Ecos del fuego. Laura Miranda

Ecos del fuego - Laura Miranda


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en un campo más bien teórico. Las dificultades de su diagnóstico, en casi todos los casos, se repetían. Los pacientes habían ido de una consulta a otra, y todos sus síntomas habían sido considerados, al principio, de manera aislada. Las molestias severas en la vista, en otros casos en la boca, el cansancio, dolores articulares y tener fiebre resentían su calidad de vida. Pero quizá, lo más grave, no fuera que no podían comer una pizza sin que eso significara una tortura por la poca producción de saliva, sino lo irremediablemente solos que se sentían.

      Stella no permitiría que su amiga se sintiera excluida. Estaba indignada por descubrir que, en tiempos en los que la sociedad se llenaba de palabras de inclusión, las personas en general, como le había ocurrido a ella, no conocían el síndrome de Sjögren. ¿Qué pasaba con el lado humano de los seres sensibles? ¿Cuántos síndromes ignoraba mientras personas diferentes sufrían doblemente por los padecimientos físicos y, además, por la incomprensión del entorno?

      Se repetía, como en una campaña de concientización, que había que sumarse y difundir. No porque ella fuera la reina de la bondad, sino por una causa objetiva y fatal: no se investiga aquello que no se conoce. Y sin investigación no hay ensayos clínicos y sin ellos, sacarle ventaja al síndrome se convierte en utopía.

      Stella se cuestionaba si no éramos el otro, si no debíamos ser uno con las causas que afectaban al prójimo y ayudar, comprender e informarse. Layla y Marisa, sus compañeras de trabajo, habían averiguado algunas cosas.

      –¿Saben que hay un Día Mundial del Síndrome de Sjögren? –comentó Marisa–. Es el 23 de julio. La fecha elegida para la efeméride conmemora el nacimiento en 1899 del oftalmólogo sueco Henrik Sjögren, responsable de la primera descripción del síndrome en el año 1933. Y el mes de la concientización es en abril aunque la mayor actividad en este sentido se desarrolla en España. Lamentablemente, no alcanza a todos los países por ahora.

      –¿No encontraste nada más útil? –replicó Layla.

      –Bueno, también leí que hay personas que se sienten mejor desde que van a yoga o meditan –se defendió–. Quise saber de dónde salía un nombre tan difícil –explicó–. ¿Y tú qué buscaste? –preguntó en franca competencia. Stella las escuchaba.

      –Bueno. Leí que es importante que los pacientes siempre tengan un kit encima: una botella de agua, gafas de sol y las gotas para los ojos. Hay unas pastillas, TheraBreath, que ayudan con el tema de la boca seca también.

      –Les agradezco que se hayan preocupado.

      –Le tocó a Elina, pero pudo ser cualquiera de nosotras. Leí que todavía no se ha descubierto algo que modifique el curso de la enfermedad. Por eso el síndrome está catalogado por los principales organismos europeos como una enfermedad “huérfana”, ya que todos los tratamientos se dirigen únicamente a la paliación de sus síntomas. Dile que no se sienta sola –dijo Layla. Ambas conocían a Elina y, aunque no las unía una amistad, se habían sumado a la causa.

      –Gracias –hizo una pausa. Valoraba la preocupación de las dos–. ¿Y ustedes ya pueden tomarse fotos juntas? –preguntó cambiando de tema.

      –Bueno, en realidad no. Pero eso lo hablamos después…

      La jueza interrumpió la conversación para darle diferentes indicaciones a cada una.

      Cuando salió de trabajar, Stella fue a la oficina de Elina. Llegó y la observó a través del vidrio. Conversaba con un niño pequeño mientras él dibujaba en una hoja. Su escritorio estaba desordenado, había lápices de colores y crayones sobre los expedientes judiciales. Elina sonreía. Sobre la mesa, una botella de agua mineral y un vaso. La vio beber varias veces en pocos minutos. Sentía que el alma se le rompía. Tenía que encontrar una solución. ¿Acaso no había sufrido ya suficiente? El rechazo de su madre durante toda la vida, su muerte en el incendio… separarse de Gonzalo. Nada parecía justo. No lo era.

      De lejos la vio y la saludó levantando la mano. Un rato después, salían juntas de allí.

      –¿Cómo estás?

      –Peor que como me veo. Por momentos, enojada; otros, muy triste y la mayoría del tiempo, con miedo.

      –Es lógico. ¿A qué le temes?

      –A no saber hasta dónde esta enfermedad se metió en mi vida. Es más fácil dar batalla cuando el oponente es directo por cruel que sea. Mi madre nunca me quiso, no sé por qué, pero siempre supe que era así. Pude vivir con eso. Pero en este caso… no sé si me quedaré sin dientes, o si jamás volveré a llorar o si el cansancio no me dejará levantarme un día… en fin.

      –Más despacio, Eli. No seas tremendista. No voy a mentirte, no bailas con el más lindo de la fiesta. Para decir la verdad, te ha tocado uno bastante feo, pero no por eso va a matarte –sonrió ante su ejemplo–. Y la música sigue sonando.

      –Estoy lejos de una fiesta. Agradezco tu apoyo, pero no quiero hablar más de esto. No hace falta porque sigue estando allí –dijo mientras miraba hacia una esquina y la otra como buscando algo.

      –¿Qué buscas?

      –El auto.

      –¡Dios, Elina, no puedes ser tan distraída! ¡Toda la vida igual! –sonrió.

      –En realidad… –comenzó a decir mientras buscaba algo en su bolso.

      –¡¿Y ahora qué perdiste?!

      –Nada, es que no sé si vine en el auto. Busco la llave para confirmarlo.

      Stella se sintió contenta de ver que al menos su distracción estaba intacta. De pronto comenzó a sonar un teléfono.

      –¡Atiende que me irrita el tono de llamada de tu celular!

      –Elina, no es el mío, es el tuyo.

      Ambas rieron.

      –Se ve que el síndrome no altera mis características más elementales –dijo con cierto humor temporal.

      capítulo 9

      Vejez

      Hay un momento en la vida en que dejamos de mirar

      y nos dedicamos a ver. Ya no buscamos con los ojos.

      Fijamos la mirada en un punto del presente o del pasado

      y las imágenes llegan solas, repetidas, escuchadas. Es la vejez.

      Alejandro Palomas

      Guadarrama, España.

      Gonzalo abandonó la posada por un rato y regresó a su casa como cada día desde la caída de José, su padre, con la finalidad de ayudarlo a ir al baño. Agradecía que la casa fuera en planta baja. Solo cuando hay una persona mayor que comienza a tener problemas, las personas valoran algo tan simple como el hecho de que la vivienda no tenga escaleras.

      Entró y vio a su tía Teresa mirando una película, o al menos eso parecía. La enfermedad de Alzheimer era un fantasma, un enemigo invisible que disfrazaba de normalidad visual los extravíos. Se acercó y la besó en la frente. Estaba seguro de que el contacto físico la traía de regreso a los vínculos, aunque hubiera desorden en sus recuerdos. Entonces, al hablar, la miraba directo a los ojos, o le tomaba la mano o le daba un beso, gestos que para ella generaban la consecuencia directa de conectarla con su vida familiar.

      –Hola, hijo –lo saludó con ternura y sonrió.

      –Hola, tía. ¿Cómo estás hoy? ¿Te han dejado tranquila papá y Frankie? –toda la vida habían hecho bromas sobre que era la única mujer en el mundo capaz de soportar esos hermanos.

      –Bueno, sí. Hoy, mi Frankie dijo que él se ocupará de todo. No quiere que tú tengas que cuidarnos.

      Por un momento, Gonzalo


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