El palomo negro. Jorge Muñoz Gallardo
le tendí la mano sonriendo y le dije que se levantara, que no tenía nada que agradecerme, aunque pensaba con satisfacción que había ganado otro perro para mi patio. Poco tiempo después, el 29 de enero de 1785, se firmó el trato de la compra en el palacio del cardenal, el Hotel de Estrasburgo, por un millón seiscientas mil libras, suma que sería pagada en el plazo de dos años en cuatro cuotas semestrales. El cardenal me pasó el contrato para que se lo llevara a la reina, el primero de febrero se haría entrega de la joya. Al día siguiente llevé al cardenal la respuesta escrita de Su Majestad (otra obra maestra de Rétaux), su eminencia estaba feliz y me colmó de caricias y promesas. Luego, uno de los joyeros entregó al cardenal el collar y su eminencia me lo llevó personalmente a mí para que se lo hiciera llegar a mi amiga, la reina. Y para mayor seguridad y alegría del cardenal lo hice pasar a una sala especial donde él podría ver, a través de una puerta de cristal, cómo yo entregaba el collar al enviado de María Antonieta. A los pocos minutos apareció un hombre elegante y apuesto, vestido de negro, con botones dorados en el pecho, botas de cuero y andar marcial, que se presentó como el enviado por orden de su majestad. El mensajero de la reina recibió la caja con el collar, lo guardó, hizo una cortés inclinación de cabeza y se marchó. Por supuesto, este hombre no era otro que mi fiel secretario. Pero el cardenal de Rohan se tragó la farsa y dichoso como un niño con un juguete nuevo me abrazó y me besó en los labios antes de partir, convencido de que muy pronto sería primer ministro. Cuando la carroza del cardenal se alejó y ya no se oían los cascos de los caballos sobre el empedrado, me eché a reír y a bailar de un lado a otro de la sala.
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Sin embargo, la suerte es una diosa voluble. Una mañana nublada y fría se presentó en la Policía de París un joyero judío para quejarse, en nombre de sus perjudicados compañeros de oficio, de que un individuo vendía espléndidos diamantes a tan bajo precio que era imposible no pensar en un robo. El prefecto de la Policía hizo comparecer ante él al sujeto que resultó ser Rétaux de Billete. Interrogado por la autoridad policial, el cínico secretario de la condesa respondió con total aplomo que los diamantes eran un regalo de la condesa Valois de la Motte. El nombre de la condesa hizo reflexionar al funcionario de la Policía quien ordenó dejar en libertad a Rétaux. Por supuesto, ya no podíamos seguir exponiéndonos en París, por lo que entregué los diamantes a mi marido y lo envié a Londres para continuar la venta de las valiosísimas piedras. Y en Londres le fue de maravilla al conde de la Motte y amasamos una enorme fortuna. Adquirí nuevas propiedades, coches, caballos, cubiertos de plata y lacayos que servían mis necesidades y caprichos. Nos instalamos nuevamente en Bar-sur-Aube donde reanudamos nuestras fiestas y pasatiempos llenos de alegría y pasión. Mimaba a Rétaux y estimulaba los celos de Loth, esto me hacía gozar. Toda la nobleza de la comarca nos visitaba, admiraba y envidiaba porque, esto lo sé muy bien, la prosperidad de unos es la amargura de otros. Pero, la vida es una sola y quería disfrutarla para vengarme de todas las desgracias y humillaciones de mi niñez. Claro, no desconocía que la suerte podía volvernos la espalda, como estuvo a punto de ocurrir cuando denunciaron a Rétaux por la venta de los diamantes, sin embargo, eso me había llevado a pensar en algunos resguardos, por ejemplo, el cardenal de Rohan, no querría quedar expuesto al ridículo ante toda Francia por su ingenuidad y ambición desmedida detrás de un ministerio, si las cosas cambiaban de pronto su eminencia no se negaría a tenderme una mano para protegerse él mismo. Cuando el cardenal me dijo que vio a la reina en una recepción oficial y la percibió tan fría como siempre con él, y además no lucía el collar en su cuello, me vi obligada a inventar una explicación que su eminencia aceptó de inmediato: la reina no quería usar todavía una alhaja que no estaba enteramente pagada; en cuanto a su frialdad era preciso ser prudente y tener paciencia, las cosas suceden en el momento que corresponden.
El tiempo transcurría. Se aproximaba la fecha de pago de la primera cuota y nosotros no estábamos dispuestos a soltar una sola moneda, por lo tanto, dije a Boehmer que la reina consideraba demasiado elevado el precio del collar y que pedía una rebaja de doscientas mil libras en cada pago semestral; de lo contrario, pensaba devolver el collar. Para mi sorpresa, aquel asno se negó y fue a entregar una carta a su majestad refiriéndose al asunto. Afortunadamente, como acostumbraba ante tantas cartas que recibía, María Antonieta no le dio importancia y, sin leerla, la arrojó al fuego. Lo bueno es que el joyero salió de la corte sin obtener una respuesta, ni dar una explicación personal a Su Majestad. Pero los joyeros no se conformaron y me vi en la obligación de enfrentar el problema con toda frialdad. Llamé a Boehmer y le confesé que la firma del contrato era falsa y que nada me podrían cobrar a mí o a la reina; en cambio, le cargué la responsabilidad al cardenal que era un hombre rico y podía pagar el millón seiscientas mil libras sin chistar, además, él había firmado la garantía y no querría quedar como un imbécil ante la corte y toda la sociedad, por haberse dejado burlar de manera tan grande. Sin embargo, ese par de asnos no entendió nada y Boehmer se dirigió a Versalles, solicitó una audiencia con la reina y todo saltó a la luz pública; el fraude se conoció en la corte y las cosas se complicaron. María Antonieta nunca me conoció, jamás recibió al cardenal para ofrecerle su amistad y el cargo de primer ministro (todo había sido una gran farsa), peor aún, su nombre salió mezclado con la estafa y el revuelo fue enorme porque el pueblo francés no quería a la austriaca y ahora tenía la ocasión de manifestar su antipatía. La reina quiso demostrar que nada tenía que ver con el fraude del collar y pidió un proceso, creía que el cardenal de Rohan era el verdadero responsable; para ella el cardenal era un hombre perverso que solo buscaba perjudicarla y lo hizo detener en Versalles. Quienes la odiaban, y eran muchos, se agruparon en torno a la defensa de Luis de Rohan quien pertenecía a los más antiguos y notables linajes de Francia. Cagliostro ya estaba en prisión, pero un cardenal era otra cosa y los clérigos también se sumaron a su defensa que adquirió cada vez más fuerza. Titulares de periódicos, folletos satíricos, y comentarios de toda clase circulaban de puerta en puerta. La opinión pública hizo un verdadero festín con el escándalo de la corte de Versalles. El caso salió al extranjero a través de las embajadas que enviaron periódicos, folletines y todo tipo de documentos relacionados con el asunto del collar a sus respectivos países. También circulaban dibujos burlescos con la imagen de la reina luciendo la carísima alhaja alrededor de su cuello. En casas, almacenes, talleres, plazas y tabernas no se hablaba de otra cosa que de la estafa del collar y el desmedido amor de María Antonieta por el lujo. Mi marido, el conde de la Motte, había huido a Londres, pero yo seguía en Francia observando con gran atención los acontecimientos. Rétaux, mi aliado más fiel, estaba a mi lado eso era lo mejor; en cuanto a Loth, ya no me servía para nada, aunque seguía mirándome como buey a punto de ser degollado. Cuando me citaron a declarar, me defendí afirmando que el culpable del robo del collar era Cagliostro. Expliqué la adquisición de propiedades y mi súbito ascenso material y social diciendo que era la amante del cardenal, cuya debilidad por las piernas bonitas era conocida. Pero las cosas se complicaron y se volvieron en mi contra cuando detuvieron a Loth y a Nicole que, aterrados por las amenazas de tortura, contaron todo lo que sabían. El 31 de mayo debía dictarse la sentencia. Una multitud ansiosa se reunió delante del Palacio de Justicia, era tanta la gente que la policía se vio en dificultades para contenerla. Los familiares del cardenal de Rohan, acompañados de las más poderosas familias de Francia, estaban en el palacio de justicia y ejercían presión sobre los jueces. Las deliberaciones se prolongaron desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche y percibí claramente que estaba perdida. La sentencia que me condenó a mí, Rétaux y Loth fue pronunciada en primer lugar. A Nicole la dejaron en libertad por haber sido utilizada, eso dijeron; la muy zorra se hizo la víctima. Por lo menos el imbécil de Loth también cayó, y si creía que denunciándonos iba a salvarse se equivocó; con cuánta facilidad el amor no correspondido puede transformarse en odio. Por supuesto, su eminencia, Luis de Rohan, quedó liberado de cualquier responsabilidad. Dijeron que el fallo perjudicaba políticamente a la reina, pero eso no me importaba un comino. Mis cómplices fueron condenados al destierro y yo a ser azotada y marcada con un hierro candente y a pasar el resto de mi vida en la cárcel. No podía creer que la suerte que me trataba con tanto mimo pudiera cambiar de esa manera verdaderamente despiadada. Tarde comprendí que llegado el momento de salvar el pellejo el cardenal no arriesgaría una sola palabra en mi favor, siempre fue un cobarde.
A las cinco de la mañana