Los extraños. Vicente Valero

Los extraños - Vicente Valero


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      LARGO RECORRIDO, 58

      Vicente Valero

      LOS EXTRAÑOS

      EDITORIAL PERIFÉRICA

      PRIMERA EDICIÓN: febrero de 2014

      PRIMERA REIMPRESIÓN: marzo de 2014

      DISEÑO DE COLECCIÓN: Julián Rodríguez

      MAQUETACIÓN: Grafime

      Esta obra ha recibido una ayuda a la edición

       del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

      © Vicente Valero, 2014

      © de esta edición, Editorial Periférica, 2014

      Apartado de Correos 293. Cáceres 10001

       [email protected]

       www.editorialperiferica.com

      ISBN: 978-84-18264-38-2

      El editor autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.

      BREVE HISTORIA DEL TENIENTE MARÍ JUAN

      I

      Si en aquel hombre que nunca pudo ser llamado abuelo, ni tan siquiera padre —a pesar de haber sido abuelo y, por consiguiente, también padre—, hubo unas manos delgadas y huesudas como las mías, unas cejas oscuras y grandes, o esta predisposición, de la que tanto me he lamentado en mi juventud, a los herpes labiales, no he podido saberlo nunca, pues ninguna fotografía del teniente Marí Juan ha sido encontrada todavía: ni en los álbumes familiares, ni en los cajones de las cómodas más antiguas, ni siquiera entre aquellos retratos anónimos y desordenados de procedencia desconocida que, sin saber nadie cuándo ni por qué, acaban también llegando a una casa para quedarse en ella. Ninguna imagen suya, si la hubo, y tuvo que haberla, al menos en los archivos escolares de Valencia o en los cuarteles coloniales de África, sólo por mencionar algunos lugares a los que fue enviado y acudió con obediencia para permanecer, y donde seguramente con la misma intensidad consiguió sentirse feliz y desgraciado, ninguna imagen suya, digo, ha llegado hasta mí ni hasta nadie que pudiera reclamarlo como suyo también. Y la verdad es que nunca pensé que llegara a lamentar tanto como ahora esta carencia, mientras escribo esta primera página, en el momento en que hubiera querido trazar del modo más exacto posible su perfil, dibujar un retrato suyo satisfactorio, decir algo de su nariz o de su boca, describir sus brazos y sus piernas, saber hasta qué punto mi incipiente calvicie pudiera haber sido también la suya, y averiguar, en fin, si en su mirada hubo una melancolía de adolescente abandonado como yo siempre he querido suponer que la hubo. A este extraño, sin embargo, hay que observarlo una y otra vez desde los recuerdos ajenos hasta poder ver al fin en él al joven de veintiocho años que llegó a ser el día de su muerte. Al joven, en definitiva, que fue y ha continuado siendo siempre y que no dejará de ser nunca. Y hay que intentar ver en él también al padre que ya había logrado ser, e incluso al abuelo en el que apenas tuvo tiempo de poder pensar que acabaría siendo pero en el que yo ahora he decidido pensar por él, recreándolo en una identidad nueva que los años y el olvido han conformado a su figura fugitiva.

      De Pedro Marí Juan, nacido en 1900, en el antiguo y fértil valle de Morna, en el noreste de la isla de Ibiza, hijo del campesino Vicente Marí Guasch, que hizo fortuna, sin embargo, como constructor de carreteras —en verdad sólo de pequeños caminos de tierra—, y de María Juan Tur, de quien se dijo siempre que fue mujer agraciada y laboriosa, he conseguido con los años reunir noticias diversas, casi siempre interrumpidas y en ocasiones también contradictorias. Por boca de sus cinco hermanas, ya todas ancianas cuando yo era niño, llegó el cálido relato de la infancia, con las travesuras inolvidables y la certeza de una inteligencia que despuntaba, episodios del niño flaco y nervioso que siempre se quedaba dormido en el carro cuando la familia, todos los domingos, acudía a la iglesia, o que, cuando por primera vez vio la nieve, la rara nieve insular, imaginó que algún geniecillo malvado se había pasado la noche trasquilando a las ovejas. Así, en aquellos recuerdos que aquel otro niño que era yo entonces recibía con los ojos bien abiertos y máxima predisposición para el asombro, un abuelo desconocido pero inevitablemente cómico parecía despertar por fin de su letargo. Escuchaba a aquellas viejas y luego recordaba una y otra vez sus palabras, siempre las mismas, pronunciadas con amor fraternal y con el acento dolorido, puede que algo forzado, de una desgracia ya demasiado lejana, porque lo cierto era también que aquel hermano tan adorado había sido un extraño para ellas. Cómo y por qué se le ocurrió a Vicente Marí, mi bisabuelo, hacer de aquel niño un hombre diferente, alejarlo muy pronto de aquella casa llena de hermanas y de ovejas, no llegué a preguntarlo nunca a nadie que pudiera saberlo, pero, tal vez, afirmar que en una época próspera de su vida pudo haberse sentido más rico de lo que probablemente era y, por tanto, también capaz de cambiar el destino familiar en al menos una de sus ramas, hasta el punto de querer imitar, como veremos, a los señores de la ciudad, podría aceptarse como una respuesta satisfactoria. No era mi abuelo el único hijo. Había un hermano mayor, con el mismo nombre que el padre, destinado a disfrutar de la herencia y a sufrirla con el trabajo desde muy temprano. Así que Pedro fue, desde el mismo momento de nacer, el hijo que, en aquellas familias rurales de la isla, tan perfectamente organizadas y consecuentes en sus rígidas tradiciones, solía entregarse a la Iglesia o al Ejército sin el menor remordimiento. Ahora bien, en este caso, que es nuestro caso, no cabe duda de que en el niño había aptitudes y en el padre ambiciones, y surgió entonces una variante desconocida, una innovación que debió de provocar la desconfianza de los vecinos, la alarma en el cura del pueblo y sin duda también el disgusto de la madre: el campesino y constructor de carreteras decidió que su hijo segundón fuera abogado. Hubo que explicar a las hermanas y al hermano en qué consistía ser abogado y, desde luego, hubo que explicárselo al inocente, que seguramente no conseguiría entenderlo bien ni a la primera ni a la segunda, pues no había cumplido aún los ocho años cuando fue expulsado de su edén infantil donde la nieve era como la lana de las ovejas y el carro tirado por un mulo un colchón donde dormir plácidamente, con el mejor traje, a la espera de llegar a la misa del pueblo todos los domingos. La abogacía era una cosa destinada sólo a los hijos de las familias pudientes de la ciudad, a quienes, antes incluso de celebrar la primera comunión, ya se decidía enclaustrarlos, como principio de su preparación y primera estación del largo viaje al feliz porvenir, en un uniformado colegio franciscano de Valencia, que no tendría por qué haber sido un lugar lejanísimo si no fuera porque el mar —y más el mar de aquellos días— ponía a todos en su sitio y de qué manera. ¿Podemos imaginar entonces el día de la despedida, el viaje hasta llegar al puerto, a las hermanas llorosas pero seguramente también sonrientes —no había para ellas muchas ocasiones de visitar la ciudad—, al heredero circunspecto, más que nunca en su papel de Hijo, a la madre que tal vez prefirió quedarse en casa, con enfado, la visión del pequeño barco, probablemente el Lulio, un elegante vapor correo que ya tenía sus años, a los cuatro o cinco niños ricos, no más, de las familias importantes, que también se embarcarían aquel día con el mismo fin y a quienes el pequeño hijo del campesino de Morna tendría que empezar a conocer? Es todo cuanto podemos hacer ahora, esto y nada más, como diría mi madre, es decir, la hija: imaginar un escenario en absoluto desconocido, pues también nosotros hemos tenido que despedirnos muchas veces en el mismo puerto antes de viajar a Valencia (o a Barcelona, o a Palma, o a Alicante), un escenario con sus personajes secundarios bien definidos, pues a ellos, a casi todos ellos, sí hemos llegado a conocerlos bien, aunque nunca nos legaron este recuerdo, y, por supuesto, con el personaje principal, es decir, con nuestro querido extraño, que con su maleta recién estrenada, su traje también nuevo y su mirada de desconcierto subiría por fin a un barco que no había visto nunca y cuyo destino no podía ser otro que el de una vida diferente.

      Que Pedro Marí Juan no fue nunca abogado lo sabemos, pero otra cosa es aproximarnos al estudiante que, pese a haber cumplido con el larguísimo y rígido ritual pedagógico de su infancia y adolescencia, acabó deseando no la brillantez de la elocuencia


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