Amor en cuatro continentes. Demetrio Infante Figueroa

Amor en cuatro continentes - Demetrio Infante Figueroa


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Para ella, lógicamente, la respuesta no fue fácil de elaborar, pues debía responder en frío a un discurso que Daniel había meditado por semanas y sabía casi de corrido. Elizabeth, con una indisimulada vergüenza inicial, fue capaz de hacerle saber que sentía en su corazón algo similar y con un análisis sereno fue despejando los posibles problemas que le había planteado. Le confesó que para ella el hecho de que tuvieran la misma edad no constituía dificultad alguna y la circunstancia de que él en un plazo relativamente breve tuviera que partir del pueblo tampoco le creaba un obstáculo insalvable, aunque ello requeriría de un esfuerzo especial de ambos para sobrellevarlo. Daniel le insistió que él era muy malo para expresar lo que sentía y que el control que tenía sobre su vida y sobre sus expresiones lo había llevado a crear una especie de barrera para traducir en palabras cosas que sucedían en su interior. Ella le respondió que lo comprendía y que los años que habían vivido cerca siendo estudiantes de la misma escuela la habían hecho llegar, sin hablarlo con él, exactamente a esa conclusión. Le pidió que no se preocupara, que lo comprendía y que esperaba que poco a poco, con el transcurso de los días, ese velo que había entre su corazón y su boca fuera desapareciendo. Ella le confesó que también tenía dificultades similares, pero tenía una visión romántica de la vida, la que alimentaba con lecturas furtivas de ciertos libros de amor. Se comprometió a ayudarlo en el proceso de abrir su corazón y le dijo que en el instante en que debiera partir del pueblo y las posibilidades de verse en forma continua fueran casi inexistentes, pensara que las cartas serían un buen vehículo para lograr que la relación entre ellos fluyera de una manera natural y libre de tapujos. Le propuso que intentaran esa vía. Lo expresado por esa muchacha de ojos hermosos y de cabello luminoso produjo en Daniel un verdadero huracán interno y sintió que su corazón se llenaba de una felicidad exquisita que antes nunca había conocido. Le agradeció sus palabras y le añadió que la idea de las cartas le agradaba sobremanera, pero la previno que de seguro pasaría un tiempo antes de que pudiera poner en blanco y negro lo que realmente le nacía del alma. Elizabeth le contestó que no le importaba y que estaba en disposición a que juntos hicieran el camino. Daniel, pese a sus cortos años, estaba entusiasmado con la realidad amorosa que se le presentaba y estaba dispuesto en su mente a continuar queriendo a esa niña. Pese a todo el verdadero terremoto de sentimientos que tenía dentro de sí, no compartió con Elizabeth su proyecto profesional después de terminada la etapa escolar de Newcastle.

      El tiempo que medió entre ese diálogo y la partida de Daniel dio espacio para que ambos se juntaran continuamente y en el pueblo ya no era un secreto para nadie la relación que se había creado entre la niña rubia y el futuro estudiante secundario. Se paseaban por las calles de la comarca e incluso desafiando el mal tiempo, buscaban sitios algo aislados para poder tocarse y hasta besarse, pero el acercamiento físico tenía un límite impuesto por las costumbres locales, la educación de ambos y el respeto que su fe les imponía. En esos largos paseos que hacían en especial los fines de semana por sobre las verdes colinas que rodeaban el valle y desde donde se podía apreciar la mina y a la lejanía el pueblo mismo, se fue creando una relación sincera entre los dos y al final habían adquirido una soltura de expresión que estaba muy lejos de la rígida existente al inicio, lo que les permitió decirse cosas hermosas cargadas de romanticismo. La soledad de esas hermosas colinas ayudó a que la intimidad les permitiera iniciar un conocimiento de sus cuerpos, lo que satisfacía a ambos. Él con gusto sentía sus pechos y los acariciaba por sobre el vestido de ella, acción que en ambos producía un cuestionamiento moral, pero que no dejaba de ser muy grato. Ella, a su vez, sentía algo no experimentado previamente cuando se percataba de que Daniel –fruto de la cercanía de sus cuerpos– aumentaba en forma constante el ritmo de respiración y que cada vez que la besaba su cuerpo reaccionaba en una forma que era perfectamente perceptible para ella.

      Al final de año se llevó a cabo en el colegio la ceremonia habitual de graduación y se procedió a la repartición de distinciones a los alumnos sobresalientes. Daniel, sin excepción fue el primero del curso en todas las áreas, lo que provocó el gozo en los suyos. Para nadie era un misterio que las cosas iban a ser así, pero llegado el momento mismo en que una y otra vez se pronunciaba su nombre cuando se voceaba un área determinada de la actividad escolar, la emoción de sus padres, su hermana y Elizabeth era superlativa. El muchacho no exteriorizaba muestras especiales de satisfacción y mantuvo su conducta habitual de bajo perfil, lo que le proporcionaba aún mayor estatura frente a sus iguales que estaban al tanto de que ya había recibido confirmación de su ingreso al colegio secundario de Newcastle. Al final de la ceremonia escolar había en el mismo establecimiento una especie de recepción en que los padres de los egresados compartían junto con aquellos y con los profesores la ocasión especial que el término de los estudios allí significaba. En Daniel había, en el fondo, una especie de pena inconsciente, pues del número de graduados el único que se proyectaba fuera de Fatmill era él. Para ellos el camino a seguir era solo uno, el interior de la mina de carbón. En esa fiesta de fin de ciclo Daniel compartió casi toda la noche con Elizabeth, lo que fue del agrado de los padres de ambos. Hubo al final un pequeño baile, amenizado con algunos discos primitivos que se tocaban en un viejo aparato que usaba agujas especiales, las que había que reemplazar cada cuatro o cinco piezas. Daniel y su pareja aprovecharon todas las melodías, especialmente las más románticas, lo que les facilitaba sentir más cerca sus cuerpos. Ambos se sentían en una especie de paraíso y los deseos de uno eran percibidos con claridad por el otro. En realidad, esa temprana relación romántica fue una buena experiencia de vida para el muchacho, ya que pese a su juventud sintió muy de cerca lo que el cariño de una niña podía significar en su interior. Esa aventura le sería útil en el futuro y guardaría de ella un especial recuerdo. Pero lo que resultó más sustantivo, es que lo hizo cavilar sobre la alternativa de abrir su mente y poner sus sentimientos por escrito, lo que al final resultó beneficiosamente aceptada.

      A las pocas semanas de terminadas las actividades escolares en Fatmill, Daniel sabía que se avecinaba el instante en que tendría que dirigirse a la estación de ferrocarril para tomar el tren a su nuevo destino. Había hablado largamente con Charlie y este lo había puesto al tanto de la personalidad de quien sería su jefe en el lugar donde habitaría y trabajaría. El hombre, le dijo el pastor, no es fácil, y muchas veces tendrás que morderte la lengua para no responderle como se lo merece. Pero siempre ten en cuenta que en el fondo es un buen tipo, que los sacrificios que tengas que sufrir son parte de un todo y que los malos ratos que puedas pasar allí, en el futuro, no serán más que una anécdota de tu vida y una demostración práctica de aquel proverbio que indica que el incremento paulatino de la altura del salto no es para que el jinete se caiga, sino para que su triunfo sea más espectacular. El día antes de la partida, Daniel había pasado una linda tarde con Elizabeth, durante la cual se habían reiterado el cariño recíproco y habían intercambiado actos de ternura que fueron la dicha de ambos. El amor en esa ocasión afloró por los poros de ambos jóvenes y el beso de hasta pronto fue prolongado y sensual.

      La mañana de la despedida de Daniel fue muy especial en el hogar de los Kelly. Él se levantó temprano para desayunar con su padre, cosa que no sucedía habitualmente pues Lawrence partía a la mina cuando el muchacho aún estaba durmiendo. Mientras tomaban café y comían el pan que acompañaban con mermeladas que la madre producía en los veranos, el diálogo transcurrió sobre cosas intrascendentes. El dueño de casa no tenía la personalidad como para verbalizar una especie de “últimos consejos” a Daniel, pese a que le habría gustado haber poseído la habilidad necesaria para expresar lo que sentía en el alma. El hijo estaba consciente de esa falencia paterna y no forzó el asunto. Solo al final, cuando ya los dos habían terminado sus respectivos cafés, se produjo la despedida formal que se tradujo en un abrazo emocionante y mudo, en que ambos no pudieron contener las lágrimas y durante el cual el padre solo pudo balbucear un “que Dios te bendiga y que te vaya bien”, a lo que él contestó con breves palabras llenas del más grande amor que su alma podía traslucir en “gracias, papá, por todo lo que has hecho por mí”.

      Cuando Mary sintió que su marido había cerrado la puerta, apareció en la cocina, pues había intuido perfectamente lo que allí había sucedido. Daniel se había vuelto a sentar en su silla y la madre se le acercó sin decir palabra. Le puso la mano sobre el pelo y empezó a rascarle calmada y amorosamente la cabeza, a lo que el hijo reaccionó cerrando los ojos para que esos cariños maternos se extendieran


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