Amor y otras traiciones. Fernando Martín

Amor y otras traiciones - Fernando Martín


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el amor crearía en mí la sensación de estimular los cinco sentidos. ¡Así es! Sabía que era amor. A partir de ese día el viento en mi piel me recordaría sus caricias juguetonas; la rojiza maleza de otoño encubría el color de mi rostro al verla; el aroma de la brisa que las tardías lluvias denotaba la humedad en su ropa.

      –¿Está bien? –insistió aquella pasajera.

      –¿Alguna vez el desamor se ha apoderado de usted? –respondí mientras guardaba la servilleta entre mis ropas.

      –¿Desamor? ¿Esa cosa que inventan aquellos que están invadidos de miedo a amar?

      –Al parecer no –dije en voz baja a mí mismo cuando mi ironía no era más rigorosa que la suya, ya que aún conservaba la dignidad; haya fallado o no, los demás esperan verte derrumbado, entretejiendo una ríspida soga al cuello, pero ¿acaso les permitiré hacerme sentir mal?

      –¿Y así va tan feliz por la vida intentando iniciar conversaciones reprensivas sobre el estado de ánimo del prójimo, predicando felicidad y amor como si fuera la finalidad de todo? –agregué irritado.

      “Ahora entiendo porque lo abandonó.” No lo dijo, pero se transmitía palabra por palabra aquella frase al apretar sus labios escarlatas.

      De nuevo centré mi atención en mi laptop al tiempo que ella suspiraba su frustración e incómoda giraba su vista hacía cualquier otra cosa, tal vez ofendida por mí y lo nefasto de mi actitud. Al menos por un rato nos mantuvimos callados. Noté que mi desinterés la sepultaba en la recóndita situación de un largo viaje hacia la aurora austral, pero mi mente sólo debía pensar en una sola cosa: la Cumbre de Negocios en Santiago. Era imposible entablar una relación con dichos deberes cuando, horas después, sentí su mirada de nuevo sobre mí, acosando una explicación o simplemente queriendo una revancha.

      –¿Fue muy dura la separación? –preguntó con cautela.

      –No estamos separados, anoche cenamos engorrosamente –dije sin apartar la vista de la pantalla.

      –¡Es usted tan infantil! –Noté tristeza en su mirada–. Trato de ayudar y lo único que gano es su indiferencia y mala actitud, a juzgar por su vestimenta y su absorta actitud hacia su computador diría que “es un hombre importante”, pero eso no le da derecho a ser grosero conmigo.

      –Simplemente huya de los desafortunados, no vaya a caer en la miseria –suspiré y luego más airadamente le dije: –Soy Antonio Mendoza, Presidente de Grupo Estuardus, ¿y usted?

      –Melanie Soto, soy escritora amateur en un diario local en Santiago –respondió con orgullo.

      Increíblemente la conversación se había tornado interesante, tengo una debilidad por las escritoras, tales como Elizabeth, y aunque ya había supuesto que Melanie también lo fuera por su uso del lenguaje, mi actitud hacia ella cambió. Ya no me preocupaba soportar un viaje con aquella mujer que, por momentos, pareciera que mi insolencia la inspiraba a retratarme en sus palabras, ésas que vería detenidamente en el transcurso del viaje, sin apuros, sin prisas, sin remordimiento de engaño a los versos de la única mujer a la que he amado, aunque llegó el momento en que dichos pensamientos denotaron un gesto en mí.

      –¿Cómo la conociste?

      –¿A Elizabeth?

      –Sí, considerando por la forma en que miras su imagen y el poco tino de mis palabras, hasta me atrevería a decir que ella es escritora.

      La percepción de aquella mujer no tenía límites; era tan intrigante y a la vez tan hermosa, con un toque de imprudencia cargante, que me sentía miserable al recordar lo cretino que había sido.

      –En la escuela –contesté.

      “¡Amor juvenil! ¡pasión pura!

      ¡amor con los ojos! ¡es locura!

      ¡amor fresco! ¡amor que dura!

      ¡amor tierno! ¡pura dulzura! ...”

      De pronto ese verso fue pronunciado por sus crasos labios, cada letra, cada silaba hacían eco dentro de mí como el canto de un ave por la mañana de primavera, inspirada por la nueva esperanza del temporal y la renovación de la vida en las flores rojas y amarillas, casadas con la idea de enamorar jóvenes y ser testigos desde su puesto en el centro de la mesa la noche anterior. El verso me transportaría a esa época escolar, un joven delgado en su físico y lleno en su interior de tanta ambición, con ese pavor de parecer a los demás, a todos aquellos que se la pasan sobrellevando sus vidas, incapaces de cambiar su pensar, como si biológicamente estuvieran aferrados a lo miserable, simples en su razonamiento que los imposibilita a ampliar sus probabilidades en la construcción de su vida, renunciando a ser arquitectos para conformarse con no ser más que peones; pobres dientes de león que prefieren aferrarse al suelo inmundo renunciando a la posibilidad de emprender vuelo ante la más mínima brisa, le rezan a la gloría hipócritamente al tiempo que no se esfuerzan en ser virtuosos, compartiendo el infortunio de los demás.

      –Considerando que te perdiste por unos segundos, diría que me sobrepasé con el verso –replicó sarcásticamente ella.

      –Sólo fue un flashback.

      La humildad de mi familia en aquellos días no se limitaba al territorio de nuestros corazones. El duelo que vivíamos diario y la conformidad del pan de cada día, en el ambiente el aroma de la composición de la sazón maternal con la impotencia paternal, una familia que sobrellevaba el frenesí.

      –¿Escribes algún libro actualmente? –pregunté.

      –La inspiración es rara ocasión, como una estrella fugaz en lo más alto. Nunca se sabe cuándo llegará a uno la idea impulsada por el desdén a la pasividad –contestó.

      –¿Eso significa que no?

      –¡Jajajaja! ¡En pocas palabras!

      Reímos, éramos el alma de aquel vuelo que atravesaba ya los Andes después de varias horas, que a lo lejos se marcaba ya la capital chilena.

      –Mira por la ventana. ¿Qué ves? –dijo al terminar ese momento de alegría.

      –Santiago, ¿por qué?

      –“Bajo el resguardo de una silueta, grande y rocosa, blanca y hermosa, se encontrará la modernidad de Santiago”.

      En verdad que aquella mujer amaba a su patria. Por la ventanilla del avión, entre las nubes de invierno, se transfiguraba la majestuosa Cordillera de los Andes, atormentada por las luces de la ciudad de noche.

      –¿De dónde salieron esas palabras?

      –Te lo dije, uno nunca sabe cuándo el genio llega a uno, aunque éste sea eterno –me contestó al sonreír–. ¿Sigues pensando que debo alejarme de ti porque puedo contagiarte de mi infortunio?

      –Una persona con éxito se aleja de los desdichados, como Dante y Virgilio ahuyentaban a todas aquellas almas en pena que aun así se conformaban a vivir en ese infierno, pero, como una moneda con caras desiguales, la otra cara nos advierte que nos rodeamos de personas más capaces que uno mismo.

      –Melanie, la articulación de tus palabras con tu forma de ser ¿no crees que te hace la excepción?

      Así terminó la confabulación entre sus versos blancos. El piloto inició el descenso, y si no fue esto lo último que nos dijimos, la conversación terminó de hecho en ese punto.

      La vida de un individuo quizá no comienza siendo equitativa, pero sí termina siendo justa, así que acusen pobremente a su deidad por la mediocridad de sus vidas; menosprecien las oportunidades que, a cada instante, nos presenta dicha divinidad; consientan vivir de la envidia, que sólo para eso sirven, que un círculo en el purgatorio los espera.

      La sociedad actual cree que el pobre, por ser pobre, se convierte automáticamente en humilde y bueno de corazón, criticando a aquellos profetizados que no podrán pasar a los cielos al ser más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, pero no se dan cuenta que son igualmente egoístas y viciosos, fácilmente visto en la


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