Amor en cuatro continentes. Demetrio Infante Figueroa
tenía muy cercanas las consecuencias que podría traer aparejada la faena, ya que su padre había sido víctima de un gran derrumbe, el que lo había dejado cojo de por vida. Dicho accidente no impidió que continuara desempeñando su labor, pese a que la incapacidad física parcial a veces le pasaba la cuenta al sentir fuertes dolores. Lawrence mismo había sido testigo directo de la suerte corrida por sus cercanos en la mina y la muerte de alguno de ellos no había estado ausente. Pero eso, pensaba, era parte de la vida.
El minero del carbón poseía por la mina un sentimiento lleno de contradicciones que resulta complicado de explicar. La odiaba por ser el vehículo que lo llevaría a tener una existencia absolutamente plana y humilde, y porque sabía que la alternativa de que su salud se deteriorara en cortos años o que repentinamente su vida se esfumara, eran efectivas. La cantidad de obreros que llegaba a una edad cercana a los cuarenta años padeciendo de silicosis y que al final morían ahogados por la incapacidad de sus pulmones para absorber el oxígeno que el cuerpo necesitaba, era grande y todos estaban contestes que ese destino era con seguridad el propio. Las estadísticas, que para la inmensa mayoría de los mineros eran desconocidas, resultaban lapidarias. Entre 1901 y 1910 en el país habían muerto 10.977 mineros del carbón producto de accidentes habidos en las minas y se habían contabilizado 1.097.700 accidentes no fatales.
Pero por otra parte esos hombres sentían por la mina un amor irrenunciable, una aventura diaria a la que no se podía dejar de ir, un sitio que contenía las viejas tradiciones, un lugar de encuentro con quienes habían crecido juntos desde niños. La imposibilidad de ser minero era casi un estigma social, pues todos llevaban grabado en la mente el amor al túnel oscuro y frío que día a día los recibía para seguir un destino común. Buscar un trabajo diferente constituía una alternativa impensable. Bajar al fondo de la tierra resultaba una novedad diaria única. Hasta la familiar relación con los ratones que se ocupaban de hacer desaparecer las suciedades de la mina era algo visto casi con afecto. Estaba en sus genes la determinación de que, si se provenía de una familia de mineros, debía honrarse la tradición. Por otra parte, el tema casi único de conversación entre todos los que compartían la experiencia diaria de arrancar el tesoro negro, era la mina y sus actividades, las presentes y las que formaban parte de la historia casi mitológica que cada uno de los piques tenía. Los encuentros en las modestas cervecerías del pueblo, que al final constituían la única real entretención de que disfrutaban, estaban casi en su totalidad destinadas a comentar lo que pasaba o lo que había sucedido años atrás en el fondo del socavón.
Todos los compañeros de Lawrence habían tenido y tenían la misma meta, tanto para su propia vida como para la de sus hijos hombres y para sus nietos: diariamente internarse en lo más profundo a bordo del primitivo ascensor que los llevaba a su destino, el que era movido por esas dos grandes ruedas que giraban en sentido contrario, las que hacían que aquel ascendiera o descendiera según el caso. Esta forma de pensar y proceder había creado una especie de parecido físico entre ellos, pues eran de contextura delgada y muy blancos de piel debido a la falta de luz existente en sus vidas. La oscuridad de la mina y el escaso sol que durante todo el año brilla en esa parte de Inglaterra, hacían que sus contactos con el astro rey fueran escasos. A lo anterior había que agregar que muchos aumentaban su palidez por lo extendida que era la tuberculosis entre los habitantes de esa región, lo que le daba a todo este cuadro una característica aún más dramática. Adicionalmente estaban presentes los estragos, especialmente en los niños, que causaban las continuas epidemias de difteria. Pero para ellos nada de lo anterior valía, ya que la mina era el destino natural de su existencia e incluso lo amaban.
Mary Kelly, en el mes de enero de 1908, recibió a su marido con la noticia de que parecía que estaba embarazada. En realidad, la tendencia entre las familias locales era la de tener muchos descendientes, en lo posible varones. La estrechez de las viviendas no constituía un elemento que hubiera que considerar. Todos debían acomodarse. El índice de mortalidad infantil debido a las malas condiciones sanitarias, a ciertas enfermedades comunes y en muchos casos a lo frugal de la dieta diaria, era alto, pero la existencia de niños hombres daba la posibilidad de un rápido ingreso al mundo laboral en la mina, y de esa manera dar a la familia un cierto desahogo económico. Por todo ello el anuncio de la llegada de una nueva criatura siempre resultaba bienvenido, sentimiento incrementado por la importancia que al hecho le otorgaba el pastor en sus homilías dominicales, las que en realidad eran la orientación espiritual única que recibían. El arribo de un hijo, les decía, es una bendición directa del Señor al seno de una familia y hay que recibirlo con esperanza, alegría y agradecimiento. Cuando Lawrence escuchó la nueva que le tenía Mary no estuvo ajena de su mente la esperanza de que el sexo de la criatura por venir fuera masculino, pues ello le permitiría mantener la tradición recibida de su padre en orden a que otro Kelly tomara la posta en la mina.
La espera y el alumbramiento para la madre fueron normales. La felicidad de Lawrence fue inmensa cuando la matrona que atendió a Mary durante el parto llevado a cabo en la habitación que a ellos les servía de dormitorio, le dijo que se trataba de un niño. Esa noche el hombre se dirigió lleno de gozo a una de las cervecerías, la preferida de él, y bebió con sus amigos hasta embriagarse, lo que dificultó sobremanera el despertar del día siguiente para concurrir con puntualidad al trabajo. Sabía que una ausencia a las labores le podría traer consecuencias serias, las que serían más gravosas ahora que tendría una nueva boca que alimentar. Pero para él levantarse con la “cabeza pesada” no era inusual.
Con el tiempo supieron que el parto, si bien pareció normal y el niño había sido robusto y saludable, produjo en Mary lesiones interiores serias derivadas del mal manejo de la matrona, lo que la dejó en la imposibilidad de volver a quedar embarazada. Ella se dio fácilmente a la idea de solo dos hijos, y daba gracias a Dios que tendría una niña que la acompañaría por muchos años y un varón que desde el mismo momento en que supo de su existencia ocupó en su corazón un lugar de absoluto privilegio. La madre intuyó desde el primer instante que la relación con ese niño sería muy cercana y que se transformaría para ella en la mayor dedicación y felicidad de su vida. Claro que esos sentimientos no los compartió con nadie y los mantuvo dentro de lo más profundo de su ser, acariciándolos e incrementándolos. Quien menos debía saber de ello era su marido, pues de seguro le enrostraría que estaba criando a un hombre que carecería de la osadía y la valentía que requería un minero. Tampoco era la intención de Mary crear celos en Elsie, su hija, a la cual cuidaba con todo el esmero que una madre puede proporcionar y a la que enseñó desde muy pequeña los valores necesarios para enfrentar su propia existencia y, sobre todo, la que tendría como adulta cuando decidiera formar su propia familia, lo mismo que ciertas habilidades manuales que a su vez ella había heredado de quien la había traído al mundo. La madre tenía una secreta esperanza sobre el futuro de su primogénita y poco a poco orientó su vida en la dirección deseada.
El niño fue bautizado en una muy simple ceremonia en la iglesia de la localidad y a insinuación del pastor Charlie recibió el nombre de Daniel, pues el presbítero narró que el profeta de ese nombre había sido uno de los más trascedentes en el Antiguo Testamento y que se caracterizó, según la Biblia, por su fortaleza. Ello hizo nacer en el alma de Lawrence la idea de que su retoño sería un hombre destacado y fuerte, como ese profeta, lo que le permitía esperar que tuviera un futuro expectante dentro de la mina cuando fuera adulto. El religioso, a su vez, contaba con la simpatía y la confianza del pueblo entero y quizás una de sus más entusiastas admiradoras era Mary. El pastor Charlie, que pertenecía a la iglesia metodista, era un hombre de mente abierta que trataba de orientar a su grey dentro de la realidad social y económica que se presentaba en la mina. Sus pensamientos, los que expresaba cuidadosamente ya que resultaban avanzados para su tiempo, y su capacidad especial de comprensión hacia su gente, le daban una oportunidad única para penetrar en los hogares del poblado, lo que hacía que su opinión fuera un referente obligado al instante de adoptar una resolución familiar de trascendencia. Tenía su oficina en la sacristía misma y existía una puerta lateral que permitía la entrada a aquella sin necesidad de ingresar al templo, lo que proporcionaba la alternativa a los mineros o sus familias que no profesaban la religión de conversar con el presbítero independientemente de su credo. Por ser pastor tenía una vivienda más confortable, que incluso poseía un pequeño piano, pese a tener oficialmente la calidad de un obrero común de la empresa.