Me quedo con la cabra. Félix Rueda
directamente a los rincones oscuros, donde los masajes extenuantes daban paso con cierta asiduidad a una inspección depurada de la lencería fina que cubrían los ajustados vestidos de sus compañeras. A pesar de que ya empezara a conocer la consistencia, la turgencia y la rigidez de algunos pezones y de que incluso, en algún accidente oportuno, su pajarito hubiera desfallecido después de mojar las manos inexpertas de alguna joven quinceañera más atrevida que sus amigas. Todo aquello lo dejaba insatisfecho, vacío, inapetente.
¿Se estaba convirtiendo en un intelectual y además misógino, para más “INRI”? No encontraba una respuesta para aquella pregunta, pero sabía que esperaba algo más, diferente, más intenso y profundo. ¿Sería culpa de sus compañeros trotskistas, que siempre andaban fanfarroneando de sus orgías, en las que todos con todos practicaban el sexo más desinhibido? Martí empezaba por no creer, ni siquiera, que aquellas orgías existieran en realidad. Seguro que se trataba de proselitismo erótico para captar adeptos, ya que andaban escasos de militantes. Después de todo, él siempre había visto a los trotskos quemados, detrás de las tías. Si tantas orgías montaban, seguro que no hubieran andado tan calientes. Pero incluso así. ¿Era lo que él deseaba? ¿Practicar el sexo más allá de los límites permitidos? Estaba seguro que no, pero esta duda todavía lo acompañaría muchos años y le traería más de un quebradero de cabeza.
Por el momento, la actividad que más ocupaba su atención era la intelectual: literatura, filosofía, política, éstas habían sido sus carencias durante buena parte de su vida y aquel era el momento de recuperar el tiempo perdido, incluso enfrentándose a aquel interminable Proust. Había empezado a escribir poesía y se había integrado en un grupo literario, al que habían llamado con el subversivo nombre de “El Topo Rojo”, en el que trataban de reeditar, sin éxito, las tertulias de café de sus admirados autores del veintisiete, pero todo aquello sucedió en un tiempo en que en España existía una burguesía ilustrada, que apoyaba con revistas literarias, aquellos movimientos estético-políticos. Sin embargo, ellos vivían en un desierto, en el que, ya no publicar, sino incluso pensar estaba prohibido. A ellos les faltaba una definición, un manifiesto, un movimiento artístico que los respaldara, un André Breton que guiara sus pasos, por eso acababan indefectiblemente hablando de política y bebiendo alguna copa de más. Era una buena manera de sentirse insatisfechos, sabiendo que la razón los amparaba y volver a sus casas de madrugada, tambaleantes y satisfechos de su insatisfacción.
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