Ecos del fuego. Laura Miranda
el número de celular desde el que se comunicó.
–Llámala.
–No.
–Mándale una foto de Batman, no sé, algo, para ver qué responde.
–No lo sé…
–¿Qué cosas había en la habitación?
–No me detuve mucho en eso porque no podía dejar de mirarla –repitió– pero estaba llena de ropa arriba de una cama sin tender. ¿Por qué lo preguntas?
–Para saber si había objetos de hombre y poder inferir si vive con alguien o no.
–No lo sé. No recuerdo que nada llamara mi especial atención. Supongo que no.
–Bueno, pensemos en positivo. Quizá esté sola. El tiempo irá diciendo. Eso espero, lo digo porque yo me estoy involucrando más de lo que me gustaría con alguien que solo puedo ver cuando logra mentirle al esposo, y no quisiera eso para ti.
–Yo no soy así y lo sabes. ¿Involucrando? –repitió–. ¿Podrías definirme el alcance de esa palabra en este caso?
–Tengo el mejor sexo que tuve en mi vida.
–Entonces, solo una parte de tu cuerpo está hablando –dijo riendo. Lo conocía bien.
–¡Puede que tengas razón! ¿Y Melisa?
–Está en España.
–No, digo… ¿Sigue sola?
–Melisa nunca está sola. Nos tiene a nosotros.
–Cierto. ¡La separación perfecta!
La conversación continuó en torno a Elina, pero Juan no logró convencerlo de que la llamara. ¿Por qué se resistía tanto a acercarse si después de mucho tiempo era la primera vez que se sentía distinto frente a una mujer?
capítulo 13
Planes
Poner fin a los plazos, a las esperas, a las condiciones.
Poner fin al miedo a ser y al temor a no haber sido.
Apagar el fuego de las causas perdidas.
Poner fin... y seguir, porque la vida no siempre está de espaldas.
Laura G. Miranda
Era sábado y no permitiría que el tal Sjögren lo arruinara, lo había decidido. Se levantó temprano, puso el libro de cuentos de Hemingway en su mochila pequeña, colocó gotas en sus ojos, tomó una botella de agua, se puso gafas de sol y montó su bicicleta vintage.
Escuchaba música con sus auriculares. Ride, de Twenty One Pilots, parecía dedicarle su letra. Pedaleaba rumbo a la playa sintiendo la brisa en su rostro. Era una sensación placentera. Pensaba en Gonzalo… Con él todo sería más fácil, pero la vida le negaba también esa posibilidad. Sus caricias se habían quedado pegadas a su piel y era tan dulce que el solo hecho de escucharlo le daba tranquilidad. Le había prometido que volverían a verse y ella elegía creerle. En su cara se dibujó una sonrisa al recordar a Batman. Ese irresistible gato bicolor había irrumpido por la ventana de su dormitorio luego de rascar el vidrio para que ella le abriera.
De pronto, estaba reviviendo la sensación de rozar la mano de su dueño. Lisandro Bless, había dicho. Recordaba su nombre, toda una odisea para su distracción. Es que le había gustado. Era lindo y transmitía paz. Con tristeza, supuso que era casado. Y además tenía un hijo. En ese sentido, Elina no enfrentaba sus principios. Hombres comprometidos no entraban a su vida.
Todavía le divertía evocar la manera en que Ita, sin previo aviso, lo había dejado entrar al apartamento y luego a su dormitorio. Su abuela no cambiaba más, era confiada por naturaleza. Cuando le reclamó que debía ser más cautelosa, le había respondido: “Vivo contigo. Corro más riesgos con tu desorden, tropezando con cosas todo el tiempo que dejando entrar al dueño de un simpático gato superhéroe”. Volvió a sonreír.
Bordeando el boulevard, continuaba la lista de reproducción con Heathens, Stressed out y Lane boy de Twenty One Pilots. Entre los reveses de sus recuerdos, comenzó a acelerarse su respiración. De pronto, se detuvo y miró hacia el horizonte. El sol quemaba y la imagen del fuego avanzó sobre ella. Una ráfaga de momentos que no podía olvidar. Llamaba a su madre. Se había ido de la música y de su realidad. ¿Por qué lo que su memoria había retenido del incendio era parcial? Ella sabía que no era todo. Intentó volver con su mente a esa noche. Recordaba la desesperación, el calor agobiante, el fuego signando su vida, la delineada imagen de la luz de las llamas como un destello en la parte baja de la puerta de su habitación. Miró su mano, siguió hacia su antebrazo descubierto y la cicatriz la enfrentó al momento en que se había quemado intentando salir a buscar a Renata. La toalla la había protegido en el segundo intento. Siguió pedaleando y el sonido de los objetos ardiendo se mezclaba con la música. La acústica eran chispas que crujían el incendio de aquella noche mientras su entorno era el de un día de sol. Se detuvo y bebió agua. Continuó sin soltar sus pensamientos.
Lo tenía grabado con exactitud, aunque en cada oportunidad su memoria selectiva parecía detenerse en algunos detalles y no en otros. Sin embargo, con esa certeza que se siente cuando se sueña y cuando se intuye, sabía que había ocurrido algo más entre el momento en que había logrado abrir la puerta de su habitación y vio abierta la del dormitorio de su madre, y su decisión de arrojarse por la ventana. ¿Por qué lo había eliminado de su consciencia?
Su único plan en la vida había sido ser amada por su madre. Su Norte más claro. No lo había conseguido. La niña gordita, que avergonzaba a la preciosa Renata Fablet, volvía a ella como una señal de culpa. Su madre había sido bella, inteligente y ordenada. Su fatal opuesto. ¿Qué había hecho Renata la noche del incendio, luego de la discusión? ¿Qué había hecho Elina, luego de ver abierta la puerta de su dormitorio?
De repente, Stella la sacudió.
–Elina, ¿estás bien?
–No. No lo estoy. ¿Qué haces aquí?
–Quedamos en encontrarnos allá enfrente a desayunar. ¿Lo recuerdas? –dijo señalando una confitería donde solían ir–. Me dijiste que viniera en bici.
–¡Cierto! Perdón, ya sabes, soy distraída –dijo.
–Estabas como en trance. ¿Qué ocurre?
–Recordé el incendio, pero no quiero hablar de eso –agregó–. Vamos, te contaré mientras desayunamos cómo Batman entró a mi dormitorio.
Stella la miró sorprendida. Jamás se aburría con Elina.
–¡Soy más grande que tú, no me tomes por tonta!
–¡Créeme!
–¿Qué dirías si yo sostuviera que el Hombre Araña vino a visitarme?
–¡Que puede ser!
Ambas conversaron y rieron. Stella no podía creer la historia. Deseaba que el tal Lisandro fuera una posibilidad para su amiga. La manera en que lo había conocido era prometedora. Salía de todo lo habitual.
–¿Qué piensas? –preguntó Stella.
–No pienso. Planeo ser feliz. Mi síndrome no me deja opción.
Para ellas, la amistad era también eso. Sentirse completas solo compartiendo el tiempo. Por un rato habían soltado sus preocupaciones. En sus auriculares sonaba Believer de Imagine Dragons. Amaba la música.
capítulo 14
Origen