Me quedo con la cabra. Félix Rueda
más en los sedimentos de la mente que en el tiempo cronológico, había sido su amigo del alma. Aunque su corazón latía intensamente ante el inesperado encuentro, quizás el hecho mismo de remover su pasado al que tanto esfuerzo le había costado dejar atrás, lo hizo ponerse a la defensiva, no tanto por temor del propio Roberto o de las noticias que este pudiera traerle, como por su propia inseguridad en rechazar la vida que Roberto representaba, la ciudad, el confort, la vida fácil gracias a una economía de ejecutivo, las mujeres (las mujeres de su vida y aquellas otras que lo habían rodeado en la búsqueda del placer y de la comprensión encontrada en los momentos difíciles) y en definitiva, todo aquello que un día enterró, harto del vértigo de una vida a la que había dejado de encontrar un significado, ni la motivación suficiente para seguir levantándose cada día para ir al trabajo, ni una meta a la que dirigir los esfuerzos por vivir. Un problema que muchos resuelven con el suicidio, buscando un refugio en la religión o en alguna opción política capaz de enfrentarlos a toda la sociedad, pero en su caso, quizás todavía imbuido por aquel romanticismo de los años 60, resolvió en un huida hacía lo natural, hacía la comunión con la tierra y el espacio, en la búsqueda de la esencia del hombre con mayúsculas, pero, como ya sabía desde un buen principio, no resulta fácil, más habiendo nacido en un medio urbano en el que lo más cercano a la tierra eran los alcorques de los árboles y cuyos frutos sólo los hubiera sabido conseguir en un colmado. Ahora que empezaba a dominar aquel medio, aunque no hubiera conseguido superar nunca la nostalgia, ésta se materializaba ante él, como un fantasma que hubiera estado rondando durante años frente a su puerta.
―¿Roberto? ―El hombre se giró mostrando una amplia sonrisa de dientes blancos, pequeños y perfectamente alineados― ¿Cómo tan lejos de la ciudad un urbanita como tú, para el que los pollos sólo existen atravesados por un palo girando en un asador? ―Roberto no contestó la impertinencia y se precipitó hacia Martí para ceñirlo en un fuerte abrazo. Lo miraba feliz, su expresión era totalmente sincera, aunque no podía subvertirse a una observación analítica, de cómo había afectado el paso del tiempo en la epidermis de su amigo y un poco más allá, tratando de escudriñar en algún lugar el porqué de aquella precipitada decisión y de su prolongada ausencia e incomunicación.
―Martí, no sabes cuánto te he echado a faltar. ―Su mirada expresaba ahora la alegría del que acaba de encontrar algo que daba por perdido y, sin embargo, lo encuentra en buen estado.
―Te veo muy bien. Hasta has engordado. El último tiempo en Barcelona estabas más chupado que un arenque y tenías un color parecido al de éstos. Parece que el campo te trata bien.
―Tú tampoco tienes mal aspecto. Estás moreno como un payés, pero esta piel tan fina, delata a las claras que no te has dedicado al campo.
―Al campo sí, pero al de tenis. ―Roberto siguió con humor la ironía de su amigo, para mostrarle que no le daba importancia―. ¿No me vas a invitar a entrar? Estoy deseando conocer tu mansión por dentro. Casa pairal del siglo XIX, reconstruida en parte, pero guardando la pureza de líneas y materiales, que la hace una joya de la arquitectura rural y tan emparentada con el paisaje que sus piedras no se distinguen de las de la montaña circundante, lo que representa un casamiento perfecto con su ecosistema ―Roberto mostró su erudición técnica, demostrando sus conocimientos de la antigua arquitectura catalana agraria, a pesar de su, de antemano aceptada, impregnación de asfalto. Asumía que a él, el campo no lo atraía en absoluto, ni siquiera para tener una segunda vivienda. Si algún día le sobraba el dinero, se compraría una casa cerca de Salou o de S’Agaró. Cualquier lugar de la costa concurrido, donde las noches se pudieran prolongar hasta el amanecer rodeado de pieles suaves y morenas, y los días transcurrieran dormitando al sol suavizado por la brisa marina y rodeado también de pieles tersas y calientes. Este era su ideal para pasar la canícula, pero sólo un par de meses, después todas sus necesidades las veía perfectamente cumplidas en la ciudad, Barcelona por supuesto, aunque también se sentía feliz en NY, LA, París, Londres o Berlín.
Roberto había tardado años en dar con su amigo. De hecho, sólo una indiscreción bienintencionada de Andreu y Berta, una pareja que había ayudado a Martí a encontrar una casa en aquellos parajes, lo había conducido hasta allí. Había viajado ese mismo fin de semana, tomándose dos días de vacaciones para poder alargar su estancia. Deseaba reencontrarse con su viejo amigo de correrías, entender sus motivaciones, su marcha intempestiva, su prolongada ausencia, su silencio. No pretendía convencerlo para volver, puesto que respetaba a Martí y sabía que sería más fácil que este lo convenciera a él de seguir sus pasos que al contrario. Martí siempre había aportado la razón y la reflexión a sus relaciones e incluso a sus locuras. Pero necesitaba que fuera Martí el que, una vez más, le razonara su actitud. Además, había pasado mucho tiempo y los acontecimientos, que siempre van ligados al transcurrir de la vida, posiblemente fueran desconocidos para Martí, sin duda, por propia voluntad. Sin embargo, Roberto temía que le pudieran afectar, o al menos, necesitaba una especie de bendición, de aprobación tácita, como si un hijo buscara la comprensión de su padre que está en los cielos, ya que en el fondo sigue necesitando su apoyo para tomar decisiones.
Martí le enseñaba las diferentes estancias de la masía, explicándole las soluciones técnicas que había incorporado para gozar de las comodidades de una vivienda moderna, sin estropear la estructura de la vieja edificación. Roberto señalaba aspectos funcionales que hubieran podido ser mejorados, pero sin criticar las decisiones de su amigo. Las vistas eran magníficas y la comodidad razonablemente buena. Martí había dejado para el final la parte de la que se sentía más orgulloso. En el piso superior de la casa había un par de habitaciones orientadas al este para recibir los primeros rayos solares de la mañana. Después de mostrarle la segunda estancia, Martí aprovecho para conocer mejor las intenciones de Roberto.
―Aunque no esperaba visitas, destiné esta habitación para los invitados, por si algún día se presentaba la contingencia. Te quedarás algunos días supongo. Ya que al fin me has encontrado, no te marcharás corriendo. Imagino que te debo una explicación. Aunque si te soy sincero, no me apetece mucho reflexionar sobre el pasado.
Roberto comentó que pensaba pasarse unos días―: Si a ti no te importa. Me gustaría que habláramos largamente, pero tampoco deseo forzarte a una declaración de principios. Sólo he venido a verte y hablar del pasado o del futuro, o de lo que tú desees sin que te sientas obligado. ―Martí afirmo con un gesto y siguió mostrándole la casa.
Enfocado al oeste, en la parte frontal de la masía había un despacho confortable, presidido por una mesa de roble estilo inglés de grandes dimensiones. Frente a la mesa una silla móvil de tipo funcional y una mesilla con un ordenador daban al espacio el aspecto de una oficina comercial, como si en unos instantes, mediante algún truco de magia, hubieran pasado de un siglo a otro. Unos sillones de piel contemplaban un hogar con un tronco ennegrecido.
―Todo el despacho perteneció a un notario. Lo conseguí en un anticuario de La Bisbal. En estos pueblos todavía se pueden encontrar objetos antiguos bien conservados, sin tener la sensación de haber sufrido un atraco, aunque el turismo también está estropeando esto.
Roberto sonrió―: Parece que no has perdido el buen gusto. Aparte de la mesa y los sillones, lo demás no parece muy antiguo…
―Con tanta construcción los notarios hacen mucha pasta y este prefería adaptarse a los nuevos tiempos y apostar por los diseñadores catalanes modernos. Son caros, pero visten mucho y son más funcionales. ¿Te acuerdas de Massip? Le ha sacado un buen partido a las enseñanzas de su padre carpintero. Ya de entrada lo de carpintero no le sonaba a la altura de su categoría y decía que su padre era ebanista, pero él echaba pestes de que le obligara a aprender el oficio, aunque después de su paso por la escuela de diseño, de ebanista, pasó a ser diseñador de espacios habitables y se estaba forrando.
―Ahora trabaja mucho para mi buffet. ―Roberto trató de frenar la crítica de Martí hacía su común amigo, sin demasiado éxito.
―Pues lo siento por ti y por tus clientes. Un tipo tan fatuo y engreído, ha de reflejar por fuerza su carácter en su obra ―sentenció Martí, aunque se arrepintió al instante.
―Quizás lo estés juzgando demasiado