El palomo negro. Jorge Muñoz Gallardo
con el hierro candente. Luché con desesperación, pero desgarraron mis vestidos; la marca del hierro al rojo que debía plasmar la “V” en mi hombro quedó en el seno. Mis gritos despertaron a los vecinos que salieron a la calle y se asomaron a las ventanas para gozar con mi suplicio. Cerdos malditos, si hubiera podido, los habría escupido a todos a la cara. Finalmente perdí el sentido. Cuando desperté estaba en una celda húmeda y maloliente. Debía llevar un vestido gris de tela ordinaria, zuecos, hacer costuras y artesanías y conformarme con la mala comida del recinto. Durante los días y noches que pasé en la cárcel pensé constantemente en mi madre y en mi hermana a la cual abandoné. Mas, la suerte volvió a cambiar y me tendió una mano que ya no esperaba. La opinión pública empezó a verme como una víctima injustamente sacrificada para proteger a la reina. El duque de Orleans organizó consultas y reuniones y comenzaron a llegar a mi celda regalos enviados por la nobleza. Filas de elegantes carruajes se detenían ante el recinto donde me recluyeron. Mi nombre se hizo cada vez más popular, visitarme en la cárcel era una moda. Una tarde apareció ante mí la princesa de Lamballe que era una de las mejores amigas de la reina. Y los rumores volaron, decían que la princesa me había llevado un mensaje secreto de María Antonieta. No puedo negar que todo eso me complacía y fortalecía mi amor propio. Una noche sin luna las puertas de mi prisión se abrieron y recuperé la libertad. El rumor volvió a circular, se comentaba que la reina había ordenado mi liberación en agradecimiento por haber asumido yo la culpa que era de ella. En realidad, la princesa solo me llevó un saludo de Su Majestad que se compadecía de mi castigo y ofrecía una ayuda futura bastante imprecisa. Pero como las cosas no estaban para perder el tiempo en divagaciones cogí lo que pude y me marché a Inglaterra.
5
En cuanto me instalé en Londres, un editor me ofreció una gran suma de dinero por mis revelaciones. En toda Europa estaban interesados en conocer la verdad sobre el fraude del collar y yo era la persona que más sabía del asunto. La favorita de María Antonieta, la Polignac, llegó a Londres y me visitó en mi casa para ofrecerme doscientas mil libras a cambio de mi silencio. Volvía a tener las cartas del triunfo en mis manos. Acepté el dinero de la reina, pero en cuanto la Polignac regresó a Francia consentí en publicar mis memorias mediante un jugoso contrato con el editor londinense. El libro tuvo un éxito enorme y se hicieron nuevas ediciones en las cuales cargué las tintas a mi favor y aproveché de vengarme del cardenal de Rohan y de todos quienes estuvieron en mi contra. Les di en el gusto a los que disfrutaban con el escándalo y me llené los bolsillos. Atraído por mi éxito literario y financiero, el conde de la Motte reapareció en mi vida, pero como ya no lo necesitaba lo dejé parado en la calle y después de cantarle unas cuantas verdades me despedí de él con un portazo en sus narices. Solo deseaba volver a ver a Rétaux que, según creía, podría reaparecer en cualquier momento. Por el contrario, cuando me enteré de que el imbécil de Loth murió asesinado en un confuso incidente en una taberna española, no pude menos que sonreír satisfecha; ojalá le ocurriera lo mismo a Nicole, por culpa de ellos llevo esta horrible marca en el pecho que ni todo el dinero del mundo puede quitarme.
Cuando estalló la revolución recibí la visita de un mensajero que venía de París para sugerirme que regresara a Francia; me ofrecían protección. Querían reabrir el proceso del collar teniendo a María Antonieta como acusada y yo entre los acusadores. Sería la culminación de mi venganza, sin embargo, mi ánimo no era el mismo, algo me pasaba, la desaparición de Rétaux, el único hombre que había amado y en el cual confiaba, me tenía deprimida. Rechacé las invitaciones y me encerré en mi casa, disponía de todos los lujos y comodidades que se pueden desear y no me sentía feliz. El recuerdo de mi madre y las miserias de mi niñez me visitaban continuamente en sueños y en la vigilia. Comía muy poco, había bajado de peso, a veces me venían accesos de llanto. Cuando recibí esa carta anónima en la que me indicaban que Rétaux había muerto, me vine abajo. La vida perdió su sentido. Con un lacayo fiel conseguí un veneno mortal.
Ahora estoy sentada delante de la mesita cubierta con un fino mantel rojo, sobre el cual humea la taza de té donde acabo de echar el veneno.
UNA PIEDRA EN EL ZAPATO
1
La noche era oscura, fría, la calle solitaria y triste serpenteaba entre casas apenas visibles bajo la niebla que se extendía como un ave de mal agüero. Una silueta avanzó, se detuvo mirando hacia todos lados, enseguida se dirigió a una casa apartada, rodeada de altos castaños. El farolillo de la puerta estaba apagado, pero en una ventana brillaba una luz débil tras las cortinas. En el momento en que la solitaria figura desaparecía por la puerta, un búho cruzó el espacio y se perdió entre los árboles. Alguien dijo que el coche del juez pasó por ahí. Antes de que empezara a clarear, un carruaje tirado por dos caballos se estacionó delante de la casa, la puerta se abrió, tres figuras salieron arrastrando un bulto que colocaron en el asiento posterior del coche que se alejó con rumbo desconocido. El resonar de los cascos de los caballos se fue perdiendo en la distancia y el silencio volvió a imperar. A los pocos días la noticia corría como el soplo de un viento incontenible: Christopher Marlowe había muerto asesinado. En los teatros, bares y burdeles se comentaba el suceso en voz baja; lo mismo ocurría en salones, pasillos y oficinas.
2
En el despacho del jefe de los agentes de la corona, el conde de X, se reunían seis sujetos. Sobre la cubierta de roble labrado del escritorio del conde, que presidía la reunión, destacaba un halcón peregrino de bronce, bajo el que estaban los papeles atribuidos a Marlowe. En uno de ellos se leía: “Jesucristo era un bastardo y su madre, María, una ramera”.
–Los católicos han arrojado piedras a la casa del poeta y algunos más fanáticos intentaron quemar sus manuscritos –dijo el conde paseando la mirada cansada por los rostros atentos de sus acompañantes–. La reina ha ordenado registrar las viviendas de sus caudillos, ustedes deben proceder con la mayor premura y cautela. Un individuo procedente de Stratford, que visita con cierta frecuencia los teatros y lugares donde acostumbraba a estar Marlowe, podría sernos útil. Creo que se llama Shakespeare, un tal William Shakespeare, obsérvenlo de cerca luego me informan. Ya saben: familia, estudios, amistades, intereses, todo lo que puedan averiguar. –Dio por terminado el encuentro, se puso en pie y llamando a su ayudante le dijo que preparara el coche con los caballos, deseaba retirarse a su casa de campo, los últimos acontecimientos lo tenían agotado–. Una buena partida de ajedrez me ayudará a aclarar las ideas –agregó antes de retirarse. Los agentes también salieron, pero por otra puerta.
Un mes más tarde, sentado en un cómodo sillón forrado en cuero negro, con las piernas cubiertas por un chal de lana, el conde examinaba el informe de sus agentes sobre Shakespeare, que en su primera página decía: “El 26 de abril de 1564 fue bautizado William Shakespeare, en la iglesia de Stratford-Upon-Avon, pueblo del condado de Warwick. Hijo de John Shakespeare –comerciante en lana, carnicero, arrendatario, concejal, tesorero y alcalde– y de Mary Arden, de familia católica. El joven es el tercero de cinco hermanos. Sus estudios y conocimientos son de nivel medio. Cuando cumplió 13 años la fortuna de su padre disminuyó mucho, el joven William tuvo que trabajar como dependiente de carnicería; pronto se convirtió en diestro matarife. A los dieciocho se casó con Anne Hathaway, una aldeana nueve años mayor que él cuyo embarazo estaba bastante adelantado. También se le conocieron amigos de mala reputación y fue sorprendido robando ciervos en los parques de sir Thomas Lucy. Después de múltiples vagabundeos abandonó a su esposa y se le empezó a ver en Londres, visitando teatros y tabernas...”. Cuando acabó de leer las siete páginas del informe, el conde dejó los papeles en una pequeña mesa cubierta con un paño rojo, situada junto al sillón, después miró por la ventana que daba al parque donde se alzaban las hayas, los olmos, y los pájaros revoloteaban entre los arbustos. Luego volvió a sus reflexiones. Si Marlowe no hubiera sido tan exaltado, pero su carácter impulsivo y apasionado... Qué idea tan loca esa de escribir frases descabelladas, justo cuando la corona se hallaba en una dura pugna con los católicos y potencias como España y Francia se armaban y contemplaban con desagrado los acontecimientos ingleses;