Ecos del fuego. Laura Miranda

Ecos del fuego - Laura Miranda


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asociado a otra enfermedad ya que la más habitual es la artritis. Sin embargo, el “ojo seco” y este malestar… –comenzó a sentir angustia y a elevar el tórax para respirar mejor.

      Stella la abrazó unos instantes.

      –¿Dices que todos tus malestares no eran cosas comunes, sino que todo tiene que ver con esto? –preguntó recordando las distintas cuestiones que habían aquejado a su amiga sin respuesta médica, hasta ese día.

      –Sí, eso digo. Yo no estaba loca ni era hipocondríaca.

      –Jamás pensé eso.

      –Yo sí, por momentos. Estoy muy angustiada –dijo Elina, y su amiga sintió una puntada de impotencia en el corazón al escucharla–. ¿Sabes qué? –continuó–. He querido llorar cuando vi que se quemaba Notre Dame, y no pude… –confesó.

      –Nada es tan definitivo. Nadie se queda sin lágrimas. Seguramente, te has sugestionado con el tema. ¿Cuándo fue la última vez que lloraste? –preguntó para demostrar su teoría.

      Elina buscó sin éxito en su memoria. Era cierto que evitaba la angustia, pero aun así no era capaz de recordar en un pasado inmediato ni una fecha ni un motivo concreto. Sus penas eran crónicas. Ya no lloraba, pero en ese momento, que sabía que no podía, quería.

      –No me acuerdo. Solo puedo decirte que hoy he querido nadar en llanto y no pude derramar ni una sola lágrima –repitió.

      –Bueno. Si esto fuera así, que no creo, te daré las mías.

      ***

      Compartieron la cena con Ita, a quien entre las dos intentaron explicarle lo que todavía no lograban entender.

      –Elinita, ¡ojalá me quedara yo sin lágrimas! Hay que analizar esto de un modo optimista. Tendrás que ser feliz y expresar tu emoción de otra manera –dijo con sabiduría–. En cuanto a la saliva, toma agua y listo. Además, te prepararé jarras de limonada con menta y jengibre, para que cuando quieras tengas algo rico que beber.

      Bernarda había aprendido que toda enfermedad tenía un origen, el hecho de ser autoinmune era algo mucho más profundo. Era evidente que la historia familiar no era ajena a lo que esos análisis mostraban. El cuerpo siempre encontraba el modo de gritar su dolor. Ella lo sabía muy bien. Su flebitis, según su amiga Nelly, era ocasionada por la acumulación de tristezas y experiencias negativas en su vida que no habían sido exteriorizadas ni resueltas. Le decía que constantemente las recordaba y estas invadían todo su ser y su cuerpo. Nelly era una docente jubilada que no cesaba de hacer cursos y de involucrarse con las “otras verdades” como ella las llamaba, “las que había aprendido de vieja”. Seguro le daría tema de investigación con esta cuestión del síndrome de las lágrimas que tenía un nombre tan difícil.

      Ita pensó en su hija, Renata, que en paz descansara. Elevó la mirada buscando a Dios y su amparo. Él sabía que no había podido entender su comportamiento. No la amaba menos por eso. Hubiera querido abrazarla. No estaba y su ausencia dolía. En silencio, la evocó y le suplicó que ayudara a su nieta, después de todo era la madre. Si eso no había ocurrido de la mejor manera mientras vivía, que se ocupara de ella al menos desde la eternidad.

      Mientras, Stella y Elina miraban las noticias, el presidente francés, Emmanuel Macron, habló ante la prensa, a pocos metros de Notre Dame. Aseguraba que lo peor había sido evitado y advertía que la catedral sería reconstruida.

      –¿Lo ves? –dijo Stella–. No debes angustiarte más.

      –No es solo París. Es el fuego, no puedo con él. Me trae recuerdos que prefiero olvidar y justamente hoy, que ha sido un día terrible…

      Entonces, sonó su teléfono celular. Era Gonzalo.

      –Hola…

      –Te extraño –dijo su voz que sonaba a música.

      Elina sonrió.

      capítulo 7

      Lisandro

      La vida no te está esperando en ninguna parte,

      te está sucediendo…

      y si te pones a buscar significados en otra parte,

      te la perderás.

      Osho

      Lisandro conversaba durante los últimos minutos de sesión con Julieta, una paciente por la que sentía especial cariño. La joven de diecisiete años, según su madre, tenía problemas de conducta y era rebelde por naturaleza.

      –No resisto estar con Mercedes. Me controla, me exige y no me deja ser yo. Es insoportable –la llamaba por su nombre en vez de mamá porque era un modo de poner distancia.

      –Es algo extrema esa posición. Puede que no lo haga de la mejor manera, pero es tu madre y no dudo que quiere lo mejor para ti.

      –Li –así le decía–, no te conviertas en un psicólogo común. ¿Por qué estás tan seguro de que quiere lo mejor para mí? ¿Porque en la mayoría de los casos es así? –se respondió así misma preguntando–. Bueno, en este no –replicó.

      –¿Por qué crees eso?

      –Porque no haría las cosas que hace si quisiera lo mejor para mí y la familia. Papá es distinto –agregó.

      –¿Qué hace ella?

      –Por sus actitudes, lo engaña –confesó lapidaria–. ¿Sabías que cuando nací el cordón umbilical de cincuenta y cinco centímetros estaba enredado alrededor de mi cuello? Me lo contó mi tío, que asistió el parto. ¿Qué te dice eso?

      –¿Qué debería decirme?

      –¡Que intenté suicidarme en su vientre para no tener que aguantarla! ¡Una bebé con un gran instinto! –dijo con ironía.

      Julieta era muy inteligente. Solía interpretar los hechos y buscar simbolismos. Lisandro disfrutaba de su sagacidad.

      –Tal vez haya sido así –concedió–, pero no es menos cierto que permitiste que tu tío hábilmente impidiera que ese cordón te ahogara. ¿Eso que te dice?

      –Que mi tío no conocía bien a mi mamá.

      –¿Qué te dice de ti? Olvida a tu madre por un momento.

      –¿Qué no fui lo suficientemente intuitiva?

      –No. Te dice cómo eres. Habla de tu capacidad para dar oportunidades y de que, en el fondo, creíste que ella podía hacerlo bien –Lisandro conocía a Mercedes, por eso le hablaba sin dudas. Ella misma lo había consultado antes de llevar a Julieta. Era una mujer difícil pero no era mala. Egoísta, sí, pero no mal intencionada. No obedecía al modelo de madre que hace todo por sus hijos, sino a la que piensa en ella misma, convencida de que los hijos se irán un día cualquiera dejándola atrás.

      Julieta se quedó pensando por unos instantes.

      –Creo que no tienes razón. Solo deseo tener dieciocho para irme.

      –¿Adónde irás?

      –No lo sé, pero seré mayor de edad. Ya no podrá molestarme.

      –Es cierto, tendrás los años, pero no los medios. Dependes económicamente de tu familia.

      –Buscaré un trabajo.

      –Es una alternativa, pero no es tan sencillo. Iremos paso a paso.

      –¿Por qué no has dicho nada sobre lo que te dije?

      Lisandro sabía que se refería a la infidelidad de su madre.

      –Porque mi paciente eres tú y lo importante es que yo te ayude a que puedas ser aliada de tu carácter.


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