El palomo negro. Jorge Muñoz Gallardo
de ofrecer mi ayuda al cardenal de Rohan a cambio de su colaboración financiera porque el mayor deseo de su eminencia, según me informó Cagliostro, era llegar a ser primer ministro de Francia y solo podía lograrlo con la intervención de la reina. Teniendo en mis manos la ilusión del hombre tenía también al hombre. Solo se trataba de actuar con paciencia y tejer con astucia la telaraña donde había de caer la presa. Poco a poco fui deslizando en la mente del ingenuo y ambicioso cardenal frases que daban cuenta de mi amistad con María Antonieta. Y vi que se interesaba cada vez más en mi fingida relación con la reina, veía en mí a una posible mediadora. Mi fértil imaginación me llevó a inventar toda clase de episodios que deslumbraron al cardenal, quien me pidió que intercediera por él ante la soberana que desde hacía años no se dignaba ni siquiera a dirigirle una mirada. Ese era el momento que yo esperaba. Después de unos días le anuncié que había hablado con la reina en su favor y que ella había manifestado su voluntad de hacer un gesto, muy discreto, más bien secreto, como muestra de que estaba dispuesta a devolverle su confianza. La alegría de su eminencia era enorme y tuve que advertirle que se moderara, que no hablara con nadie del asunto, porque podría echarlo todo a perder. Las libras circulaban de las arcas del cardenal a mis bolsillos, pero yo buscaba algo más grande y lucrativo. Entonces instruí a mi secretario y amante Rétaux para que, falsificando la letra de la reina, escribiera cartas dirigidas a mi persona. Rétaux era un verdadero maestro en el arte de la caligrafía y las cartas eran verdaderamente obras magistrales que el imbécil del cardenal leía con avidez cuando se las mostraba. Dando un paso más, le sugerí al cardenal que le escribiera a la reina para yo misma entregarle las cartas. La idea le encantó al cardenal de Rohan, quien se esmeró en escribir alabanzas, excusas, ruegos y explicaciones. Yo me encargaba de dictar a mi secretario las respuestas que él pasaba en limpio más tarde, respuestas que muchas veces ideamos desnudos en la cama, riendo y bebiendo espumoso vino dorado. Y como mi amor alcanzaba también para satisfacer al conde de la Motte, y en ocasiones a Cagliostro, todo marchaba como sobre ruedas. De los tres, Rétaux era el mejor, pero yo no tenía ningún problema en fingir con los otros. Elegíamos con mucho cuidado el papel en que se le respondía al cardenal y mi preferido era el de la flor de lis francesa en un ángulo. Rétaux lo hacía todo con verdadera perfección, además disfrutaba casi tanto como yo engañando a su eminencia. En cada carta, el cardenal reiteraba su petición de audiencia y en las respuestas siempre se alimentaba su ilusión. Pero, como el tiempo transcurría y era necesario algo más concreto para no despertar las sospechas del cardenal, había que producir el encuentro entre la reina y su eminencia. Esto significaba hallar a una persona muy parecida a María Antonieta y un lugar, en la noche, que otorgara al cardenal de Rohan una prueba definitiva. Una vez más mi fiel secretario resolvió la primera parte del complicado asunto, pues conocía a una joven y bella prostituta que guardaba un parecido con la reina. Del resto me encargué yo. Compramos elegantes vestidos a la muchacha, con una maquilladora amiga acentuamos el parecido. Me pasé un par de semanas enseñando a la mujer, que se llama Nicole, a caminar, saludar y moverse como en las altas esferas sociales y a repetir, como un loro, un saludo al cardenal. El lugar escogido fue un encantador paseo en el parque de Versalles, por la noche para contar con la complicidad de las sombras nocturnas. El once de agosto llevamos a Nicole a Versalles y la escondimos en una cabaña arrendada por unas cuantas horas. Nuestra actriz vestía un traje de muselina con lunares, igual al que llevaba la reina en un retrato, además, le cubrimos la cabeza con un sombrero de ala ancha que protegía su cara de cualquier luz indiscreta, también llevaba en la mano una rosa roja y una carta que entregaría al cardenal después del saludo aprendido de memoria. La representación debía durar unos diez minutos, afortunadamente la noche estaba oscura, sin luna, ni estrellas. Fuimos con mi marido y Nicole hacia el bosquecillo de Venus, cubierto de abetos, cedros y pinos, donde apenas era posible distinguir las siluetas; era un lugar apropiado para las caricias y los temblores del amor, y más aún para los engaños que tanto me atraían. Fingiendo ser un servidor real, el astuto Rétaux condujo, entre los arbustos y las sombras, al cardenal que avanzaba lleno de ilusiones. Escondidos en el espeso follaje, el conde de la Motte y yo contemplábamos atentamente la escena; de ella dependía nuestra fortuna. El cardenal de Rohan caminó hacia la supuesta reina que permanecía de pie, un poco rígida para mi gusto, pero imposible de distinguir de la verdadera en esa oscuridad. Cuando estuvo frente a ella, se inclinó respetuoso y le besó la orla del vestido. Creí ver una sonrisa en el rostro de Nicole, mas todo seguía bien. La reina repitió el saludo tantas veces repasado, se le cayó la rosa, pero le entregó la carta. El cardenal se inclinó una y otra vez, parecía muy emocionado. Nicole, es decir, la reina, se dio la vuelta y emprendió el retiro, lo mismo hizo el cardenal conducido por el falso criado real que apareció en ese preciso instante. Cuando la muchacha llegó hasta donde la esperábamos se puso a llorar, las manos le temblaban y estaba pálida. La consolamos diciéndole que lo había hecho muy bien y que le pagaríamos mejor, esto la calmó. Por supuesto, el conde de la Motte le advirtió que si abría la boca terminaría bajo tierra devorada por los gusanos, cosa que impresionó muchísimo a la joven que juró una y otra vez no soltar una sola palabra. En la carta que la reina entregó al cardenal, ella le otorgaba su perdón y la posibilidad de una feliz reconciliación, esto desbordó de dicha a su eminencia que vio en mí la más segura herramienta para llegar a ser primer ministro. Mis palabras y consejos eran para él como la mismísima Biblia y las libras corrían a mi poder. Dando otro paso adelante le dije al cardenal que la reina deseaba ayudar a una familia de nobles arruinados entregándoles cincuenta mil libras, pero que por diversos motivos se hallaba impedida de hacerlo en ese momento y solicitaba a su eminencia que se hiciera cargo de tal cantidad, suma que más tarde le sería restituida con creces. Encantado de poder servir a Su Majestad el cardenal de Rohan me hizo llegar, a través de la mediación de un judío que lo asesoraba en sus asuntos privados, la elevada suma y las monedas de oro bailaron entre mis manos al financiar nuestros placeres. Tres meses más tarde utilizamos nuevamente las necesidades económicas de la reina y otra vez el cardenal se esmeró en satisfacerla, lo que aumentó nuestro patrimonio. Vivimos días felices, todos nuestros caprichos eran convertidos en realidad. El cardenal se hallaba en Alsacia, pero eso no importaba, cuando era necesario recibía una carta de la reina y con eso nos bastaba. Y, en verdad, yo, la condesa Valois de la Motte, era la reina y disponía a mi antojo de quienes me rodeaban. Compramos una magnífica casa de campo en Bar-sur-Aube, nos visitaban amigos y admiradores, y las noches eran de juego, música, bailes y amor.
3
En una de esas alegres reuniones alguien contó que los pobres joyeros de la corte, Boehmer y Bassenge, se encontraban en un grave problema. Los dos hombres habían colocado todo su capital, más una cantidad tomada a préstamo, en la fabricación de un fabuloso collar de diamantes. Inicialmente, el collar había sido destinado para madame du Barry, la cual lo hubiera adquirido si las viruelas no se hubiesen llevado al infierno a Luis XV; después, lo habían ofrecido a la corte de España y, por tres veces, a María Antonieta, la cual, siempre interesada en las alhajas, compraba sin pensar, ni preocuparse del precio. La joya costaba la impresionante cantidad de un millón seiscientas mil libras y el rey, el indolente cerrajero Luis XVI, se había negado a dar su consentimiento para que María Antonieta lo adquiriera, dejando a los joyeros al borde de la ruina total. Naturalmente, una noticia como esa no podía pasar inadvertida para mí; acomodada junto al sujeto que la contaba, le llené varias veces la copa con vino y, usando mis mejores argucias, lo hice hablar al máximo mientras el muy imbécil introducía la mano bajo el mantel y enseguida la deslizaba sobre mis muslos. Cuando obtuve la información que me interesaba me puse en pie y dejé hablando solo al pobre diablo. Si conseguía que la reina comprara el collar, mis ganancias serían extraordinarias. Puse manos a la obra, el 29 de diciembre los dos joyeros llevaron la preciosa alhaja a mi mansión y hablamos de negocios. Yo, la condesa Valois de la Motte, ofrecí mi mediación ante mi amiga María Antonieta para convencerla y hacer que comprara el collar en condiciones favorables. Por esos mismos días el cardenal de Rohan había regresado desde Alsacia y volvió a hablarme de su deseo de llegar a ser primer ministro de Francia. La situación no podía serme más conveniente. Le hablé del collar y de la intención de la reina de comprarlo a espaldas de su marido. Después de unas cuantas reuniones regadas con buen vino y algo más, conseguí el consentimiento del cardenal que se comprometió a reunir la enorme cantidad de libras convencido de que con esta