Ecos del fuego. Laura Miranda

Ecos del fuego - Laura Miranda


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porque él me contaba siempre que fue un año bisiesto que empezó un martes. Decía que los años bisiestos le daban suerte. ¿No te acuerdas? Fue 1952. Estoy seguro. Albert Schweitzer ganó el Premio Nobel de la Paz ese año.

      –Frankie, ¿qué cenamos anoche?

      –¿Te diste un golpe y no me di cuenta? –dijo con ironía–. ¿Qué tiene que ver qué comimos anoche? ¿A quién le importa?

      –Dime y te diré por qué pregunto.

      –¡No me acuerdo!

      –¡Lo ves! ¿Cómo puedo confiar en tu memoria del año 1952 si no recuerdas qué cenamos anoche?

      Gonzalo no puedo evitar reírse. Se divertía con ellos. Era momento de interrumpir. A su tío Frankie no le gustaba perder en una discusión y el touché de José había herido su vanidad.

      –¡Hola! ¿Cómo está todo por aquí? Los escucho conversar desde la calle.

      –Creo que lloverá como en septiembre de 1952 –respondió Tere–. Ella hablaba el lenguaje de su realidad. Una mezcla entre la verdad y la incoherencia, con una dosis de su propia vida y de lo que acababa de escuchar. Frankie la tomó de la mano.

      –Tienes razón, mi amor –ella lo reconocía en su mirada. Sonrió. Estaba allí, aunque la confusión también ocupara un espacio a su lado.

      –¡Hola, hijo! Estamos bien. Algunos con más memoria que otros –dijo divertido.

      –¡Tallarines con salsa! Eso cenamos. Y la posada se compró en 1952 –era tan testarudo que su mente había seguido buscando la respuesta hasta hallarla–. Bien, Gonzalo. Puedes volver a trabajar, ya todos hicimos lo que debíamos hacer.

      –¿Me estás echando?

      –No. Solo digo que ya fuimos todos al baño.

      –¡Esa es una gran noticia! –todos rieron. Era la genialidad de ser familia, el hilo invisible que unía las generaciones desde el amor–. No me iré tan pronto.

      –Te hice un té –agregó Teresa–. El mismo que tomó Gabriel ayer.

      –Perfecto, tía. Tomaré el mismo té que García Márquez –respondió siguiéndole el ritmo a su fantasía. Gonzalo se sentó y su tía le sirvió el té en la cocina.

      –¿Sabes? Gabriel dijo: Lo esencial es no perder la orientación –era una frase del libro Cien años de soledad. ¿Cómo era posible que la recordara textual? La mente era tierra desconocida. Siempre lo sería.

      –Es cierto, tía.

      –Yo le dije que no puedo. Sé quién soy y dónde vivo, pero no me acuerdo de muchas cosas.

      Saber quién era había sido la pregunta que su neurólogo había señalado como ubicación en tiempo y espacio de un paciente. Una suerte de termómetro que controlaba el avance de las patologías. Ella no estaba perdida. No del todo, al menos por momentos.

      –¿Y quién eres?

      –Tere. Tu tía. La esposa de Frankie. Vivo en Guadarrama.

      –¿Y qué respondió él?

      –Que no importa. Los viejos, entre viejos, son menos viejos –citó una frase de El amor en los tiempos del cólera.

      García Márquez había sido su autor favorito. Sin dudas, eso no se olvidaba. Además, leía cada día, desde hacía años, los mismos libros.

      Los tres hombres la miraron con ternura. Ella sonrió y caminó hacia el televisor, lo encendió y se quedó allí mirando la nada. Entonces, la tríada se retiró y Gonzalo quedó solo en la cocina. Pensaba cuánto los quería en el momento en que escuchó a su padre y a Frankie que se aclaraban la garganta buscando su atención. Eso era en sí mismo peligroso. ¿Qué tramaban?

      –Bueno, dile José, que para eso eres el padre.

      –¿Qué tienes que decirme?

      –Lo hicimos. Ya lo hemos pagado.

      –¿Qué es lo que han hecho? –preguntó con temor.

      –Hemos comprado tu pasaje a Uruguay. Irás a buscar a la chica de París. Son tus vacaciones. Ya contratamos a tu reemplazo en la posada, Andrés se ocupará de todo y cobrará extra y la madre nos cuidará a nosotros.

      Andrés era un joven amigo de la familia que había permanecido a cargo de la posada durante su viaje a Francia. Trabajaba allí, de modo que conocía bien su tarea y era muy honesto.

      –¡¿Que hicieron qué?! –preguntó con los ojos tan abiertos como era capaz.

      –Lo que dijo José. Hicimos lo que corresponde. Te irás en una semana.

      –¿Están locos?

      –No. Estamos viejos, pero no locos. Sabemos bien que no harás tu vida si no te ayudamos –sentenció Frankie–. ¿Cuál es su nombre?

      Gonzalo no podía creerlo, pero los conocía muy bien. Era cierto. Tenían el dinero y evidentemente lo habían planeado con precisión. Seguramente, Andrés los había ayudado. Aunque en el pueblo cualquiera hubiera colaborado con ellos, eran queridos por todos. Sintió que eran una bendición. No importaba cuánto trabajo le dieran, en momentos como ese agradecía más que nunca tenerlos.

      –Elina Fablet –dijo y no pudo evitar sonreír al nombrarla. La idea de volver a verla crecía con forma de ilusión en su interior. ¿Cómo era posible que esos ancianos, tan humildes como hermosos, fueran los mensajeros de su destino?

      –Ahora, vuelve a la posada, que debes organizar todo, y llámala. Avísale que irás. Así también ella se organiza.

      –Frankie, debiste ser director de orquesta.

      –¡Lo soy! ¿De quién crees que ha sido la idea? Esta conversación terminó –agregó.

      ***

      Gonzalo regresó a la posada. Luego de conversar con Andrés, enterarse de los pormenores y asegurarse de que estarían bien cuidados, no pudo evitar la alegría que le provocaba lo ocurrido. Entonces, tomó su teléfono y realizó una llamada por WhatsApp.

      Elina estaba entrando a su casa. En la escalera había poca señal por lo que al ver que era Gonzalo se apresuró a subir.

      –¡Hola!

      –¿Cómo estás, preciosa?

      –Digamos que no he recibido grandes noticias durante el último tiempo, pero estoy bien. Creo. Soy una sobreviviente por naturaleza –agregó.

      –No sé a qué noticias te refieres, pero podrás contármelas todas muy pronto. Iré a verte. En pocos días estaré allí.

      Elina sintió cómo se aquietaban sus latidos. En cámara lenta, sus emociones la invadieron. París regresó a ella y Notre Dame cobró vida en su memoria. El fuego se había apagado y se encendía la luz de la esperanza.

      –¿En serio? ¿Y la tríada? No puedes dejarlos.

      –Aunque no lo creas, fueron ellos los que organizaron el viaje y compraron mis pasajes.

      –¡Son increíbles! Ven a casa. No gastes en hotel.

      –¿Y tu abuela?

      –¿Ita? Ita estará feliz de volver a verte –se habían conocido durante el viaje a Paris.

      –Pues avísale primero. Aunque de verdad solo quiero estar contigo. Te extraño.

      –También yo. ¿Te dije que el color de extrañar es el azul?

      –No –sonrió frente a la ocurrencia–. Soy un mar, entonces –respondió.

      Conversaron un rato más y Elina cortó la comunicación. Quizá le ganara al síndrome siendo feliz. Ese era su plan.


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