de ser capaces de traspasar esos ideales a sus descendientes. Sabían que sus salarios eran misérrimos y que cada vez que bajaban a la mina su vida corría peligro, ya fuera por un derrumbe, por la precaria seguridad con que estaban afirmados los socavones, por la carrera loca de un carro lleno de mineral que se escapaba de su curso o por una explosión mortal de gas metano, que denominaban grisú. Ellos y los suyos estaban conscientes de todo eso, pero el orgullo de ser minero del carbón constituía una vocación irrenunciable.
Lawrence Kelly era un hombre delgado, de piel muy blanca, callado, de mediana estatura y que se caracterizaba por una mirada que llegaba a ser casi triste. Corría la parte final del primer decenio del Siglo XX y él se encontraba en sus tempranos treinta años de edad. Desde los 12 años había trabajado en una mina de carbón de tamaño regular situada a unos 50 kilómetros al norte de Newcastle en un campamento denominado Fatmill. Era hijo y nieto de mineros, lo que lo llenaba de orgullo. Había en esa precisa faena un número de alrededor de 600 trabajadores, los que bajaban todos los días a los laboreos divididos en tres turnos de ocho horas cada uno, tiempo que se contaba desde el momento que llegaban al frente de trabajo, lo que en la práctica hacía que la jornada diaria durara más de diez horas. Si se agregaban los obreros de superficie y las familias de todos ellos, la población del campamento era cercana a las 3.000 personas. Casi al frente de la mina y separada por una hermosa extensión de tierra plana de algo más de dos kilómetros de verde y hermoso pasto, que los dueños del suelo dedicaban a la crianza de ovejas, estaba el pueblo del mismo nombre, donde se encontraban los servicios públicos, la estación de tren, dos establecimientos comerciales, una residencial y hasta tenía la peculiaridad de contar con un templo masónico de hermosa construcción. Ese pedazo de tierra verde brillaba en los escasos días de sol, lo que le otorgaba alegría al ambiente circundante que contrastaba con el lúgubre espectáculo del interior de la mina y el aire enrarecido que allí se respiraba. En el pueblo estaban también los dos bares donde los mineros y los habitantes de la comarca se juntaban en la tarde a beber cerveza. Para los primeros, por razones obvias, el regreso a casa era más complicado por la distancia a recorrer después de haber habitualmente ingerido cerveza en cantidades mayores a las adecuadas.
La mujer de Lawrence, Mary, algo menor que él, tenía características similares, ya que también era delgada, de piel muy blanca y mirada taciturna. Dentro del hogar trataba de pasar inadvertida, pero tenía la particularidad de ser tremendamente observadora y de poseer una inteligencia y una capacidad de resolución extraordinarias, las que astutamente sabía esconder refugiándose en su forma callada de actuar. Estaba plenamente consciente de su realidad y de lo difícil que sería cambiarla, pero no quería que sus hijos debieran repetir en sus vidas el ciclo inexorable en que se fundaba el futuro que se presentaba ante sí. Identificaba claramente cuáles eran las posibilidades en su devenir y en el de los suyos, y que aquellas los arrastrarían inexorablemente a una vida plana, sin mayores expectativas. Esto lo pensaba con certeza, pero lo callaba, pues entre los suyos no habría sido comprendida. Mujer de acendrada fe, compartía sus dudas con el pastor de su iglesia, un religioso bonachón que entendía perfectamente la mentalidad y los temores de Mary. Lawrence y su esposa eran originarios del mismo pueblo, se conocían desde la infancia y después de un breve noviazgo se habían casado hacía cuatro años. Tenían una hija de dos años a quien habían bautizado como Elsie, en homenaje a una abuela de ella.
Habitaban en Fatmill una casa tipo igual a la que la empresa propietaria construía para todos sus trabajadores, a excepción del pastor de la iglesia, quien además de sus labores religiosas tenía un trabajo específico relacionado con la producción. Dichas construcciones tenían un muy pequeño patio anterior que daba ingreso a una habitación que era usada como dormitorio, la que estaba unida con una puerta de por medio con otra donde estaba ubicada una chimenea que servía de cocina y de calefacción. Es decir, se ingresaba por el dormitorio que daba al patio delantero y la cocina-comedor-sala daba al patio trasero. La sala-comedor, por sus dimensiones aceptaba una mesa de regular tamaño, cuatro sillas y un espacio donde colocar algún mueble como un pequeño sillón. Pegado a la chimenea-cocina había un espacio donde estaba instalado un balde metálico que tenía capacidad para cinco litros, con lo que se conseguía obtener agua caliente al llenarlo con el agua fría que traía la única canilla que tenía la casa. En ese mismo lugar, una vez a la semana, se instalaba sobre la mesa del comedor un gran tiesto de latón que permitía llenarlo de agua caliente y así cada miembro de la familia, a su turno, procedía a bañarse por partes. Durante el resto de la semana el aseo personal se hacía con el agua corriente de la llave de agua fría. Pegado al techo se instalaban unos cordeles que se bajaban durante la noche para que se secara la ropa que se había lavado o se había mojado producto de la lluvia. El segundo piso estaba constituido por una especie de buhardilla pues tenía un techo de baja altura en forma de V invertida, por lo que resultaba difícil para un adulto estar de pie. Mientras los hijos eran pequeños no había mayor dificultad, pero una vez que estos crecían la ubicación de los camastros se hacía más complicada, dificultad que era directamente proporcional al número de descendientes de la pareja. La cocina daba a un pequeño patio interior que a una distancia de unos cinco metros de la construcción principal poseía dos piezas separadas, una era la entrada al pozo séptico y la otra a la carbonera donde se almacenaba el combustible que se usaba en la chimenea. Estas piezas dejaban un espacio de unos tres metros entre ellas, donde se ubicaba una puerta que daba salida a la calle trasera. Las casas estaban unidas una a otra, en grupos de más o menos quince de ellas. Cada bloque, en la parte posterior de las construcciones, tenía un horno de barro que podía ser usado por los habitantes. Ahí se cocinaba cierta comida y se horneaba el pan, y muchas veces algunas familias se juntaban a su alrededor para una celebración especial u organizaban en conjunto encuentros donde la comida y la bebida era aportada por todos.
Lawrence, siguiendo la profunda y arraigada tradición de la familia, se sentía cómodo con su existencia en Fatmill. Si bien es cierto que las condiciones de vida eran precarias, ya que las jornadas de trabajo eran largas y duras, la paga escasa, el trato de los capataces seguía el padrón heredado desde siempre en orden a que –para mejorar la productividad– se debía ser “duro” con los subordinados, y la posibilidad de perder un miembro del cuerpo o incluso la vida debido a los múltiples accidentes provocados por la falta de seguridad era real, él estaba satisfecho con su propia realidad. Tanto para él como para el resto de sus compañeros que “traían la mina en la sangre”, todo eso resultaba normal. Se sentían herederos de una especie de orgullo por faenar extrayendo ese “precioso mineral negro”, el que era un signo básico del poder de Inglaterra, pues en ese entonces, más que nunca, se había constituido en el motor sobre el cual se sustentaba la revolución industrial de la cual tanto se hablaba. Ellos extraían el carbón de mejor calidad en el mundo. La educación de los esposos Kelly era escasa y la comprensión de lectura era mejor en ella que en él, a lo que se sumaba en favor de Mary la callada diferencia en cuanto a la inteligencia e inquietudes de ambos cónyuges. Las jornadas laborales eran tan intensas, que el dueño de casa –quien trabajaba en el primer turno– llegaba a su hogar alrededor de las seis de la tarde agotado y solo con deseos de comer algo y luego tenderse en su cama. El diálogo de la pareja era pobre y la opinión de Lawrence se imponía sin contrapeso pues ella evitaba toda confrontación, aunque muchas veces al final se seguía, gracias a su astucia, el camino que ella silenciosamente había ideado. Él, como dueño de casa, dentro de los esquemas que existían en esa parte de Inglaterra, trataba con un respeto poco usual a su cónyuge, aunque