Ecos del fuego. Laura Miranda

Ecos del fuego - Laura Miranda


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y sonreír. Un gato parecía querer entrar. Se afilaba las garras contra el vidrio. Recordó el cuento Gato bajo la lluvia. Había sol, pero sintió las mismas ganas de protegerlo que la protagonista de Hemingway. Abrió la ventana y el felino ingresó de un salto desde el techo del vecino y tiró el atril al suelo.

      –¡Ey, amigo, vaya forma de entrar a mi vida! –el animal ronroneó como si estuviera respondiendo–. ¿De quién eres? –dijo–. Tienes identificación…

      Elina se limpió las manos con un trapo viejo lleno de manchas de colores, y levantó el atril del suelo. Acomodó el cuadro en su lugar. Tomó al gato entre sus brazos. Tenía un collar azul brillante y una medallita con forma de pez. De un lado había un número de teléfono y del otro decía: “Batman”. Alguien tenía sentido del humor o pertenecía a un niño al que le gustaban los superhéroes. Lo acarició y sintió que su pequeña lengua áspera le rozaba la mano.

      –Eres precioso. Algo impetuoso, pero lindo –le susurró.

      Se distraía con tanta facilidad que ya había dejado la pintura otra vez para centrarse en la mascota que no parecía querer abandonarla. Lo observó con cariño. Negro con una línea entre sus ojos, su hocico y parte del pecho blanca. Gordito pero muy ágil a juzgar por su manera de entrar a la casa.

      Elina, para quien los días transcurrían empujándose unos a otros, evitando detenerse en su nueva condición, estaba riendo y disfrutaba el momento. Olvidó los consejos médicos y el famoso kit que la obligaba a improvisar para aliviar los síntomas. No pensaba en Renata, su madre, ni en las preguntas de la noche anterior. ¿Acaso sería hereditario? ¿Era posible que además de un gran vacío y muchas preguntas le hubiera dejado una enfermedad como legado? Nada de eso ocurría porque estaba embelesada con la dulzura de ese gatito. Le dio leche en un recipiente y mientras la bebía, llamó al número de la placa. ¡Qué pena que debía devolverlo!

      –Hola –atendió una agradable voz masculina–. ¿En qué puedo ayudarle?

      –Hola… Creo que yo puedo ayudarlo a usted. Batman irrumpió en mi habitación y, aunque me lo quedaría sin pensarlo, él… bueno, tiene una identificación con este número.

      –¡¿Batman?! Discúlpeme. Debe habérsele escapado a mi hijo. ¿Dónde vive? Iré por él.

      –No hay prisa, está bebiendo leche y no parece incómodo –dijo con simpatía después de haberle dado su dirección.

      –Estamos a pocas cuadras de distancia. Enseguida voy para allá. Mi nombre es Lisandro.

      –Elina, soy Elina Fablet. Lo espero.

      ***

      Un rato después sonaba el timbre. Ita bajó las escaleras y abrió la puerta.

      –Hola. ¿Es usted Elina? Vengo a buscar a Batman –dijo amablemente.

      –Joven, me han pasado muchas cosas en mis ochenta años, pero tener a Batman en mi casa no ha sido una de ellas –respondió con humor–. Elina es mi nieta. Pase, está arriba.

      Bernarda no sabía quién era ni por qué estaba allí, solo miró su mano y no vio alianza. ¿Por qué había mirado eso? Ella no era una vieja celestina.

      Batman dormía en el sofá, justo al lado del atril, como si fuera suyo. Elina seguía pintando. Lisandro la observó de espaldas. No era demasiado alta, vestía un jean manchado con pinturas de colores y una camisa blanca suelta que no dejaba ver la forma real de su cuerpo. Su cabello estaba recogido en un rodete improvisado con un broche negro que intentaba sujetar una catarata de rizos rebeldes.

      –Elina, te buscan –alertó la abuela. Entonces ella giró.

      Cuando Lisandro la miró a los ojos y la vio sonreír, salió el sol más desordenado del mundo a iluminar ese espacio pequeño y lleno de cosas que obstaculizaban todo. Sintió que no podía definir el color de la energía que irradiaba, era tan diferente como ella.

      –¡Hola! A Batman le gusta mi compañía, el arte y el desorden –dijo mirando al gato que seguía durmiendo.

      –Perdón… ¿Quién es Batman? –preguntó Ita que no entendía.

      –Es mi gato, señora. Soy Lisandro Bless, mucho gusto. ¿Y usted es…?

      –Bernarda o Ita, como prefieras. ¡Pero qué divino! Puedes dejarlo aquí hasta que despierte.

      –Gracias, pero mi hijo lo buscará al volver del kínder.

      –Supuse que tenías un hijo fanático de los superhéroes –a Elina la enterneció imaginar un padre así. Ella no había tenido uno. Calculó que Lisandro tendría no más de cuarenta años, quizá menos. No dejaban de observarse. Él, con una mirada honesta y una expresión protectora; ella, con curiosidad.

      Elina dejó los pinceles y, luego de limpiarse las manos y tirar el trapo al suelo, tomó a Batman en sus brazos y se lo entregó al dueño. Sus manos se rozaron y la energía que los recorrió hizo que se miraran a los ojos al mismo tiempo.

      ***

      Dicen que los gatos poseen una conexión con el mundo mágico, invisible. Que nunca llegan de casualidad a un lugar. Así como los perros son nuestros guardianes en el mundo físico, los gatos son nuestros protectores en el mundo energético.

      Dicen que cuando duermen, filtran y transforman la energía. Muchas veces el gato se queda mirando la nada, totalmente concentrado… él seguramente ve cosas que otros no. Dicen, los que tienen gatos, que esto es cierto.

      Elina pensó que algo de verdad había en esas afirmaciones.

      capítulo 11

      Energía

      El secreto de la salud física y mental

      no es llorar por el pasado, preocuparse

      por el futuro o anticipar problemas,

      sino vivir el momento presente con sabiduría y seriedad.

      Buda

      Bernarda llegó a casa de Nelly, su amiga. Solían reunirse con un grupo para jugar a la generala y después, cuando el resto se iba, ellas cenaban juntas y hablaban de cosas que no querían que las demás escucharan. La cuestión no era que las otras mujeres no fueran confiables, sino que algunas eran del tipo “en mi familia todos son perfectos” y eso ambas sabían que no era cierto. No existían ni hijos, ni nietos, ni esposos perfectos. Mucho menos nueras y yernos. Lo que sí resultaba verdad era que esas mujeres mostraban la realidad que les gustaría. Bernarda y Nelly, cuyas familias estaban bastante lejos de la perfección, se agotaban de escucharlas. A veces se preguntaban por qué continuaban reuniéndose. Suponían que porque, a su modo, las querían. La vejez también enseñaba a aceptar y comprender para vencer la soledad.

      Esa noche cuando se quedaron solas, la conversación tomó el color de la honestidad que compartían.

      –¿Tú les crees? –dijo Bernarda.

      –¿Qué parte?

      –Que sus hijos son magníficos, que se llevan bien entre ellos. Que sus nueras y yernos las aman. No sé… mi familia no es ejemplo de nada. Mi hija, Renata, que en paz descanse, murió y no fue la mejor. Pobre hija. Mi Elinita es una sobreviviente, llena mi vida y es un sol, pero es desordenada. Sigue soltera y aunque tiene una profesión y treinta años, vive conmigo. No es de las que se detienen en lujos, o marcas o logros materiales…

      –Bernarda, querida… Yo, que ahora de vieja aprendí “las otras verdades” justamente intentando comprender por qué tengo una hija que decidió ser monja y un hijo que se casó con una cretina que lo domina a su antojo, puedo asegurarte que no les creo. Sin embargo, es una rara paradoja, estoy segura de que no dicen la verdad, pero también creo que no saben que mienten. Ellas se convencen de que todas


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