Amor y otras traiciones. Fernando Martín

Amor y otras traiciones - Fernando Martín


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      Amor y otras traiciones

      Fernando Martin

      Amor y otras traiciones

      © 2020, Fernando Martin

      Primera Edición

      © 2020, Book Depot, S.A. de C.V.

      Cda. Guillermo Prieto 36, Col. Jesús del Monte,

      Huixquilucan, Estado de México, C.P. 52764.

      ISBN: 978-607-98700-4-1

      Impreso en México

      Printed in México

      Todos los derechos reservados. Se prohíbe la reproducción, almacenamiento y divulgación total o parcial de esta obra por cualquier medio sin el pleno consentimiento y permiso por escrito de la editorial.

      Con cariño, para Karla Gutiérrez, quien inspiró este libro.

      El 31 de diciembre no representa el final.

      Capítulo 1

      El infortunio de los demás

      Duele, muy dentro, como una úlcera en mi alma retorcida por la pena, sin tener a quien se ama, porque tu recuerdo no es errante; porque el sabor de tus labios es un fuerte elíxir o una droga que alimenta este desamor.

      Era una mañana lluviosa de verano, el golpetear de la lluvia en la ventana me despertó. El cuarto se tornaba más oscuro que de costumbre y el frío de su ausencia comenzaba a apoderarse de mí. La garganta irritada, como si los gritos eufóricos en mis sueños de la noche anterior hubieran sido reales; mi cuerpo entumido que poco a poco comenzaba a estirarse; las articulaciones comenzaban a sonar a un ritmo sólo reconocido después de años de desgaste. El olor en el aire de la cera derretida acumulada de toda la noche, y sí, no era el aroma de su cuerpo, al que cada mañana solía oler.

      El hecho de dormir toda la noche no garantizaba despertar de buen ánimo cuando a mi mente llegaba el recuerdo de la noche anterior, una terrible para los que idealizan al amor como el más sublime anhelo, ya que aquel clima reflejaba la lucha de egos con mi eterna mujer.

      El sol no se asomó aquella mañana, ni consoló a mi pobre alma; la alarma del despertador emitió su rutinario ruido ensordecedor, pero ya era tarde, ya no concebía el sueño en ese momento; sólo me recordó que hay una agenda que cumplir, que Santiago de Chile me esperaba, que rápido tendría que estar en el aeropuerto porque si no la ciudad dejaría de estar ahí para mí, no porque se moviera de la geografía terrestre, sino porque ya no habría razón de estar ahí.

      La calidez y suavidad de la navaja de afeitar; el desliz del agua tibia de la regadera; el aroma de aquella fragancia de tocador; la sobriedad en los colores de mi ropa; la dulzura del café con vainilla; la textura del pan tostado; las rutinarias noticias de humo en el noticiero y el rápido correr del reloj; asfixiantes sensaciones matutinas.

      Al salir de casa abrí mi oscuro paraguas; con una gabardina y un serio semblante caminaría hacía el coche que ya esperaba junto a la acera. Ya no importaba la lluvia, pues en ese momento no había una mujer a la cual abrir la puerta, provocando que me empapara más; ya no tendría que mantener una charla con alguien en el trayecto a nuestro destino.

      En camino al aeropuerto los cristales empañados no me permitían ver hacía el exterior. Ya no importaba si me perdía dentro de mí pensando en ella, ni que la borrosa silueta del Ángel de la Independencia me distrajera, pues puedo ser egoísta, pero también patriota. Amo a mi México tanto como amo ganar; me duele cuando criticamos a nuestra patria y a nuestro gobierno, cuando no somos autocríticos; me entristece escuchar al son del himno nacional cómo las personas confunden la planta del pie de un extraño enemigo con plantas vegetales. “¡En fin!”, pensé.

      Al llegar a la terminal, Tláloc me deseaba la fortuna; la lluvia cesaba y la variedad de razas se apreciaba por doquier. Caminando a paso diligente, llevándome la mano al saco en busca de mi pasaporte, encontré aquella servilleta, limpia en su apariencia, suave en su textura… contenía el último verso que dediqué al amor por el que tanto sufría en ese momento:

      “Tus ojos! ¡tus labios!

      ¡y la pureza de tu ser!

      ¿acaso no es de sabios

      rendirme a tu parecer...”

      Se dirigía a mí una mujer de lúcida sonrisa. Caminé hacía mi asiento del avión asfixiando la servilleta con mi mano, con un semblante serio, característico en mí, y un maletín de viaje ligero. Con una puntualidad cronométrica nos elevamos hacia lo alto de los cielos y del éxito. ¿Por qué limitarme con uno de los dos? Se denotaba la pureza de la ciudad en el temporal de lluvias, completamente libre de smog. ¡Cuidado! Será más fácil para Dios vernos pecar, bromeé dentro de mi cabeza. No faltó la desconsiderada pareja que viajaba con su pequeño hijo, sí, ese típico niño que grita atemorizando a los primerizos: “¡El avión se va a caer! ¡El avión se va a caer!” ante cualquier turbulencia. ¡Oh, niños malcriados!

      Es imposible no perderse entre las nubes al asomarse por la ventanilla, pensar como todas las personas quieren tener éxito y llegar a lo más alto en sus vidas, tan alto como esas nubes, sin saber que en lo que realmente se parecen, es en la facilidad con que se deshacen ante la adversidad; pero, ¿qué esperar? Nunca se ha estudiado una cura para aquella pandemia que azota a los pueblos desde hace siglos: la mediocridad.

      Algo que distingue a una persona de éxito de un anónimo de la historia es el evitar a todas aquellas personas desdichadas que no creen en sí mismas; que nunca se fijan objetivos. ¿De qué les sirve a las personas ser tan sociables, amables y amistosas, si la mayoría son desdichadas o peor aún, conformistas con sus vidas?

      Sería un largo viaje hacia el sur del horizonte. Una excelente novela de Julio Verne y mi laptop serían mi única compañía, pues al recuerdo de ella no quería contarle como mi tercera acompañante, aunque no se separaba de mí como fiel sombra. Abrí mi laptop sólo para sufrir más al ver aquella foto con ella el día de año nuevo como fondo de pantalla. No sé si era el brillo de ésta o su sonrisa lo que encandilaba más. ¡Estoy loco!

      Sólo una mueca bastó para que la pasajera juntó a mí se atreviera a preguntar si me encontraba bien. ¿Era posible que ella lograra encontrar la llave ante mi hermetismo? Lo dudé.

      –Es mi esposa –respondí sin pensarlo.

      “¿Qué carajo?”, pensé, ¿por qué había respondido a una extraña algo así? ¿Es que necesitaba desahogar todas estas penas con alguien?

      –Es muy linda –me contestó condescendiente y educada–. En verdad hacen muy bonita pareja.

      Hay momentos en los que uno sólo quiere perderse en sí mismo sin ser molestado por nada ni nadie; no en vano las personas acostumbran a ponerse audífonos para desprenderse de este mundo de desdichados como adolescentes depresivos. ¿Qué le respondo? ¿Que su nombre es Elizabeth? ¿Que ha sido mi amor desde la juventud? ¿Que la noche anterior discutimos? Esas ganas de contestar fríamente para ya no entablar ni una palabra más no se convirtió en opción, pues era claro que necesitaba platicar con alguien sobre todo eso que me aquejaba y me quitaba la tranquilidad, tan característica en mí.

      –Gracias, ha sido la única mujer en mi vida –por fin le respondí, al tiempo que una sonrisa se dibujaba en su rostro, pero no denotaba lujuria que nos llevara al coqueteo, pues simplemente podría haberse escapado una palabra cursi de mi boca para su criterio.

      Ella trataba de estructurar palabras que no merecían ser dirigidas a mi persona, pues me encontraba impedido con tanta distracción en mi cabeza: pensamientos de aquella tarde de otoño que la conocí, cuando la pubertad apabullaba mi cuerpo, desfigurándolo en un ser egoísta y tímido tras el vello pujante de la adolescencia, que vería la silueta de esa mujer crearse como milenios de desgaste sobre la roca, como si el mismo viento maestro rosara su cintura y su cadera por aquellos años, ¡Oh, Dios!

      En aquella tarde las actividades académicas consumían nuestro tiempo, y ese día compartimos trabajos sin saber que quedaría


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