Me quedo con la cabra. Félix Rueda

Me quedo con la cabra - Félix Rueda


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–las únicas que quedaban en la casa para testimoniar, como pasa en todas las guerras del mundo, que al infierno se le puede dar una apariencia de normalidad– habían mimado para evitarle los horrores de la guerra y que a pesar de la escasez, se habían privado de los alimentos para que a él no le faltaran. El tío Tomás, no tenía miedo, o al menos no temía que las paredes tuvieran oídos, como pasaba con sus padres y a pesar de que ellos reprendían sus bromas sobre el Caudillo―: Callad que por la radio nos va a soltar el discurso de la victoria Paco Bolas. Seguro que nos cuentan que ha estado pescando. Ya podría pescar una pulmonía y palmarla… Me voy a echar una novia que se llame Victoria, a ver si les jodo la victoria. ―Y la madre de Martí lo reprendía alterada, pero se reían todos con esa risa histérica de la ebriedad que provoca atravesar los límites de lo permitido. Las visitas de Tomás eran un aire fresco, que ventilaba las estancias de la casa, malolientes de petróleo, el combustible que se usaba en las cocinas, y de miseria. Tomás no había podido cursar estudios, pero se había colocado como representante en la incipiente industria del plástico y viajaba mucho a Alemania, Francia e Inglaterra. Tenía facilidad para los idiomas y esto le había hecho ganarse la confianza de sus jefes alemanes, que lo enviaban a la casa matriz en Múnich o a las ferias internacionales, para importar las últimas novedades en maquinaria de inyección o en nuevos plásticos más resistentes o más flexibles. En esos viajes Tomás aprovechaba para traerse también, las últimas tendencias en música, los libros españoles, que sólo se publicaban en el exilio, o las revistas más guarras, que en la España ultracatólica y puritana de la postguerra, no se podían ni imaginar. A Martí, pese a su insistencia, sólo le dejaba los discos.

      ―Si tu madre se entera de que te paso una revista de mujeres, me mata y a ti te pone el pajarito en una jaula. Cuando cumplas los dieciséis, si no se lo cuentas a tu madre, que supongo que no lo harás, te llevaré a que te estrenes y nada de papel o celuloide, mujercitas de carne y hueso ―le decía su tío Tomas y Martí maldecía que el tiempo no pasara más rápido y ya no podía dormir por las noches imaginando como sería el momento en que pudiera probar el manjar prohibido, mientras aventaba las sabanas con el movimiento rítmico de su mano. Pero aquellos discos que le prestaba su tío, también tuvieron un efecto revulsivo en la mente de Martí, que intuía que alguna cosa se estaba cociendo en los fogones de un mundo, que quedaba a años luz del Botón de Ancla del Dúo Dinámico y de la Tómbola de Marisol.

      El tío Tomás había convencido a la madre de Martí de que, si quería que su hijo fuera un señor, no podía condenarlo, ya de entrada, a hacer de aprendiz de mecánico, siempre pringado de grasa hasta las cejas y, a través de un amigo financiero, Martí entró de meritorio en una entidad bancaria, ante la indisimulada frustración de su padre. Aunque, para ayudar a sufragar los gastos familiares, entregaba la mensualidad a su madre puntualmente, había pactado unas condiciones ventajosas: a partir de aquel momento él elegiría la escuela nocturna en que proseguiría sus estudios, tendría una semanada que le permitiera cierta independencia para pagar el desayuno, la comida y el transporte (además del tabaco y las discotecas, pensaba él) y empezaría a ahorrar para comprarse una guitarra y formar un grupo con los amigos del barrio. La música que le había dado a conocer su tío Tomás, el folk, el rock y los cantautores franceses (sobretodo Brel, Moustaki, Ferré y Regiani) habían empezado a envenenar su mente. Por primera vez, en alguna de aquellas canciones, había oído una frase que marcaría, en parte, su huida futura de adulto decepcionado, “Ni dieu, ni maître”, que, en aquel momento, aprendió de memoria sin entender su significado.

      El trabajo en el banco, le reportó a Martí tres cosas importantes para un adolescente, por una parte, la independencia económica que tanto había soñado. En segundo lugar, un contacto muy estrecho con las mujeres, a las cuales deseaba locamente, pero de las que desconocía su psicología, sus apetitos y sus mentiras. Y, por último, le mostró que los números tenían propiedades mágicas que los hacían aparecer o desaparecer según los intereses de la entidad bancaria, que más que componentes de operaciones matemáticas, parecían las piezas de un juego de ilusionismo. Esa maleabilidad del capital, la facilidad de realizar juegos malvares con el dinero, tanto propio, como ajeno, fue la que le indujo años después a pensar en la carrera de económicas, como la salida profesional más sencilla. Aunque también le hizo tomar conciencia de las contradicciones del capital, una inducción relativamente directa, teniendo en cuenta sus orígenes. El mundo del trabajo, le abría los ojos a la infamia y aunque de una forma indefinida, puramente intuitiva, supo que su opción política era cambiar aquel sistema, que trataba de perpetuar la injusticia, acumular las riquezas en unas pocas manos y agrandar las diferencias sociales.

      Antes de ir al trabajo, Martí se afeitaba todos los días, a la espera que la preciada barba apareciera cualquier día, dándole un aspecto menos aniñado. Había crecido mucho, pero su rostro delicado, casi femenino, lo delataba y este era un impedimento muy importante, para su objetivo de visitar las discotecas todos los fines de semana. Ahorraba en la comida, desayunaba un bollo que compraba en una panadería cercana al trabajo y un botellín de leche que adquiría en un colmado, almorzando una salchicha de Frankfurt en cualquier bar del centro, los recados a los que le enviaban en la oficina, los hacía a pie y pasaba nota para cobrar el transporte, todo con un único propósito, el domingo, se compraba una cajetilla de Camel, se vestía con el traje de los días de fiesta y se presentaba, con un pitillo en la boca para parecer más mayor, ante el Centro Moral y Cultural del barrio, en el que eran menos estrictos en el control de entrada que en una discoteca normal y además era más barato. La música no era la última, ni la mejor, pero igual se llenaba de jóvenes con ganas de batirse contra el sexo contrario, contra más fuerte mejor. Martí buscaba un rincón tranquilo y observaba a sus posibles víctimas, nunca las conseguía, pero este hecho sin importancia aparente, no le hacía desistir, ni rebajar sus planteamientos, sus gustos seguían estando muy bien definidos, mujeres altas, rubias, a poder ser de ojos claros y de senos no excesivamente grandes. Solía calentar butaca tardes enteras, consumiendo cigarrillos y envidiando a los que se restregaban sin pudor y se besaban pareciendo devorarse mutuamente, pero alguna vez, la suerte le sonreía y el cielo se abría ante sus pies. No le gustaba seguir las eternas filas que rodeaban la pista de baile, preguntando una y otra vez―: ¿Bailas? ―Él prefería sentarse y observar fijamente a las chicas que le gustaban clavándoles una mirada profunda, si ellas respondían con una sonrisa, Martí inclinaba la cabeza invitándolas a bailar. Muy pocas veces respondían a su súplica visual, pero de vez en cuando alguna veinte añera bien formada, se encaprichaba de su carita de niña y en aquellos “lentos” interminables, lo restregaba en una lucha sorda, cuerpo a cuerpo, en la que las manos estaban prohibidas, hasta llevarlo a la locura y a un intenso dolor de sus genitales, que solía resolver en los lavabos del local.

      En contra de sus principios, como escuela nocturna había elegido los Jesuitas de Caspe. Una vieja institución en el centro de Barcelona, que tenía fama de estricta, pero que un amigo le había jurado que el nocturno era diferente, los profesores eran los mejores, generalmente universitarios jóvenes y la enseñanza era laica. Debía confiar en los amigos, ya que no tenía ninguna otra referencia digna de crédito. Sus padres vivían en un mundo cerrado, conformista y apolítico, quizá su tío Tomás, pero lo veía muy poco, como para esperar sus consejos. La vieja institución escolar, no lo defraudó, con los jesuitas casi no tenía contacto y los pocos que aparecían por nocturno, eran jóvenes de mente abierta, que estudiaban en la universidad o ejercían de curas obreros en los barrios.

      La enseñanza, las largas discusiones políticas, las nuevas relaciones, los cine-forum, estaban empezando a cambiar su mentalidad estrecha, estereotipada, chabacana y un tanto barriobajera, que llevaba impresa la gente de su barrio, como un tatuaje. No es que sus compañeros vinieran de barrios más pudientes y elegantes, pero la mayoría se caracterizaba por su lucha por desasirse de las barreras que los encorsetaban en un mundo demasiado predefinido, del que resultaba difícil salir. Todos ellos trabajaban y estudiaban, querían hacer una carrera universitaria o marchar a otros países, tenían opiniones políticas y muchos de ellos se movían en la clandestinidad llevando a cabo actividades prohibidas. Leían libros de ensayos, indigeribles para Martí, conseguidos en las trastiendas de algunas librerías. Visitaban exposiciones de arte, que para él no eran más que telas maltratadas, emborronadas de pintura por algún tarado, pero disimulaba para no quedar como un paleto, que no sabía ver la


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