Ecos del fuego. Laura Miranda
porque hacía mucho tiempo que no deseaba tanto llorar como esa tarde. ¿Cómo le diría a Ita para no preocuparla? ¿Debía llamar primero a Stella, su amiga del alma? Ella era diez años mayor y siempre tenía el consejo exacto. Aunque dudaba mucho que supiera que existía ese raro síndrome de Sgröjen. ¿O era Sjögren? Maldijo. Ni siquiera el nombre podía retener. Google. Tenía que buscar datos.
De pronto sintió deseos de pintar.
Dejó su abrigo y bolso en el sofá, y se dirigió al baño asfixiada por una angustia que hubiera escupido en el lavatorio de haber podido. Se miró en el espejo y respiró hondo mientras se repetía que no podía ser tan terrible.
–¿Estás bien, Eli? –preguntó Ita. La abuela parecía tener un radar para detectar sus emociones. Solía decirle que, según los ruidos que hacía al entrar a la casa, podía adivinar como había sido su día–. No me gritaste “¡¿Abu?!” mientras subías. ¿Qué te ocurre?
Ambas vivían en un apartamento en el primer piso de un condominio pequeño, al que solo podía accederse por escalera.
Elina salió del baño y la abrazó. Hubiera llorado a mares, pero comprobó que no podía.
–Calma. Todo tiene solución. Ven. Siéntate –dijo y la guio al sofá–. ¿Quieres hablar?
Su nieta no le respondió. Elina estaba pálida. Atónita, observaba las noticias en el televisor encendido. La tristeza llegó a límites extraordinarios. Una vez más, el fuego devoraba un lugar que sentía suyo, convertía en cenizas sus momentos y consumía la posibilidad de volver en busca de lo que había sido. Su amada Notre Dame ardía… y con ella se incendiaba parte de su historia. Porque el fuego no perdonaba, las llamas cuando se iban, dejaban la nada en su lugar. Los estragos del silencio mezclados con el humo de la nostalgia y el olor vacío de la destrucción.
Desesperada, comenzó a respirar con agitación. Elevaba el tórax como buscando aire donde solo había dolor, injusticia y confusión. Entonces, guiada por un impulso, fue a su dormitorio, extrajo de debajo de su cama el atril con la tela que había sido de su madre y lo armó allí mismo frente a su abuela.
Bernarda permanecía callada respetando el espacio que ocupaba la impotencia. Era evidente que Elina sufría.
–No sé qué te sucede, pero esa tela ha esperado por años que alguien le dé color. Tu madre decía que todo estaba en ella, así, vacía… –recordó con tristeza–. Dale vida. Pinta. Que todo quede allí, mi amor. El arte salva. Siempre… –dijo y fue directamente a poner música desde la computadora como su nieta le había enseñado. Sonó entonces La Bohemia.
Elina se puso varias gotas en cada ojo y empezó, como en trance, a dar pinceladas sin sentido al principio. Luego, estampó en ella la ira de un cielo lleno de humo gris, detrás del que se escondió su crisis encendida hasta que logró equilibrar sus latidos.
Charles Aznavour cantaba Ella, mientras vibraba su teléfono con una llamada de Gonzalo que nunca escuchó.
capítulo 4
Amiga
El momento fue todo;
el momento fue suficiente.
Virginia Woolf
A Stella no le gustaban las reuniones sociales, pero sí disfrutaba de su espacio en el trabajo junto a sus compañeras. No tenía paciencia con los niños, quizá por eso no había tenido hijos. En general, cada vez que la invitaban a cumpleaños, bautismos, comuniones o fiestas de quince de los hijos e hijas de sus amigas, un millón de excusas se le ocurrían para no ir. Cuando su amiga Elina le decía que la invitaban porque la querían, ella renegaba honestamente. ¿Quién podía considerar una manifestación de cariño el hecho de invitar a una mujer de cuarenta años sin hijos a un pelotero lleno de infantes que gritan, corren y apoyan sus manos pegoteadas en cualquier sitio? ¿O a una iglesia a resistir una ceremonia eterna en la que hay bebés que lloran y rituales con velas y agua? ¡Ni hablar si la elegían madrina! Eso no debía ser unilateral. Ella se disculpaba y alegaba que el niño o niña en cuestión merecía mucho más, pedía disculpas y fin del tema. Así, sus amigas de verdad reían y la comprendían. Pero una excompañera de la secundaria se había ofendido mucho al interpretar su negativa como un desprecio o una cuestión personal, y dejaron de verse. Peor aún las confirmaciones y esa serie de actos religiosos que los padres o las escuelas católicas les imponen a los chicos, como si la fe tuviese directa relación con cumplirlos.
A sus cuarenta años, luego de dos matrimonios y una vida entera creyendo que el amor podía ser como en el cine, había comprendido que El cuaderno de Noah era una magnífica obra de Nicholas Sparks, pero que la realidad de la mayoría de las mujeres, y por supuesto la propia, distaba mucho de conocer a un hombre así.
Era abogada, trabajaba en Tribunales como secretaria de una jueza de familia. Para sumar más ironía a sus intentos fallidos de matrimonio, su actividad profesional le imponía leer a diario gran cantidad de divorcios. Sin embargo, y a pesar de todo, creía en el amor. No tanto como para volver a casarse, pero en el rincón más soñador de su alma, esperaba a su Noah. En algún lugar del mundo tenía que existir un ser que la estuviera buscando.
Esa tarde disfrutaba de un café junto a dos compañeras de trabajo en un breve descanso. Se divertían mucho porque eran muy ocurrentes e irónicas. Siempre había alguna anécdota por la que reír.
–Tomémonos una selfie –propuso.
–¡No! –respondió Marisa.
–¿Por qué?
–Porque no puede salir en ninguna foto conmigo. En verdad no tiene permitido ser más mi amiga. “Soy mala influencia”. Así de ridícula es la cuestión –dijo Layla y estalló en una carcajada.
–No entiendo… –agregó Stella–. Trabajamos juntas.
–Sucede que a Marisa le encanta el pasante, ya sabes…
–Sí, pero tiene veinticinco años. ¡Es muy joven para ella!
–Bueno, como sea, tiene unos perfectos veinticinco años y unos glúteos muy tentadores. Marisa y yo estuvimos chateando sobre él y riéndonos, cada vez en tono más subido, y yo le dije que se saque las ganas.
–No veo el problema –comentó Stella–. Nada nuevo bajo el sol.
–El problema lo vio mi esposo, que leyó el chat, y ahora no quiere que me junte con Layla. Es más, pretende que cambie de lugar de trabajo, que pida un traslado –Marisa reía con ganas como si el conflicto no la involucrara.
–Imagínate, ella se quiere comer al chico, yo le digo bueno, dale y resulta que el esposo dice que la mala influencia soy yo. ¡Es genial!
–¿Cómo que te leyó el celular? –agregó Stella indignada por la invasión a la privacidad y dejando pasar por alto la cuestión principal que era esa intención de engaño descubierta.
Las tres comenzaron a reír.
–Ella es una tonta por no borrar conversaciones, pero tú y tu moral me generan dudas. ¡Mira que preocuparte por la privacidad!
La situación era graciosa. Tenían tanta confianza que los chistes no hubieran terminado de no haber sido por la jueza que interrumpió la pausa pidiendo expedientes y dando órdenes. Por lo que cada una regresó a su tarea.
De pronto, la imagen de Elina la invadió por completo cuando alguien comentó que se estaba incendiando Notre Dame.
Se desconcentró absolutamente. ¿Otro incendio? Justo en un lugar que significaba tanto para su amiga. No era justo. ¿Cuál era el mensaje del destino? ¿Qué tenía que aprender Elina de las llamas y de las cenizas?
Stella estaba convencida de que nada era casualidad.