Amor en cuatro continentes. Demetrio Infante Figueroa

Amor en cuatro continentes - Demetrio Infante Figueroa


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impidieron dormir, sino que lo confundían aún más mientras revoloteaban en su mente. De momento sentía que la puerta que se abría frente a él debía aprovecharla de todos modos, pero en otros instantes su interior le decía que se metería en un laberinto en que lo pasaría mal, que estaría a merced de la voluntad de un religioso a quien no conocía, que perdería su medioambiente y dejaría de encontrar la cara de su madre cada mañana cuando se levantara para desayunar. No dejaba de amedrentarlo el hecho de asistir a un colegio en el que no tendría amigo alguno y donde las exigencias seguramente serían mucho mayores de las que estaba acostumbrado, lo que por primera vez lo podría hacer sentirse académicamente disminuido frente al resto. Nunca había tenido esa experiencia. Imaginaba que sus noches serían de una soledad absoluta y extrañaría los ruidos habituales que el padre producía mientras dormía y cuando se levantaba. No dejaba atrás cavilar sobre la circunstancia que no vería a su madre por meses y meses y que los instantes de pesar o de enfermedad debería enfrentarlos solo, sin la asistencia de un ser querido. Le daba miedo la realidad de una ciudad grande, con mucha gente y movimiento y se le producían dudas sobre si tendría la personalidad suficiente para adecuarse a la vida de un lugar en que Fatmill entero sería una minúscula parte de un suburbio. Todas esas ideas y otras iban y venían en su mente, sin orden y en forma alocada, y lo único que conseguía era estar cada vez más confundido. Al tercer día posterior al planteamiento que le había hecho Charlie, tomó la determinación de ir a la iglesia en un momento en que no hubiera nadie y con la asistencia del Señor pensó que podría encontrar algún punto de salida a la encrucijada que tenía frente a sí. Después de almuerzo tomó rumbo al templo e ingresó sin que nadie lo viera. Se sentó en la fila de más atrás y con la cara sujeta por las manos cayó en una meditación profunda que lo hizo abandonar cualquier otro pensamiento que no tuviera relación con la inquietud que lo poseía y que estaba en la necesidad de resolver. Respiró hondo muchas veces y fijó su mente en el ritmo de su propia respiración, como una manera de producir dentro de sí el aislamiento que buscaba. Cayó en un estado de tranquilidad cercano al sueño e hizo que su mente fuera de un sitio a otro, que sola enfrentara una posibilidad con la otra, que se le aparecieran las dificultades una por una y que al mismo tiempo le viniera de alguna manera la solución más adecuada para cada una. Estuvo en ese estado de letargo casi dos horas y cuando se paró estaba tranquilo y al mismo tiempo decidido respecto a la dirección que debería tomar su vida. El Daniel que había ingresado al templo era por dentro absolutamente diferente a aquel que lo dejaba. Aceptaría la proposición de Charlie.

      Poco a poco todos los amigos de la familia se enteraron de la resolución adoptada por Daniel y respaldada por sus más cercanos. Los que eran más próximos al núcleo familiar se alegraron de lo decidido, pero hubo algunos, mayormente entre los compañeros de labores de Lawrence, que no podían entender esto de que el muchacho no continuara la tradición de incorporarse a la mina cuando había sobrepasado la edad para ello y cuando el capataz mayor ya había concedido su visto bueno. Daniel, por su parte, como si nada nuevo hubiera pasado, continuó su vida en forma normal, poniendo en sus estudios la dedicación de siempre, quizás ahora con más ahínco que antes. En muchos de sus amigos el camino que había elegido de terminar su educación secundaria en Newcastle produjo una sana envidia y entre las niñas del pueblo que eran de su edad una admiración que les costaba disimular, temas ambos que supo manejar pues se había propuesto no variar su modo de ser. Nadie se enteró de que esa estada en Newcastle era solo el primer peldaño de una escalera que tenía un segundo y definitivo desde el punto de vista de su preparación profesional. La admiración femenina del grupo de jóvenes del pueblo hacia Daniel fue mayor en Elizabeth, una muchacha rubia de ojos celestes que estaba en un curso paralelo al de él. Ambos sabían que entre ellos se estaba creando una comunicación especial que sentían en su mente y en sus cuerpos, pero el tema lo llevaban con gran discreción y ninguno de los dos se atrevía a confesar siquiera en parte lo que sentía por el otro. Además, el futuro se presentaba como el mayor obstáculo para darse la posibilidad de establecer conversaciones que los hicieran llegar a confesarse lo que había en el fondo del corazón de uno respecto del otro.

      Al saber la resolución de su hijo, Mary sintió pena porque dejaría de tenerlo a su lado, pero se percató de que se abría ante ella la realización de sus sueños por tanto tiempo acariciados y silenciados, realización que en verdad iba mucho más allá de cuanto había cavilado para el cumplimiento de sus secretos proyectos. La alternativa abierta daba paso a la concreción de lo mejor que la vida podría haber presentado para su retoño. Pensó que la iglesia allí sería un buen centro de contactos para él, donde podría conocer gente y así abrirse paso poco a poco en una sociedad que de acuerdo a lo que ella había escuchado era cerrada. Pero como en Mary las ideas se unían unas a otras con gran facilidad y coherencia cuando de los suyos se trataba, apareció una que significaba una puerta adicional, en este caso en beneficio de Elsie. Como era su costumbre, no se precipitó. Alineó los detalles, buscó el momento oportuno y dio el paso latamente meditado. A solas abordó a Daniel y le representó que allá en Newcastle conocería a través de la iglesia a mucha gente y era posible que en un determinado momento apareciera una persona que tuviera necesidad de emplear en un negocio especializado a una persona que poseyera las habilidades de Elsie, por lo que le pidió que mantuviera los ojos muy abiertos en tal sentido y apenas supiera de algo se lo comunicara. En el intertanto, le añadió, esta idea debía ser guardada entre los dos. Mary, con su visión e inteligencia que a primera vista no podían colegirse de su modesta personalidad, estaba consciente de que el futuro natural de su hija era seguir el resto de su vida “enterrada” en Fatmill, en circunstancias que tenía talento y prestancia para mucho más. Se daba cuenta de que su hija poseía todas las condiciones que los habitantes masculinos del pueblo soñaban para la madre de sus hijos, por lo que los acosos hacia ella serían más y más serios cada día. La muchacha, a su vez, progresaba con rapidez en el aprendizaje de los secretos de la costura y sus aptitudes naturales se veían reforzadas con ciertas revistas especializadas que Mary subrepticiamente compraba. La madre soñaba con la alternativa de que se estuviera produciendo el inicio del proceso finamente urdido, ya que de seguro habría una tienda especializada en la confección o reparación de prendas femeninas en Newcastle que pudiera interesarse por sus servicios y Daniel podía ser el vínculo que permitiera hacer realidad aquello. Aunque le dolía en el alma pensar que debería dejarla partir y que a la larga se quedaría sola con su marido, estaba dispuesta a asumir ese dolor si es que la recompensa era que su hija consiguiera lo que para ella nunca estuvo al alcance. Pero la concreción de su plan requería al menos de dos supuestos básicos: mantener en la ignorancia más absoluta al padre y esperar que Daniel asumiera sus responsabilidades en la Parroquia de San Juan Bautista y se diera la casualidad casi milagrosa de que conociera a alguien que requiriera los servicios de una persona como Elsie. Sabía que la parte más dura sería convencer a su marido. Dejar irse a un hijo ya había sido difícil, pero ver partir a una hija cuando recién había cumplido la edad suficiente como para considerarla adulta, le iba a ser casi imposible de aceptar. Sería ahí donde debería entrar nuevamente a tallar el buen Charlie.

      En ese año, el último de colegio, Daniel vio cómo muchos de sus amigos abandonaban la escuela para integrarse a las labores mineras y así seguir la tradición inserta en ellos desde el momento mismo del bautismo. Desde que tomó la decisión de emigrar para intentar una nueva vida, aquella posibilidad le parecía más abominable. Su mente, en forma imperceptible, les había dado cada día mayor altura a sus sueños. En lo personal le era recurrente el sentimiento de atracción que sentía por Elizabeth y los deseos que aquello le causaba. Pensaba que ambos ya no eran niños, aunque el desarrollo de ella en lo físico era comparativamente mayor que el de él. Sin decírselo el uno al otro, ambos pensaban que ella había iniciado el tránsito de ser una niña a ser mujer antes que Daniel hiciera el suyo para llegar a ser un hombre. Por ello, a veces tenía dudas acerca de si esa mutación física diferente podría de alguna manera “enfriar” en ella lo que él percibía dentro de sí como una cosa íntima especial y que pretendía que fuera correspondida de igual forma. A su vez, estaba consciente de que poseía por naturaleza una especie de incapacidad para expresar adecuadamente sus sentimientos, más allá de la limitación que le imponía su edad, y no le era ajena la circunstancia de que Elizabeth, en menor grado que él, padecía de la misma limitante. Él deseaba hacerle saber que nunca antes había sentido por una niña lo que sentía por ella, pero no se le escapaba


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