Me quedo con la cabra. Félix Rueda

Me quedo con la cabra - Félix Rueda


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que algún día me llenarás el culo de perdigones cuando esté buscando setas

      El niño rio la ocurrencia, pero no demostró ningún convencimiento sobre los beneficios de la escuela―: Total, para que me servirán las tonterías que me enseñan en el colegio. Mi padre dice que el trabajo del campo se aprende haciéndolo

      ―Y tiene razón, pero posiblemente esos trabajos los aprenderás, lo quieras o no, en cambio en la escuela te enseñarán cosas que no se aprenden si no se estudia. Ahora Figueres, Cadaqués, Llança, o incluso Girona están a un paso en coche y no querrás ir allá y que todas las chicas piensen que eres un payés y que sólo sabes tratar con vacas. Además, quién te dice a ti, que no le cojas gusto a eso de estudiar y acabes yendo a la Universidad. Yo estudié economía en la Universidad y en cambio, he acabado haciendo de payés, quizás tú hagas el camino contrario y estudies literatura y te hagas un escritor famoso, o química, y acabes trabajando en Barcelona.

      Feliu se sorprendió―: ¿Tú estudiaste en la Univer-sidad?

      ―Sí, pero de eso hace ya mucho tiempo. Ahora soy un payés como tu padre.

      El niño, con una espontaneidad no exenta de cierta malicia, no pudo dejar de objetar, lo que su padre alguna vez habría comentado: ―Mi padre dice que eres muy inteligente y que le gusta mucho hablar contigo, pues aprende muchas cosas, pero que como payés eres un desastre.

      La sinceridad del chaval le dolió un poquito, pero acepto deportivamente la crítica ―Seguro que está en lo cierto, pero voy aprendiendo poquito a poco. Eso mismo debes hacer tú en la escuela.

      Al llegar a un pequeño camino entre la maleza, Feliu se despidió precipitadamente para no tener que seguir conversando con un adulto. Aunque Martí no le cayera mal, la gente mayor se pasaba el día diciéndole, que se debe y que no se debe hacer y Feliu era un ente libre, cuya mayor felicidad era acertar con una piedra en la cabeza de un conejo, difícil, pero algún día lo había de conseguir―: Me voy por este atajo, que así llego antes a casa. ―Y salió zumbando.

      Martí continuó su camino intrigado. Hacía tanto tiempo que no recibía visitas, que el hecho de recibir una, le sorprendía y hasta cierto punto, despertaba su curiosidad, pero al mismo tiempo, le molestaba la fractura de sus rutinas que implicaba esta visita incontrolada. Sin embargo, hizo un esfuerzo por buscar los aspectos positivos del encuentro, fuera con quien fuera. No deseaba convertirse en un ser huraño. Uno de los mayores peligros de la soledad.

      2

      Nunca saldría de aquella mierda, quien nacía en aquel barrio estaba fregado para siempre, era el destino, como nacer con tres ojos, lo único que te espera es la admiración cruel de los mezquinos. A él le sucedería lo mismo, podía llegar a ser el mejor taxista, un excelente lampista o el ingeniero técnico mercantil de la calle, al que todos llevarían la instancia para pedir la pensión de viudedad, orfandad o de mutilación de guerra, pero de ahí no se podía pasar.

      La Barcelona de los 50 en aquel barrio era triste, gris y miserable. Como en todos los demás barrios, pero en aquel ningún edificio suntuoso o plaza ajardinada lo trataba de disimular. Estaban rodeados de la porquería de las industrias textiles y del metal, y aislados de la Barcelona imaginaria por las vías del ferrocarril, por el mar inalcanzable y por los campos marginales del suburbio en el que la ciudad dejaba de serlo. Un barrio de obreros, rojos, o susceptibles de serlo, que no merecían la más mínima atención de las autoridades, salvo para controlar sus posibles desmanes. Inexistentes por otra parte, salvo alguna reyerta de borrachos en alguna fiesta del barrio. El miedo estaba instalado en todas las casas, te lo servían con el escaso desayuno, con los escasos garbanzos en potajes de los almuerzos y con las escasas sobras que llegaban a la cena. Y lo que es mucho peor, estaba presente en las conversaciones y sobre todo en los silencios. En las almas de los derrotados y en las de los que no lo eran, sólo por no haber huido o por haber adjurado a tiempo, estos ya llevaban el miedo desde mucho antes. En definitiva, todos habían sido derrotados o por la guerra o por la vida. Era un barrio de mierda en el que nadie vislumbraba un futuro y a pesar de todo, ellos seguían luchando por salir del pozo, por alimentar a sus hijos y por darles una educación y un oficio para ganarse el pan.

      Como todos los chavales de su barrio, Martí era un niño de la calle. No eran niños sin hogar, pero vivían literalmente en la calle y sólo volvían a sus casas, para comer o dormir, cuando sus madres los llamaban a grandes voces desde los balcones. Con la excepción del vecino del segundo piso de la vivienda adyacente a la suya, al que sólo veían, junto a sus padres, los domingos cuando iba a misa, vestido con ropa buena, mirando a los otros niños con envidia, mientras estos jugaban embarrados hasta las orejas. Al pobre se le veía sufrir, repeinado e impoluto, por no poder apuntase a aquellos juegos salvajes. Se decía que era un niño enfermizo, aunque la versión más extendida era que sus padres no le dejaban salir, por tratarse de personas de alto nivel venidas a menos, debido a los avatares de la guerra. Muchos años después, Martí lo llegó a conocer muy bien, cuando ambos compartieron aventuras batiéndose contra el franquismo en una célula política. Serían grandes amigos y sólo el forzado exilio de Albert los separaría para siempre. Aunque se hubieran mirado muchas veces con envidia o con desprecio, en realidad no se conocieron hasta llegar a la Facultad de Económicas. Albert estaba predestinado, según el mismo declararía –o médico, o economista– sus padres no hubieran aceptado otra cosa sin considerarlo un fracaso a sus cuidados infantiles y a sus estudios en el Liceo Francés. En cambio, para Martí, estudiar había sido como darse una larga ducha, quitarse la roña y la miseria que llevaba en la piel desde niño, abandonar los andrajos y el olor a humo grasiento que impregnaba todo en el barrio. Pero aquello sucedería muchos años después, aunque quizás aquel domingo había sido determinante para que aquel chaval de cabeza rapada y cara sucia, con sus pantalones cortos y sus rodillas peladas, entendiera que alguna cosa en su interior, como una mala semilla que hubiera empezado a germinar, lo iba a convertir en un inconformista que ya nunca aceptaría que su vida estaba predestinada.

      Aquella tarde, mientras ellos jugaban al balón en medio de la calle, una vecina salió al balcón dando gritos. Giraba su cara hacía el interior de la casa insultando a un fantasma invisible y tras maldecir a Dios, se lanzó al vacío, quedando aplastada su cara sobre la acera en medio de un charco de sangre. Todos los niños quedaron hipnotizados por la escena, hasta que una vecina benévola sacó una sábana vieja para cubrirla e invitó a los niños a seguirla hasta el bar, donde compró un par de gaseosas para distraerlos, mientras bebían el refresco, a la espera de que los servicios municipales retiraran el cadáver. Poco después supieron que la muerta era la vecina del tercero, la señora Teresina, una pobre mujer dulce y atenta, con un marido alcohólico que la maltrataba, mientras ella, para poder sacar adelante a su hijo y pagar el alquiler, tenía que fregar suelos.

      Aquella mañana el pobre niño, al que Martí y sus compañeros de la calle cuidaban cuando ella tenía que ir al trabajo, había muerto aquejado de una repentina meningitis y el marido, más borracho que nunca, le echaba a ella las culpas.

      Para la mente de un niño, nada de aquello tenía sentido, pero Martí había llorado toda la noche, repitiéndose que aquellas muertes habían sido provocadas por la miseria, la pobreza y la suciedad que todo lo cubría y que la pobre mujer, no merecía aquella suerte, que la vida no debía haberse ensañado con ella tan cruelmente. Él, desde luego, abandonaría aquella mierda de barrio y sus miserias. Aunque en aquel momento sólo la rabia le pudiera ayudar, algún día llegaría a ser una persona importante y volvería a aquel barrio miserable para cambiarlo todo.

      3

      A lo lejos tras un revuelo del camino, cuando la senda descendía hacía su vieja masía, la sombra de un roble centenario oscurecía la figura de un hombre corpulento de estatura media, al que de entrada no pudo reconocer. La figura le daba la espalda, parecía estar analizando la consistencia de los vetustos muros.

      El hombre no intuyó la presencia de Martí y siguió abstraído en su observación. El edificio, aunque en parte, había sido remozado, en general conservaba la estructura de su


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