Los números de la vida. Kit Yates

Los números de la vida - Kit Yates


Скачать книгу
suele ir delante.

      Para ver la forma de calcular las probabilidades médicas y la razón de probabilidades deseada, imaginemos un estudio hipotético de casos y controles sobre los efectos de tener una sola variante ε4 (como aparecía en mi perfil de ADN) en la incidencia de la enfermedad de Alzheimer a los 85 años, tal como se presenta en la Tabla 1. Las probabilidades de desarrollar Alzheimer a la edad de 85 años si tienes una copia de la variante ε4 (como en mi caso) se calculan dividiendo el número de personas que padecen la enfermedad (100) entre el número de las que no la padecen (335): las probabilidades son, pues, de 100 a 335, o, expresadas como fracción, 100/335. Siguiendo la misma lógica, y según indican las cifras de la segunda fila de la tabla, las probabilidades de desarrollar la enfermedad a los 85 años si tienes dos copias de la variante común ε3 son de 79 a 956, o 79/956. La razón de probabilidades es, entonces, la comparación entre las probabilidades de contraer la enfermedad dado un determinado genotipo (una copia de la variante ε4 y una copia de la variante ε3, pongamos por caso) y las probabilidades de contraerla dado el genotipo más común (dos copias de la variante ε3). Para las cifras hipotéticas que figuran en la Tabla 1, la razón de probabilidades será, pues, 100/335 dividido entre 79/956, lo que da como resultado 3,61. De manera crucial, las razones de probabilidades no requieren que conozcamos la incidencia en el conjunto de la población, y, por lo tanto, se pueden calcular fácilmente a partir de estudios de casos y controles.

      Tabla 1. Resultados de un estudio hipotético de casos y controles sobre los efectos de tener una sola variante ε4 en la incidencia de la enfermedad de Alzheimer a los 85 años.

      Aunque las razones de probabilidades por sí solas no nos dan el riesgo relativo (la razón entre el riesgo de contraer la enfermedad con el genotipo ε3/ε4 y el riesgo de contraerla con el genotipo ε3/ε3), se pueden combinar con el riesgo de contraer la enfermedad del conjunto de la población y las frecuencias genotípicas conocidas para determinar la probabilidad de contraer la enfermedad para un genotipo dado. Este no es un cálculo nada trivial; de hecho, ni siquiera existe una forma única de hacerlo. Yo mismo intenté reproducir el riesgo de contraer Alzheimer de aparición tardía que figuraba en mi informe genético utilizando el mismo método que 23andMe y los datos extraídos directamente de dicho informe o bien de los artículos que en él se mencionaban1 (en caso de que estés interesado, el cálculo que realicé para determinar las probabilidades de contraer la enfermedad involucraba el uso de un programa de resolución no lineal para resolver un sistema de tres ecuaciones algebraicas para tres probabilidades condicionales desconocidas, el tipo de cosas con las que disfruto ensuciándome las manos en mi trabajo diario). Y el hecho es que encontré ciertas discrepancias, pequeñas pero potencialmente significativas, entre mis cifras y las suyas. Mis cálculos parecían sugerir que debía mostrar un cierto escepticismo con respecto a la precisión de las cifras de 23andMe.

      Mi conclusión se vio reforzada cuando me tropecé con los resultados de un estudio realizado en 2014 que investigaba los métodos de cálculo de riesgos de tres de las principales empresas de genómica personal, incluida 23andMe.2 Los autores habían descubierto que las diferencias existentes en el cálculo de riesgos de la población en su conjunto, las frecuencias genotípicas y las fórmulas matemáticas utilizadas contribuían todas ellas a que hubiera una variación significativa entre las predicciones de riesgos de las diferentes empresas. Al utilizar la previsión de riesgos para clasificar a las personas en categorías de riesgo «aumentado», «reducido» o «invariable», las discrepancias resultaban aún más marcadas. El estudio revelaba que el 65 % de todas las personas en las que se evaluó el riesgo de contraer cáncer de próstata fueron clasificadas en categorías de riesgo opuestas (aumentado o reducido) por parte de al menos dos de las tres empresas. Así, en casi las dos terceras partes de los casos era posible que una empresa le hubiera dicho a una persona que estaba sana mientras otra le decía que tenía un riesgo significativamente aumentado de contraer la enfermedad.

      Dejando al margen el potencial de error de las pruebas genéticas en sí, había obtenido una respuesta a mi tercera pregunta: las incoherencias en el enfoque matemático adoptado significaban que había que contemplar con cierto escepticismo los cálculos de riesgo numéricos presentados en los informes de salud de las empresas de genómica personal.

       Un «momento eureka»

      Las pruebas de ADN personalizadas no constituyen ni mucho menos la única área donde se ponen en nuestras manos instrumentos relacionados con la salud. Actualmente hay aplicaciones de móvil capaces de monitorizar la frecuencia cardíaca o estimar la resistencia al ejercicio aeróbico, y pruebas caseras que —según se afirma— pueden diagnosticar de todo, desde alergias y alteraciones de la presión arterial hasta problemas de tiroides o incluso la infección por VIH. Pero mucho antes de la llegada de las costosas pruebas de ADN personalizadas y las aplicaciones de móvil que miden nuestra capacidad de atención o controlan nuestros abdominales, ya existía una herramienta de diagnóstico personal más barata, más fácil de calcular y con unos requisitos tecnológicos indudablemente mucho más sencillos: el denominado «índice de masa corporal» (IMC). El IMC de una persona se calcula midiendo su masa en kilos y dividiéndola por el cuadrado de su estatura expresada en metros.

      A fines de registro y diagnóstico, cualquier persona con un IMC inferior a 18,5 se considera que tiene un peso «inferior al normal». El rango de «peso normal» va de 18,5 a 24,5, mientras que entre 24,5 y 30 se considera que la persona en cuestión tiene «sobrepeso»; por último, la «obesidad» se define por tener un IMC superior a 30. Aunque es difícil calcularlo con exactitud, se estima que en Estados Unidos la obesidad puede estar detrás de aproximadamente el 23 % de los fallecimientos, una tendencia que se refleja, aunque en un grado ligeramente menos extremo, en todo el mundo desarrollado. En Europa, solo el tabaquismo supera a la obesidad como principal causa de muerte prematura. La obesidad en adultos y niños está en aumento en casi todos los países, y su prevalencia se ha duplicado en los últimos treinta años. Habitualmente, a las personas clasificadas como obesas en función de su IMC se las advierte sobre los peligros de sufrir diversas afecciones potencialmente letales como la diabetes tipo 2, ictus, enfermedades coronarias y algunos tipos de cáncer, además del aumento del riesgo de padecer determinados trastornos psíquicos como la depresión. Actualmente, en todo el mundo, mueren más personas por obesidad que de hambre.

      Dadas las implicaciones para la salud asociadas a un diagnóstico de obesidad, o incluso de sobrepeso, es posible que hayas dado por sentado que el indicador utilizado para diagnosticar estas afecciones, el IMC, debe tener una sólida base teórica y experimental. Lamentablemente, eso dista mucho de ser cierto. De hecho, el IMC fue concebido inicialmente en 1835 por el belga Adolphe Quetelet, que era un renombrado astrónomo, estadístico, sociólogo y matemático, pero no precisamente médico.3 Utilizando algunas formulaciones matemáticas bastante precarias, Quetelet llegó a la conclusión de que «El peso de los adultos desarrollados, de diferentes estaturas, se corresponde aproximadamente con el cuadrado de la estatura». Sin embargo, Quetelet obtuvo ese dato a partir de cifras estadísticas relativas a la población media, y en ningún momento sugirió que pudiera aplicarse a cualquier individuo dado; ni tampoco sugirió que su relación, que pasaría a conocerse como «índice de Quetelet», pudiera utilizarse para hacer inferencias acerca de si el peso de una persona concreta estaba por debajo o por encima de lo normal, y menos aún sobre la salud de esa persona. Esto último no ocurriría hasta 1972, cuando, alarmado por la existencia de unos niveles de obesidad sin precedentes, el fisiólogo estadounidense Ancel Keys (que más tarde establecería el vínculo entre la grasa saturada y la enfermedad cardiovascular) realizó un estudio para determinar cuál podría ser el mejor indicador del exceso de peso.4 En su estudio se tropezó con la misma proporción entre la masa y el cuadrado de la estatura descubierta por Quetelet, y consideró que ese podría ser un buen indicador de la obesidad en una población.

      Teóricamente, una persona con sobrepeso tiene una masa superior a la que correspondería a su estatura y, por ende, también un IMC mayor, mientras que las personas con un peso inferior al normal tendrían,


Скачать книгу