Ecos del fuego. Laura Miranda
Graham Greene
Noviembre de 1988. Montevideo, Uruguay.
Renata Fablet estaba cansada. Sabía que nadie más que ella tenía la culpa de sentirse así. No era agotamiento físico o sí, pero no debido a actividad extenuante, sino a que ya ni su cuerpo soportaba la espera. Sus pensamientos no resistían tantas expectativas en vano, noches de insomnio, promesas rotas, palabras de amor encerradas en una clandestinidad que por derecho no merecía. Lágrimas que le quemaban los sueños y esa decisión de poner fin que se alejaba cada vez que sentía que era capaz de hacerla propia. Las dudas sobre su determinación y, a la vez, el miedo de enfrentarse a sí misma y a su debilidad. ¿Sería suficiente el escenario que había elegido? ¿Era París una buena idea?
Llegó a la oficina. Solo estaba Elías Fridnand. Analizaba un caso importante. Era el abogado dueño del estudio jurídico. En pleno auge de su carrera profesional, había contratado a Renata porque había reconocido en ella potencial. Nunca imaginó que, además de eso, caería rendido ante su belleza y encanto natural. Hasta ahí todo podría haber sido el inicio de una linda historia de amor, pero no. Elías era casado, padre de dos niños pequeños y con una vida casi perfecta.
Al verla, se puso de pie y la besó antes de que pudiera reaccionar.
–Te esperaba…
–¿Para qué?
–Para esto –dijo y volvió a besarla–. Te extrañé.
Renata no podía resistir la cercanía de sus latidos sin que eso la envolviera en la ceguera de olvidar, mientras duraba el tiempo a su lado, que no era la única mujer en su vida. Tampoco la más importante.
Elías tomó el rostro de ella entre sus manos.
–¿Qué sucede? –preguntó. La conocía bien.
–Estoy cansada de compartirte. Me enamoré. No quería hacerlo, pero evidentemente no supe evitarlo.
–Shh… –la calló acercando su cuerpo al de ella. Con caricias suaves y atrevidas que recorrían su intimidad, comenzó a desabotonarle la camisa y a provocarle con los labios sus pechos, que reaccionaron de inmediato–. Pídeme que te haga el amor aquí, sobre el escritorio, y lo haré –susurró.
Renata se entregó a la irresistible pasión de lo que sabía que sería dolor solo minutos después. Lo atrajo hacia su boca y lo besó con intensidad. Con las manos le acarició la espalda y se detuvo en los glúteos ejerciendo presión hacia ella. Sintió sobre su pubis la hombría perfecta.
–Hazme el amor, ahora, aquí –pidió entre la agitada respiración y la humedad que crecía.
A horcajadas y a medio vestir, Elías la apoyó sobre su mesa de trabajo, recorrió con su lengua la incipiente excitación y luego entró en ella. Sintió que su lugar en el mundo era allí, entre sus piernas. La quería, la deseaba y reconocía que era la mujer con la que hubiera deseado compartir todo. Segundos después, un orgasmo diferente se anunciaba. Renata se arqueó y se sujetó con una de sus manos del borde del escritorio. Los expedientes cayeron al suelo con su movimiento. Ella estalló en mil partículas de placer.
–Te amo… –dijo él.
Renata no respondió porque se entregó a sentir cómo la tibieza de ese amor se derramaba en su interior sin que ninguno de los dos pensara en el futuro.
Agitados todavía, se levantaron, acomodaron su ropa y se miraron. Había que hablar. Ella tenía algo que decir y lo hizo.
–Elías, me voy.
–¿Adónde?
–Contraté un viaje. Me voy a Francia. Necesito distancia.
–¿Cuándo decidiste eso? ¿Por qué tan lejos? No puedo estar sin ti, lo sabes.
–Ayer –respondió a la primera pregunta–. Me voy porque tampoco puedes estar sin ella. Quizá me valores o puedas tomar una decisión en mi ausencia.
Elías sintió un nudo en la garganta. Hablaba en serio. Lo decía su expresión más que sus palabras.
–Tú eres mi vida.
–Déjala y me quedaré. Mejor aún, podemos viajar juntos.
Silencio. Aire asfixiante. Energía densa. Cobardía. Esperanza. Estadísticas. Lo de siempre.
–No puedo. Tengo dos hijos. No les haré eso.
–Te has cansado de decirme que tu mujer no te da lo que yo…
–No quiero hablar de ella contigo. No deseo lastimarte.
–Lo haces.
De pronto, y contra toda previsión, Elías la abrazó y se puso a llorar.
–Me encantaría irme a París contigo, pintar un cuadro juntos, ser desordenado y poder improvisar tu alegría. Ser lo que no somos y hacer las cosas que nunca fuimos capaces de hacer con nadie –confesó como si fueran sueños imposibles–. Pero no puedo. Nunca dejaré a mi familia, jamás me atreví a dar una pincelada y soy completamente previsible.
–¡Me amas! ¿Por qué no puedes permitirte hacer las cosas que te harían feliz?
–Porque te conocí tarde. Mereces más de lo que yo puedo darte. No es justo para ti. Quisiera ser capaz de animarme, pero no lo soy. Perdóname.
Mereces más. Las palabras más absurdas del mundo.
Renata no pudo contener las lágrimas, lo besó en la boca y se fue sin mirar atrás.
***
París, Francia.
Dos días después, estaba en París mezclada entre otros turistas. Descansaba sobre el césped frente a la Torre Eiffel, observando la ciudad del romance y pensando en Elías, cuando un extraño se sentó a su lado. También parecía estar más adentrado en sus recuerdos que en la inmensidad perfecta de una torre que se elevaba segura delante de sus ojos.
Era otoño en París, las temperaturas descendían durante el mes de noviembre. Renata cerró los ojos y suspiró. Llevaba un gorro de lana que combinaba con su bufanda y guantes de color rosa pálido. No sentía el frío que en verdad hacía. A veces, la nostalgia conlleva el calor de lo que se extraña. El hombre que se había sentado a su lado tomaba algo caliente en un envase térmico. Olía a café. Sin mirarla, le convidó acercando el recipiente a la altura de sus manos. Ella aceptó sin decir nada. Hablaban el lenguaje del silencio y miraban en el mismo sentido. Se sintió cómoda.
Unos minutos después, ella le devolvió el café y se recostó sobre el césped. Miraba el cielo interrumpido por la torre. El extraño hizo lo mismo.
–¿Por qué miramos hacia arriba si podríamos subir? –preguntó Renata y llamó su atención.
–Supongo que Antonio Porchia tenía razón. Miramos hacia arriba porque de otro modo creeremos que somos el punto más alto –respondió en español.
–Tiene sentido. ¿Cómo te llamas?
–Santino Dumond. ¿Y tú eres…?
–Renata.
–Es evidente, Renata, que a los dos nos sucede algo de lo que no queremos hablar.
–Perdóname, pero no eres muy intuitivo. Estamos solos, suspirando en París y compartimos un café en silencio frente a la Torre Eiffel. ¡Yo diría que no hace falta un adivino aquí para llegar a esa conclusión! –sonrió.
–Tienes razón –admitió y sonrió también–. ¿Entonces?
–¿Entonces qué?
–¿Lloraremos en un rato o inventamos algo?
–No voy a llorar y no se me ocurre qué podríamos inventar –dijo con curiosidad.
Empezaba a disfrutar