Amor en cuatro continentes. Demetrio Infante Figueroa

Amor en cuatro continentes - Demetrio Infante Figueroa


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estaba seguro de poseer la capacidad para cumplir en forma adecuada las tareas que le había asignado. El “futuro laboral” lo tenía sin cuidado, pero lo que le dejaba un gusto amargo en la boca era el hecho de que no tendría un momento libre para él mismo y la limitación de los fines de semana le daba prácticamente la calidad de esclavo, pensó una vez más. Pero enseguida se respondió que “era parte del precio que tenía que pagar para alcanzar las metas que deseaba conseguir y que no sería para siempre. Recordó otra vez aquello de que la altura del salto no es para que el caballo se caiga, sino para que el triunfo del jinete sea más espectacular. Rezó por los suyos y dio gracias a Dios por haberle puesto delante de sí esa oportunidad, por dura que pudiera parecer. Ya tarde logró conciliar el sueño.

      A la mañana siguiente se levantó para llegar a la mesa del desayuno a las 07:30, como estaba dispuesto y cumplió por primera vez con la tarea del chequeo previo del templo. Allí se encontró con el viejo hombre encargado permanente de la iglesia, quien ya sabía de la llegada de Daniel y de la función que cumpliría. Desde el inicio hubo una buena química entre ambos, lo que le dio una especial alegría al muchacho, que tenía dudas acerca de cómo iba a reaccionar un hombre con experiencia y con mañas acumuladas por lustros frente a un casi niño que venía a supervigilarlo, cuando perfectamente podría haber sido su nieto. Pensó que el cumplimiento en ese primer día de las reglas que se le habían impuesto sería determinante para sus relaciones con el párroco en el futuro. El religioso llegó al comedor prácticamente junto con él, se saludaron y se sentaron a degustar un desayuno que era muy superior al que Daniel tenía diariamente en su casa. Había abundancia de pan, mantequilla, varios tipos de mermeladas y frutas, por lo que el recién llegado no tuvo pudor alguno en probar todo lo que se había dispuesto en la mesa. Mientras tomaban una segunda taza de café, Daniel le dio cuenta a Eric de la revisión que había hecho del templo en compañía del encargado y que salvo detalles que ya habían sido corregidos, todo estaba en orden. El párroco nada dijo, pero tomó nota del actuar de su nuevo asistente. Terminado el desayuno, el chiquillo le manifestó que usaría la mañana para salir a caminar por la calle a fin de comenzar a ubicarse en la ciudad y luego se dirigiría al colegio. Sabía que este atendía a los nuevos alumnos a contar de las nueve de la mañana, por lo que tendría tiempo durante el día para hacer todo lo que necesitaba realizar, incluso la cotización de sus útiles escolares.

      Salió a la calle Grainger St., que de acuerdo a lo que le había dicho Eric era la principal de la ciudad. La iglesia quedaba al comienzo de esta y su prolongación hacia el centro constituía una pequeña ruta ascendente que invitaba a desplazarse con paso cansino. Daniel se impresionaba con todo lo que veía. El comercio que comenzaba a abrir, el tráfico de vehículos y el modernismo de sus modelos, la elegancia y la gran cantidad de personas que transitaban por la calle, la belleza y tamaño de los edificios. Todo lo sorprendía sobremanera. Hizo el camino de subida con la idea de ir grabando en su mente verdaderas fotografías de cuanto percibía, incluso de los mínimos detalles, para tener una especie de álbum mental de lo que había captado. Después de caminar unas cinco cuadras y habiendo dejado a su espalda el edificio de la estación de ferrocarril, llegó a lo que sería la cima de la calle Grainger St., donde encontró una gran columna de tipo romano en cuya parte superior había una estatua dorada que la hacía aparecer como si fuera de oro y que correspondía a un hombre revestido de un imponente ropaje. El tamaño era el natural de un hombre alto. El monumento era impresionante y Daniel estuvo largo rato observándolo y analizándolo. Por las inscripciones que poseía a su alrededor pudo verificar que había sido levantado en 1838 en homenaje a Charles Earl Grey, K.G. como un modo de honrar la memoria de un ciudadano fundamental en el desarrollo de la región. Era una columna no solo alta, sino además maciza, que de acuerdo con los libros que él había visto en su escuela era casi una copia de la que se había levantado en Londres como homenaje al Almirante Nelson, el héroe máximo de la Armada británica. Por su juvenil mente pasó la idea de que no había proporción entre ambos homenajeados, aunque desconocía lo que podría haber hecho el señor Grey por esa zona, lógicamente no podía tener comparación con lo que para los ingleses significaba el héroe de Trafalgar. La columna tenía una altura que Daniel calculó en unos 20 metros. Lo que tenía ante sí lo dejó inmóvil por largo rato, hasta que empezó a fijarse en otros detalles que lo rodeaban. Todo alrededor era un gran espacio de adoquines, que dejaba el monumento libre de edificaciones cercanas a fin de realzar su majestuosidad. Indudablemente ese debía ser el punto neurálgico de la ciudad. La plaza de adoquines estaba circunvalada por un despliegue de tiendas, todas con vitrinas de gran tamaño que mostraban lo que deberían ser cosas muy finas. Había, por ejemplo, una especializada en ropa de señoras que exhibía vestidos de telas exclusivas, de acuerdo con lo que se leía al pie de cada uno de ellos. Al percatarse de los precios de cada uno, el muchacho tuvo una impresión mayúscula. Nunca en su vida había pensado siquiera en la posibilidad que un traje para una señora, por más fino que fuera, podía tener ese valor. Antes de recorrer en bajada una calle que corría en una dirección oblicua a Grainger St., se percató de que el monumento ya descrito era como el centro de una especie de sol, en que las calles estaban construidas de tal forma que coincidían al final como si fueran sus rayos. Bajó dos cuadras y torció a la derecha, para luego de caminar unos cincuenta metros encontrar el edificio del Newcastle School. Ingresó al establecimiento y se presentó en la secretaría, identificándose por su nombre y señalando que era un alumno nuevo que venía a iniciar su educación escolar superior. Le respondieron que estaba ya inscrito y debería presentarse al inicio de las clases, lo que se verificaría cinco días después. A su requerimiento, le dieron la lista de útiles que necesitaría en el curso del año y el calendario de clases. En cuanto a los útiles, algunos de ellos serían proporcionados por el propio establecimiento y en la nómina había una identificación exacta de cuáles debían ser adquiridos por el alumno. Luego fue invitado a que recorriera por sí mismo el edificio, que lógicamente estaba vacío, y le indicaron que su sala de clases estaba en el segundo piso. Era la tercera a la derecha en relación con la escalera. Daniel subió lentamente uno a uno los peldaños, pensando en que ese sería el lugar donde pasaría los próximos cuatro años y por ello intentó mirarlo con los mejores ojos. Se trataba de una construcción antigua, pero bien mantenida. Tenía un gran patio central al cual daban todas las salas del primer piso y los corredores del segundo. Al llegar a la que sería su propia aula se quedó observando uno a uno los detalles. Se trataba de un sitio espacioso, en el cual había unos treinta pupitres individuales bien cuidados y se notaba que el espacio había sido pintado hacía poco. Le llamó la atención un sistema especial de calefacción, garantía de que en invierno no sentiría frío dentro de su sala de clases.

      Luego de abandonar el edificio del colegio, se dirigió a una librería que había visto en su camino al monumento a Charles E. Grey. Entró, le explicó al dependiente su situación y le solicitó que le proporcionara los precios de los útiles que aparecían marcados en forma especial en la lista que tenía en la mano y que correspondían a los que debían ser financiados por el alumno. Al poco rato Daniel tenía claro lo que debía adquirir y los precios de cada unidad. La suma de todo era una cantidad que al recién llegado le pareció altísima, pero se alivió cuando recordó que Eric le había prometido hacerse cargo del gasto. Volvió rápidamente a la iglesia para llegar puntual al almuerzo. Tuvo tiempo de lavarse las manos y dirigirse al comedor, donde el religioso ya estaba sentado. Este lo recibió amablemente y le pidió que le narrara su experiencia de esa mañana. Daniel le contó una a una sus impresiones, partiendo por lo activo y bonito que encontró el comercio de la ciudad, lo impresionante que le resultó la estatua de Grey, lo caro de los vestidos femeninos –cosa que a Eric le produjo risa– lo agradable que le pareció el colegio y lo bien que lo habían atendido, para finalizar con la narración de la visita a la librería, aprovechando el momento para poner sobre la mesa la lista de útiles requeridos y el costo a que debería hacer frente, esto último dicho en forma normal y sin mayor aspaviento, sin demostrar sorpresa frente a la suma final. El clérigo miró la cifra y le dijo que terminado el almuerzo le daría la cantidad de dinero que necesitaba, a fin de que terminara la “operación útiles” ese mismo día. Esta conversación se realizó en medio de dos platos abundantes de comida, donde el primero consistió en una sopa de calabaza y el segundo en una carne con puré de papas que al paladar del recién llegado le pareció un majar de dioses. De postre había un dulce y grato arroz con leche. Terminada


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